1. Todo statu quo es perecedero
Cualquier orden tiene su límite, su frontera, un confín que es en realidad una zona de adyacencia: nunca se sabe cuándo estamos cerca de llegar al otro lado, o si llegaremos; rara vez hay un borde afilado o un precipicio, ningún umbral concreto; y si lo hay nunca se sabe a priori dónde está.
Una comunidad que pone rumbo hacia esa zona de adyacencia es un explorador que atraviesa el desierto en medio de una tormenta de arena: sabe que camina porque arrastra los pies sobre las dunas, pero no tiene conciencia de hacia dónde ni a qué se aproxima. Los vientos desdibujan el horizonte.
Los regímenes, los sistemas, las estructuras sociales, no se rompen ni mueren como las personas, de manera tajante. No tienen una laguna Estigia —“de este lado estás vivo; de este otro, muerto”. Los regímenes, los sistemas, las estructuras sociales se transforman y se desgastan y sobreviven en creencias, conductas y normas informales —y formales— que le legan al futuro y tardan en disolverse.
En procesos como estos hay hitos, puntos de quiebre, coyunturas críticas —bastillas, revueltas y revoluciones, constituciones— casi nunca definitivos. Y son momentos confusos, cargados a la vez de urgencia social y sensación de deriva, cuyos resultados, por desgracia, suelen conocerse solo en retrospectiva. Lo sabemos, y sin embargo siempre esperamos un punto definitivo y reconocible al proceso de cambio, como si fuera posible. Pero no: el final no es casi nunca un acto: es una transición.
El statu quo no se desploma, se descompone; y su degradación está llena de espejismos —como los desiertos— o de sangrientas barricadas —como las fronteras. Así cada democracia es una sucesión de transiciones sin destino predeterminado, pero con rumbo e inercia.
Esas fronteras y esas zonas de adyacencia están gobernadas por un orden extraño, a medio camino entre el conservadurismo y la alucinación. Exudan un aire de promesa aunque, custodiadas por guardianes a veces arbitrarios, a menudo también de imposibilidad.
Todo statu quo es perecedero. Lo cual no dice nada acerca del momento en que habrá de perecer.
Hablemos, entonces, de un país que pisa esa zona de adyacencia, en ese ambiente de posibilidad. Guatemala hoy es algo de eso: no se sabe bien hacia dónde va, si llegará o a qué llegará; o cómo. Pero atraviesa uno de esos instantes entre el recambio político y el desgaste (¿o es fragmentación?) de su vieja y poco flexible élite, que no ha sabido adaptarse a las nuevas estructuras del mundo ni ser visionaria clase dirigente. Hablemos en estos momentos de Guatemala.
2. Toda crisis impone su propio desconcierto
La mañana del lunes 26 de enero de 2018 Dionisio Gutiérrez, el copropietario de la multinacional Pollo Campero, bien conocido por sus pronunciamientos liberales, criticó en una entrevista de radio la implicación de las élites económicas (y de todos) en la antológica podredumbre de Guatemala. De inmediato, Twitter se pobló de memes que caracterizaban al más célebre archimillonario del país como un nuevo Che Guevara.
Las imágenes pretendían subrayar su anexión a la gente, erróneamente tildada de izquierdista o comunista, que apoyaba las investigaciones que comenzaron en 2015 contra la corrupción, la cooptación y la captura del Estado. Desde hacía casi tres años, esas investigaciones habían conducido al encarcelamiento de buena parte del gabinete del expresidente Otto Pérez Molina, este incluido, y al encausamiento de grandes empresarios, muchos de ellos miembros de la alta sociedad guatemalteca.
La extravagancia de igualar a Gutiérrez con el Che sólo sería superada por otra que disfrazara al Che de Fulgencio Batista, pero tenía un sentido: muchas de aquellas imágenes respondían a una voluntad de confundir, orquestada con cuentas falsas en la red social. Había un intento por aprovechar el conservadurismo y el anticomunismo locales para desacreditar las investigaciones contra la corrupción, que estaban llegando demasiado lejos.
