El Salvador / Desigualdad

El Centro y su perpetuo régimen de miseria

El Centro de San Salvador ha sido por décadas el mercado callejero de quienes si no venden no comen. Lo sigue siendo, pero con más dificultad para algunos. Los desalojos de la Alcaldía para remozar el área y permitir turismo han dejado sin nada a gente que siempre tuvo poco. La miseria aún es el régimen del Centro. Lejos de la grandilocuencia de las políticas presidenciales y los cafés para turistas, algunos pobres se ven más pobres en esas calles.

Víctor Peña
Víctor Peña

Domingo, 19 de marzo de 2023
Óscar Martínez

Las chatarreras de la avenida Independencia están a tope. Es la mañana del viernes 17 de marzo y el estruendo es imparable. Mujeres y hombres macilentos se afanan descargando camiones con fierro viejo. “¡Cinco de hierro! ¡Nueve de negro!”, gritan quienes pesan los desperdicios en básculas retorcidas que parecen sacadas de uno de esos camiones. Los compradores pagan dentro de las megachampas donde acumulan los metales: siete dólares se lleva el viejo sudoroso; 45 centavos se lleva el decepcionado hombre que quiso vender un saco de bisagras chuecas. Muchos de quienes descargan aquellos despojos son empleados municipales de recolección de basura que, para sumar unos dólares a su salario mínimo, seleccionan, resguardan y luego cargan lo que puede valer “un poquito de dinero”, como dice uno de ellos. Hay mucho fierro hoy, porque la semana pasada fueron desalojados los vendedores de la zona de la iglesia El Calvario, allá arriba en el Centro, y aquellas champas en las que se ganaban la vida son hoy metales que se venden aquí en la Avenida, el área de chatarra y prostitución por excelencia. Una mujer de unos 30 años llega en una carreta hechiza, como las que se venden en las ferreterías, solo que gris y fea. Sudando por cada poro del cuerpo, hace cola para pesar. Le toca. Descarga. “¡Nueve de lámina!”, gritan al pagador. “¿De dónde sacó el fierro?”, pregunto con una sonrisa. “Era mi puesto”, responde sin ganas de hablar. “¿Y ahora qué va a hacer?”, intento ampliar la conversación. “Ver qué putas hago”, responde dándola por cerrada.

Durante el Régimen de Excepción del actual Gobierno, que se ufana de haber capturado a más de 65,000 “terroristas” en un año, miles de ventas informales han sido desalojadas de las calles del Centro Histórico de la capital. Dos vendedores y un exlíder de una de las gremiales de vendedores me contaron que el régimen ha sido la espada que los agentes del Cuerpo Metropolitano, acuerpados por policías, blandieron para ordenar el desalojo “voluntario”. “Si se oponen, nos los llevamos con el régimen”. Parafraseando lo dicho por esas tres personas, algo así sonó la petición de que desarmaran sus champas y desocuparan esas calles. Las tres personas pidieron anonimato. Porque el régimen, dijeron. Régimen, régimen, régimen. Es la palabra salvadoreña de moda.

La vendedora que vendió los fierros bajo los que antes vendía se aleja por la avenida arrastrando la carreta vacía a ver “qué putas” hace. Ella es una de ese, más o menos, 27 % de habitantes de este país que son pobres, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. 

El plan de desalojo del Centro iniciado por el entonces alcalde Nayib Bukele en su gestión del 2015 al 2018 ha seguido ahora bajo la administración de Mario Durán, un fiel más del presidente Bukele. El Centro, otrora una zona impensable para quien buscaba un café de barista o una terraza donde tomar vino sin prestar atención a la música lounge, ahora es área turística y tiene esa oferta. Maticemos: allá, unas diez cuadras arriba, es zona turística, alrededor de Catedral, de la plaza Barrios. Aquí, donde los fierros chocan, es la parte baja, la que, por decirlo así, siempre fue el fondo de esas 250 cuadras a las que llamamos Centro y donde casi 1.2 millones de salvadoreños transitan a diario y otros 40,000 vendían. Ahora, quién sabe cuántos venden. La Alcaldía ha dicho que ha desalojado a más de 2,000 vendedores desde abril, y que invertirá 20 millones en embellecer las calles antes tan temidas por la concentración de cinco clicas de la Mara Salvatrucha-13 y una cancha del Barrio 18 Revolucionarios, sin olvidar el influjo del extrarradio de otra cancha del Barrio 18 Sureños.

