Yo no voy a mentirte, pequeña portera de mi corazón: a mí sí me gustaría ponerte la camisetita a rayas del Águila que te compré y llevarte al estadio. Pintarte esos cachetes tuyos, tan acariciables, con una franja negra y otra naranja. Pasear tu nariz por el camino de carne asada que lleva hacia la taquilla. Verte abrir bien los ojos, como un peluche, en ese exacto y mágico momento cuando uno cruza el portón que lleva hacia los graderíos y aparece en el horizonte esa laguna verde que es la cancha. Comprarte un maní con limón, pero sin chile. Devorarnos un combito de Pollo Campero. Sentir el confeti −espero− cayéndonos en el pelo y oír la voz ronca y omnipresente del locutor que anuncia las alineaciones entre cumbias de Los Hermanos Flores. Y, sobre todo, me gustaría que gritáramos juntos un gol. Que cuando al equipo migueleño le vuelva a dar esa extraña enfermedad de jugar bien de la que se contagió esta temporada, pudieras ver al capitán aguilucho imitando el caminar encorvado de Messi en el Mundial y levantando el trofeo, mientras los parlantes sueltan We are the champions en voz de aquel Freddie Mercury con la que más de alguna vez te dormí cuando estabas más chiquita. De verdad que yo quisiera.
Pero no voy a arriesgarte, mi preciosa campeona. No vale la pena. No te iré a meter a un sitio donde los des-organizadores piensan que somos legos de carne a los que pueden acomodar, donde nos amontonen como ese turista que trata de meter a la fuerza en la maleta todas las camisas, las chanclas, las lociones y las botellas del duty free para balancear el peso y la aerolínea lo deje embarcar. Tú que juegas Minecraft me vas a entender: es como si construyeras un estadio cuadrado y trataras de meter a tus personajes cuadrados con pantalones cuadrados y con boleto cuadrado en portones triangulares. Algo no cuadra. Algo va a pasar. Y no quiero que nos pase.
Si he de alzarte en brazos, prefiero que sea para replicar la escena de El Rey León, no para que puedas respirar entre las masas apretujadas. No quiero verte convertida en un video viral. No quiero verte preguntar preocupada por mamá. Tampoco protagonizar ninguna secuencia de Jurassic Park, a ti que tanto te gustan los dinosaurios, en la que una desbandada arrolla a cuantos humanos se atraviesan frente a ellos. No quiero que vivamos lo del Estadio Cuscatlán el sábado pasado, cuando una estampida de este fútbol, jurásico también, dejó a hijas sin papás con quienes jugar fútbol en el jardín, privándolas de ese lujo que tú y yo todavía nos damos casi cada tarde. Lo pienso y quiero llorar. Lo pienso y más detesto la mente cuadrada tipo Minecraft de los organizadores.
Y no creas: incluso si uno de los de corbata me prometiera que el mismo san Pedro bajará del cielo para controlar la entrada al estadio, tampoco así te llevaría, preciosa. Tampoco así. Porque, a pesar de ese supuesto orden, aún quedarían los fanáticos violentos (así somos en este país, ya te lo he contado, y dos veces). Todavía quedarían los trogloditas, los borrachos, los tirapiedras, los robacamisas, los energúmenos, los quemapólvora, los drogos, los terroristas y los tocamujeres que le quitan al fútbol la vida y lo dejan convertido en cadáver.
Tampoco voy a exponerte a quedar entre Rusia y Ucrania, los países que te conté que están en guerra. No voy a arriesgarte a que un mal domingo los de una barra decidan que los de la otra merecen piedras porque no le van al mismo animal; porque uno es de un águila, otro de un tigre, otro de un elefante y otro de un toro. A que decidan lanzarse misiles hechizos frente a nosotros. A que deba escudar tus 130 centímetros de humanidad con mi cuerpo, mientras huimos como exiliados para que no te alcance el fuego cruzado. A que me veas quitarme la camisa y pedirle prestado un suéter a alguien para taparte la tuya, como mecanismo de defensa para que un daltónico de la razón no nos agreda en nombre de un color.
Por eso te propongo algo, futura Marta Vieira, próxima Alexia Putellas: quedémonos en casa y veamos el fútbol en la tele. Llevarte a ver un partido al estadio, en vivo, no es, hoy por hoy, una actividad apta para niñas de casi nueve años como tú. Ni de niños, ni de abuelos ni de abuelas, ni de familias. Ir a ver un partido es hoy una guerra civil. Es una morgue, un hospital. Es la edad de piedra en este país de balompié estancado a nivel organizativo y pobre a nivel de espectáculo.
O mejor aún: juguémoslo nosotros, pero de local, en la seguridad de nuestro hogar, en el sagrado césped de nuestro patio. Pongamos las porterías de tubería PVC que nos regaló tu tío, apartemos a Dona y a Telo (las tortugas) para que no las golpeemos, escoge tu lado a defender lejos del palito de limón para no lesionarlo, selecciona al Messi imaginario para tu equipo y déjame a mí a Cristiano −ni modo, por eso siempre me ganas− y decidamos si competimos a cinco o a diez goles esta vez. Juguemos fútbol, nada más, como casi cada tarde. Y es probable que en nuestra versión no haya olor a carne asada ni vendedores de maní con limón, ni combitos de Pollo Campero, ni locutor narrando las alineaciones, ni horizontes verdes al entrar por el portón, ni campeón de turno −ojalá Águila− copiando a Messi, ni We are the Champions en altavoces; pero hay algo que sí te puedo asegurar: mañana, después de tus tareas y de mi trabajo, acá estaremos sanos y salvos los dos para volver a jugar otra vez, padre e hija, vivos, respirando. Y eso, en medio de tanto fútbol podrido, es maravilloso.
-Papá, ¿vienes a jugar?
-Ahorita voy…
*Willian Carballo (@WillianConN) es investigador, catedrático, periodista y ensayista salvadoreño. Doctorando en Sociedad de la Información y el Conocimiento y máster en Comunicación. Actualmente es coordinador de Investigación de la Escuela Mónica Herrera y docente de la Maestría en Gestión Estratégica de la Comunicación de la UCA.