Ese ha sido el discurso que han tratado de construir dos gobiernos sucesivos y las élites asediadas por los fiscales desde 2015: que un grupo de izquierdistas sedientos de poder está instrumentalizando la Justicia para lograr, con el apoyo de una presunta neocomunista embajada de los Estados Unidos y, últimamente, también la intervención de Rusia (sí, lo que oyen), aquello que nunca lograron en la guerra o en las urnas: gobernar Guatemala.
O lo que es peor, poner en peligro la forma guatemalteca de ser.
No es baladí: parte de las élites del país cree sinceramente en esa supuesta conspiración. Hace ya algo más de un año, un activista y lobista de la élite económica, luego procesado judicialmente, me describió el panorama que él le comunicaba a los empresarios: el poder en Guatemala, esquematizó en un papel, se repartía entre cinco grupos: los empresarios tradicionales; los emergentes y los políticos; el ejército; el crimen organizado; y la izquierda.
Emergentes y políticos, autosostenibles gracias a la corrupción del presupuesto público, a su juicio eran con diferencia el grupo más poderoso, seguidos a partes iguales por los empresarios tradicionales y el crimen organizado, interesado en el corredor de la droga, las aduanas, la policía y la administración municipal. Veía al ejército recluido en su propio ministerio. Y todo ello dejaba a la izquierda con un espacio ínfimo según sus cálculos, inserta en las cortes de justicia y el Ministerio Público, apenas un tres por ciento del poder.
Pero él sostenía (y muchos le creían) que había un plan para igualarlos a todos con una persecución penal selectiva: el plan nacía en Estados Unidos y empleaba como instrumentos al Ministerio Público y a la Cicig, la comisión creada por Naciones Unidas para investigar la corrupción en Guatemala. Me lo explicó mientras tachaba sobre el papel la división de poder actual y escribía al lado de cada uno de los cinco grupos un 30 por ciento. Esa era la nueva proporción áurea de los gringos: 30 por ciento para cada uno.
Le pregunté si no exageraba al decir que Estados Unidos quería una izquierda tan poderosa como los empresarios tradicionales. Respondió con serenidad que no, que mirara lo que estaban haciendo “alrededor del mundo”. Inquirí entonces, con cierta malicia que él captó sin dificultad, si no había un error en los cálculos, pues sumados los porcentajes de poder de todos los grupos obteníamos el 150 por ciento. Él replicó que no, con cierta sorna y alegría por que lo hubiera notado. Hasta en eso, dijo, se equivocaba Estados Unidos.
De creencias pétreas como estas se podrían derivar las imágenes de Dionisio Gutiérrez travestido como el Che. Pero había otras que seguramente eran resultado de una ironía devastadora, de una expresión que buscaba catarsis en la burla obvia contra esa narrativa. Y aun unas terceras que quizá respondiesen a la misma ofuscación de los tiempos.
Porque más allá de la extravagancia —con la que Gutiérrez mismo bromeó días más tarde cuando en un multitudinario evento suyo sobre la captura del Estado se subió al estrado y se encasquetó una boina guevaresca —, el mapa del 150 por ciento de poder y el presunto plan de la Embajada de Estados Unidos son, incluso para quien no niega la tutela o aun la férrea intervención norteamericana, un síntoma del retorcimiento y la paranoia con que interpreta la actualidad el viejo empresariado guatemalteco. Una cosmovisión que observa la política como una jungla de alianzas en reconstrucción permanente con poderes misteriosos digitando cada paso.
Una inédita liquidez, largamente anunciada y desoída, había sepultado las certezas y sacudido los mitos del mundo previo y empezaba a arrasar con diversas identidades de cada grupo. En el pasado, pocos albergaban dudas de que los buenos fueran los buenos y los malos fueran los malos, pero ahora aquella aristocracia de siempre (la beautiful people, elestablishment económico, la gente que en muchos casos había heredado el mérito propio a través de intrincadas líneas genealógicas) iba pareciéndose cada vez más a los sempiternos villanos (los políticos plebeyos y descastados, los empresarios arribistas, funcionarios de medio pelo).