Chatarra acumulada sobre la avenida Independencia, en el Centro de San Salvador. Este punto también era una de las fronteras invisibles que las pandillas establecieron y donde mantenían control permanente. Foto de El Faro: Víctor Peña. El árbol del medio de la imagen dividía la zona de control de la MS-13 con la del Barrio 18 Revolucionarios, y la cuadra era zona de constantes valaceras. 
Chatarra acumulada sobre la avenida Independencia, en el Centro de San Salvador. Este punto también era una de las fronteras invisibles que las pandillas establecieron y donde mantenían control permanente. Foto de El Faro: Víctor Peña. El árbol del medio de la imagen dividía la zona de control de la MS-13 con la del Barrio 18 Revolucionarios, y la cuadra era zona de constantes valaceras. 

La Alcaldía dijo lo que dijo. Los vendedores que temen decir su nombre dicen otra cosa. “¿Dos mil? -pregunta uno incrédulo- Si solo en la zona del Predio Exbiblioteca han sacado más de 1,200 puestos”.

La Alcaldía, de la mano con el régimen, ha logrado algo impensable: desalojar a cientos sin oposición de las organizaciones de vendedores informales. Cuando a principios del siglo yo cubría el Área Metropolitana, era normal que, ante una amenaza de desalojo de, por ejemplo, el exalcalde efemelenista Carlos Rivas Zamora (2003-2006), los vendedores se presentaran en masa en los portones de la Alcaldía y obligaran a edil y concejales a encerrarse a cal y canto. En una de esas protestas atestigüé cómo esa masa de gente pobre, enardecida ante la mera opción de que les quitaran el puesto del que malvivían, arrancó el portón principal de la Alcaldía, lo arrastró unas cuadras hasta el Parque Infantil y, por si no fuera suficiente, lo orinó.

Pero ahora, nada, ellos mismos desmontaron sus champas. Hay quienes, como ella, incluso la acarrearon hasta la avenida, y la vendieron por unos pesos en aquella chatarrera. “El régimen”, me dice uno de los vendedores. “El régimen”, me dice otro de los vendedores. “Pero ya sabemos lo que haremos. Dejaremos al presidente, pero quitaremos a los diputados y al alcalde, ya van a ver”, dice empoderado uno de ellos pensando en las elecciones del año que viene.

El Centro es el Centro, la capital de la cachada, el corazón del rebusque. Y ese centro, si uno se aleja tantito de los cafés de la parte alta y del bar icónico La Dalia y de los discursos gubernamentales y de los miles de “terroristas” capturados y los debates políticos tuiteros, sigue siendo también una colección de estampas pétreas que habla de una sociedad que, tras décadas, sigue de la misma forma: sumida en la miseria, hundida en la desesperación.

“Aquí abajo seguimos abajo”

Una vendedora que vendía en una champa por el Predio Exbiblioteca, a dos cuadras del Teatro Nacional, hoy vende en una carreta. Vendió fruta en su puesto por diez años. Hoy empuja una carreta con cachada, intentando esquivar a los agentes municipales, para que no le decomisen su cachada. Definamos cachada en términos del Centro: lo que se pueda comprar barato y vender un poquito menos barato. Cachada es un peine y un detergente y papel higiénico y lápices de color y yinas, lo que llegue de baratija a las bodegas de los mercados. Lo que aguanten los hombros y quepa en una carreta. Lo que aguante la nuca y quepa en un canasto.