Las investigaciones de la Justicia habían roto el mundo protegido donde vivieron siempre los poderosos, empujándolos a compartir tribunales y cárceles con los recién llegados. Estaban unidos e igualados insólitamente con una ralea de trepadores a la que siempre habían rechazado, expuestos ante el vulgo, sus rostros —¡sus apellidos! ¡sus fortunas! — escarnecidos en público, procesados por las más variadas formas de corrupción y, algunos, condenados.
Es como si los polos de la Tierra hubieran vagado lejos del lugar en el que permanecieron por eras geológicas, como si el Ecuador se hubiera desplazado de repente, según escribió John McPhee, y los continentes se hubieran dispersado en tantas direcciones que del mundo antiguo no quedara firme un solo punto de referencia.
La persecución penal dinamitó la pax romana del viejo poder guatemalteco, junto con muchas de sus convicciones morales y vitales. Y es tan terrorífico y tan superrealista ver ese pavor —esa confusión— reflejados en el iris de las viejas clases altas capitalinas y sus viejos seguidores, y en sus conversaciones, y en sus intervenciones en la esfera pública, que recuerda a los perturbadores versos de un poema escrito para otra crisis:
That was the year
the small birds in their frail and delicate battalions
committed suicide against the Empire State,
having, in some never-explained manner,
lost their aerial radar, or ignored it.
Y lo que más desconcertaba a algunos, lo que les hacía sentir despellejados en vida, era no saber a ciencia cierta si Dionisio Gutiérrez, esa especie de maverick discursivo de la alta burguesía, estaba enredándoles en la traición irreparable del viejo amigo.
Muchos, no obstante, se convencieron después de que así era.
3. Toda crisis verdadera se rige por el caos
La verdadera crisis desordena relaciones y fuerzas y proyecta las cosas fuera de sus trayectorias. Las relaciones se tornan más inciertas e indeterminadas. Causas y consecuencias abandonan su aparente relación lineal y adoptan una más compleja e impredecible. Lo que antes era impensable se torna de súbito posible, aunque pueda no suceder, y todo se eleva en una vorágine de desasosiego, en un oleaje de convulsión y confusión, en un mezclado vaivén.
Ese caos comenzó a configurarse en Guatemala el 16 de abril de 2015, cuando el Ministerio Público y la Cicig revelaron un caso de corrupción aduanera. Su inmediata trascendencia residía en que implicaba al secretario privado de la vicepresidencia. Una mayor, que detonaría al cabo una serie de multitudinarias protestas y haría sucumbir en septiembre de ese año al gobierno del presidente Otto Pérez, bajo el peso de múltiples acusaciones de corrupción.
Forzar la caída de un gobierno corrupto parece mucho (el país alzó los brazos en un frenesí de justicia, en momentáneo gesto de autocomplacencia cívica), pero no es tanto. O no es nada si solo ello cambia o se descontinúa. O sea, si el sistema, el conjunto de reglas y relaciones que limitan a una sociedad, no cambia y se descontinúa.
Por eso más importante que la caída de la presidencia de Otto Pérez es lo que vino después, cuando el caso aduanero se ramificó ofreciendo evidencias y líneas de investigación que esbozarían un sistema antológicamente corrompido en todas sus partes, en sus elementos y relaciones: no sólo la alta y la baja política, sino la alta economía y la emergente. El Congreso, el Ejecutivo, el Poder Judicial, las alcaldías, los partidos, las entidades de control del Estado, los lavadores de dinero, los más grandes bancos, los más grandes medios de comunicación, los más grandes hoteles, las más grandes telefónicas, las grandes empresas de bebidas, las más grandes y más pequeñas constructoras, los monopolios de materiales de construcción, supermercados, el cartel azucarero, los entonces dirigentes del think tank de la élite económica, todos ellos —todos— acusados. Todos ellos —todos— mezclados de manera abigarrada —La Línea, se llamó la trama— en una endogámica bacanal de delito y corrupción.
Para ser algo selectivo, como alegan los perseguidos, tiene demasiado de total.
Así, lo que empezó como una crisis de gobierno no tardó en convertirse rápidamente en una crisis de sistema y, aunque no ha enterrado nuevos cimientos y ni siquiera ha levantado grandes reformas, por momentos ha rozado tibiamente la crisis de los actores hegemónicos. Los grandes empresarios tradicionales, la élite nacional por antonomasia, vieron difuminarse su aureola de santidad, su poder de convocatoria y buena parte de su prestigio tras aquella investigación de 2015.
La gente salió entonces a la calle a protestar pese a que el poder económico vetó la iniciativa. Una encuesta evidenció por primera vez que más de la mitad de la población no les tenía confianza. Su explicación del orden dado comenzó a sonar parcial, más encubridora que esclarecedora, como quien ofrece una teoría pero entrega apenas un dudoso axioma, un lema, propaganda; y así perdió fuelle. Muchos dejaron entonces de aceptar como suficiente aquello que de una u otra forma han pregonado o insinuado los grandes empresarios durante décadas: lo que del país no funciona se debe a los políticos, irresponsables y corruptos , dirían ellos ; lo que del país nos gusta, a nosotros: expertos, esforzados y productivos. Nuestro es el mérito. Nuestro norte es el norte. Nuestro bien, el de todos. Dennos más poder, más espacio, por el bien de todos.
Entonces también comenzaron a vérsele con mucha mayor claridad las costuras a este discurso y los vasos comunicantes a la corrupción. Y desde entonces, aunque han intentado reconstruirlo y reaccionado para controlar su propio destino y evitar las investigaciones penales y la cárcel, el antiguo poder guatemalteco se ha asomado repetidamente al abismo. La vieja arena de las sospechas ha fraguado con el concreto de las evidencias y las confesiones: algunos empresarios han tenido que pagar decenas de millones de dólares por fraude fiscal; otros, buena parte de ellos directivos del principal think tank empresarial, acosados por las pruebas de la fiscalía, se han visto obligados a reconocer que financiaron de anónima al partido de gobierno. Las razones que dieron para justificarse sonaron a una excusa increíble: dijeron, de nuevo, que lo habían hecho por el bien de todos , que la amenaza populista se cernía sobre nosotros. Guatemala, sostuvieron, merecía el sacrificio —su benefactor y sombrío fraude a la democracia.
Toda crisis verdadera produce caos y se rige por él: desordena relaciones y fuerzas y proyecta las cosas fuera de sus trayectorias. Incluso hasta 2016 no era difícil interpretar la economía política nacional a partir de la tensión entre empresarios tradicionales y emergentes en medio de un nuevo orden geopolítico confuso. Era una categorización tosca, que ocultaba las múltiples divisiones internas en subgrupos cuyos intereses divergían en el detalle, en el origen y en las formas, pero permitía vislumbrar líneas maestras de hostilidades libradas imperceptiblemente durante dos décadas como conflictos de baja intensidad. Regulaciones que obstaculizaban la competencia, por ejemplo; o la disputa por los activos de algún banco, o por segmentos de mercado, o por tratados de libre comercio.
Las riquezas y recursos del Estado —legislativos, administrativos, judiciales: diputados, ministros, directores, magistrados: leyes, reglamentos, contratos, sentencias—, que antes se repartían de forma desigual entre una añeja élite empresarial y los militares, irrigaban ahora segmentos nuevos, más complejos y múltiples. Poco a poco, década tras década, los hombres de negocios de la periferia del país irrumpieron en (o rompieron con) la capital, restándole poder e interés. El Congreso vio también cómo las curules se llenaban con políticos del interior que no respondían a los dueños tradicionales de Guatemala.