“Me desalojaron el 15 de febrero”, dice. “Tengo tres hijos”, cuenta. “En el puesto, un día bueno, ganaba $40 libres”, dice. “Ahora, un buen día de andar empujando la carreta y esquivando a los del CAM, hago $15”, cuenta. “Pero, bueno, la vida siempre fue difícil”.

Me detengo en esa frase. Me hace pensar que cuando pensamos este país y sus escándalos políticos que hacen eco en el mundo, ella no existe. Ella no es el centro de nada. No es “terrorista” ni bukelista ni opositora. No tiene Twitter. Nadie le ha dicho nunca foca por apoyar al presidente ni gorgojo por criticarlo. Ella sobrevive, como lleva décadas haciéndolo. Ella no decide. Padece.

La Alcaldía de San Salvador desalojó la mayoría de puestos de la calle Rubén Darío, en junio de 2022. Muchos vendedores perdieron su fuente de ingresos y se quedaron sin acceso al nuevo mercado Hula Hula. Foto de El Faro: Víctor Peña. 
La Alcaldía de San Salvador desalojó la mayoría de puestos de la calle Rubén Darío, en junio de 2022. Muchos vendedores perdieron su fuente de ingresos y se quedaron sin acceso al nuevo mercado Hula Hula. Foto de El Faro: Víctor Peña. 

Le pregunto a secas: “¿Y usted desde cuándo es pobre?”. “Desde siempre soy pobre”, contesta. Le pregunto con dolo: “¿Y en qué gobierno usted no ha sido pobre?”. “¿Yo? Ya le dije que siempre he sido pobre”. En las palabras de la mujer se diluyen tantos intríngulis políticos en los que parece que se va la vida de este país. En la certeza de esa mujer tiembla la contundencia de tantos tuits que parecen, allá arriba del Centro, el único dilema nacional.

Hoy ella es más pobre. ¿Cómo es más pobre? “Comemos menos”. ¿Comen solo granos básicos, pasta, harina y huevo? “Eso es lo que siempre hemos comido, pero ahora comemos menos”. ¿Y carne? “A veces, algún finde, pollo”.  Pero ahora hay más seguridad. “Sí, está menos peligroso, pero nosotros comemos menos”. ¿Y qué piensa de que le hayan quitado su puesto de venta? “Sentí feo”.

Allá arriba del Centro, muy pocas veces entendemos, casi nunca, que el país también es de la gente que sabe resumir su tragedia en menos de 280 caracteres: “comemos menos”. Trece caracteres. “Sentí feo”. Nueve caracteres.

Y la vida continúa destartalándose aquí abajo en el Centro, lejísimos de los escándalos que incluso llegan a oídos de otros presidentes latinoamericanos y despiertan interés de decenas de medios en otros continentes. La vida sigue en su interminable régimen, el de la miseria.

Por la 1° Calle Oriente, en la cuadra conocida como calle Río Soto, abajo del Atol Chuco Griseldita, atrás de las chatarreras, las mujeres semidesnudas siguen cobrando “el servicio” entre $5 y $10. ¿De qué depende? “Del servicio”, explica una de ellas. Doce caracteres.

“Aquí abajo seguimos abajo”, me dice un vendedor de chatarra. Y también me dice: “el que resuelva el Centro resolverá el país”. Me aturdió. No le pregunté más. Tendría que haber preguntado más.

Cerca del mercado Tinetti o allá por los billares de la avenida, los cuartos de mesón aún valen $6 dólares la noche, pero el alquiler por mes, con baño compartido, que es la única opción, aumentó diez dólares y hoy cuesta $120. Las bolsas de jocotes con limón, sal, chile y alguashte, dice una pepenadora, ya solo traen nueve jocotes y no diez por la cora. Y un pepenador de chatarra que solo tenga una carreta sigue ganando, como mucho, $7 si se desloma de cinco de la mañana hasta el mediodía, como aquella mujer, que vendió lo que quedó de su puesto y se fue para arriba a ver “qué putas” hacer.

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