El país se volvió policéntrico. Con eso emergió un empresariado y una forma de organización nuevas que llegaban para integrarse a los viejos mandarines o a dinamitar la vieja jerarquía de los negocios mientras esos viejos líderes languidecían en sus haciendas o bregaban por abrirse un hueco en la economía transnacional. Y aunque la maraña de alianzas y hostilidades era intrincada y cada vez contenía más mezcla, prevalecía la impresión de que había dos bandos, aun si sus bordes eran difusos y estaban mal definidos por un cóctel de etnia, clase, origen geográfico y la profundidad de sus raíces en la historia nacional: el de las fortunas patronímicas, que ya habían erigido su mito fundacional, y el de los arribistas, que peleaban por acumular riquezas grandes todavía sin leyenda.
Pero había una disputa todavía más significativa, soterrada. Menos evidente para la población, los capitales antiguos intentaban esgrimir contra los nuevos un Estado y un mercado a los cuales habían dado forma durante décadas —si es que no eran siglos—, mientras estos últimos recurrían con mayor frecuencia a la corrupción de servidores públicos o de dignatarios para abrirse la posibilidad de competir. Esa fue la nueva Guatemala que nació y la que tenemos hoy: grosso modo, la Guatemala de la captura del Estado versus la Guatemala de la cooptación.
Las crisis reorganizan lealtades y alianzas. En un viaje, como escribe Claudio Magris, “alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros”. De la misma manera acontece en una crisis: lo que parecía idéntico se transmuta en extraño: cada grupo, como un nuevo planeta tras una colisión, comienza a orbitar sobre un nuevo eje, separado de sus vecinos milenarios —quizá expelidos a un nuevo sistema o galaxia—, y responde a la fuerza gravitacional de unas prioridades hasta entonces inexistentes, nunca predecibles en detalle.
Si la vieja prioridad del gran empresariado guatemalteco era tan prosaica que podía condensarse en la vieja idea de maximizar los beneficios con el esfuerzo mínimo, la emergida desde 2016 parece más urgente y desesperada: salvar el pellejo. De cuánta filosofía y prospectiva se le insufle a esa expresión, y a qué proporción del mundo incluya cada quien en ella —si solo a uno mismo, o también a una buena parte del prójimo—, dependerá, entre otras cosas, la futura alineación de los planetas. Esto es, la nueva configuración del poder en el país.
De momento, unidas e igualadas en preocupaciones, persecuciones y penas, las antiguas facciones del empresariado guatemalteco se están rompiendo y reconfigurando. Pocos dan la cara o hacen públicas sus verdaderas adhesiones pues el escenario está convulso y casi nadie mostrará sus cartas hasta saber quién ganará.
Algunos empresarios se han puesto más cerca de los políticos y militares retirados que tratan de procurarse impunidad y reeleción en el Congreso, el Ejecutivo y en la Corte Suprema de Justicia. Todos lloraron en un momento de orfandad por la pérdida del Gran Aglutinador, el alcalde capitalino Álvaro Arzú. Oligarca criollo, siempre cercano al Ejército, privatizador que vendió a los emergentes las viejas empresas públicas —también sospechoso de corrupción—, Arzú falleció el 27 de abril de 2018, víctima de un infarto mientras jugaba al golf. Su muerte fue un símbolo: a su entierro fueron todos, tal vez a lamentar su muerte pero quizás también a ver cómo con él se iba también una porción del pasado en que dominaban sin discusión.
En los últimos tiempos, sin embargo, han comenzado a desmantelar un Ministerio de Gobernación y una Policía que habían logrado reducir los homicidios a la mitad en menos de diez años, han puesto en marcha operaciones psicológicas y de espionaje contra activistas, periodistas y reformadores, propias de los 70 y los 80, y desde que el presidente, Jimmy Morales, y el ministro de Gobernación, Enrique Degenhart, tildaron de criminal a una organización campesina que pide la nacionalización de la energía eléctrica y aspira a participar en las elecciones, y llamaron a combatirla, media docena de sus miembros han sido asesinados, sin que las instituciones de justicia quieran ver en ello más que casos inconexos.
Ahora, cuando se preparan para controlar la institución de la que dependen los finiquitos para que ex cargos públicos opositores puedan optar a nuevos puestos en un nuevo gobierno, han anunciado que no renovarán el mandato de la Cicig en 2019 días después de que el Ministerio Público volviera a solicitar que el Congreso le retire la inmunidad al Presidente. Tanto algunas insinuaciones de Jimmy Morales cuanto lo poco táctico del anuncio sugieren la posibilidad de que, en realidad, hubieran tramado la inmediata expulsión de Iván Velásquez y el control de la Corte de Constitucionalidad. La escenografía, con militares sirviendo de fondo a la conferencia de prensa de Jimmy Morales e intimidantes tanquetas frente la comisión internacional y la embajada de Estados Unidos, reforzaban la idea de que planeaban algo que se asemejaba mucho a un golpe de Estado, como ha escrito el excanciller Edgar Gutiérrez, y que salió mal por la intervención del gobierno norteamericano.
Otros empresarios, como Dionisio Gutiérrez o algunos de los que llegaron hace poco a dirigir Fundesa, el think tank empresarial, se han colocado junto al Ministerio Público que hasta mayo dirigía Thelma Aldana y ahora Consuelo Porras, la Cicig, el Procurador de los Derechos Humanos, múltiples organizaciones de la sociedad civil, y la embajada de los Estados Unidos (émbolo de la migración, pistón de la política regional); promoviendo reformas al sistema y acaso tratando de obtener reducciones de penas para sus delitos.
Y aun hay otros, un tercer grupo de empresarios (¿los últimos serán los primeros?), con un pie a cada lado de la divisoria.
Rara vez estas alianzas nuevas y forzosas resultan algo más que uniones convenencieras e inestables, a menos que las consoliden la fuerza de la costumbre, la confianza, y la convicción.
O la traición irreparable del viejo amigo.
4. Una crisis es siempre también una crisis narrativa
Todo resulta difícil de comprender, pero mucho más difícil de aceptar, para aquellos cuyo mundo está siendo desahuciado del Presente, sea en modo parcial o completo, definitivo o transitorio.
La crisis de Guatemala, que es política y social, es también identitaria y narrativa; es decir, un problema en la ordenación de causas, efectos, acciones y relaciones: los viejos relatos que les contaban, los verbos y sustantivos que describían su territorio y su posición en él, se han deformado o han perdido sustancia ante una nueva realidad que les escamotea la importancia que siempre creyeron merecer o no los toma demasiado en serio.
Las palabras iluminan el mundo y en Guatemala algunos términos están cambiando. Aquellos vocablos y gentes del Pasado parecen ahora hijos de un filósofo trastornado: Linaje, Herencia, Blancura, Crianza, Aristocracia, Nacionalismo, Seguridad Nacional, Unidad Nacional, Soberanía Nacional, Autoridad, Superioridad, Vagancia, Sector Productivo. Habitaban un mundo anquilosado en el que la rueda del tiempo ha comenzado de repente a correr, y sienten el vértigo y la náusea de la velocidad que lo distorsiona todo.
Ya no da tiempo de asumir los nuevos Ídolos propuestos para sustituir aquellos —Certeza Jurídica, República (como alternativa a la Democracia, no a la Monarquía), Debido Proceso, Competitividad— antes de que el falso lustre de sus ideólogos ardiera en el altar de los tribunales. Por eso, ante la erosión de sus viejos tótems políticos, económicos o raciales, vuelve la vista hacia el pilar conservador que sigue intacto –la religión– y tratan de apropiarse cínicamente de sus conceptos: Familia, Vida, Anti-Aborto .
Quien antaño sabía contarse y relacionarse narrativamente con el mundo —y ese quien incluye tanto a la élite tradicional como a la conservadora clase media-alta capitalina— ha perdido la voz y la palabra, y ahora vive instalado en una frontera permanente que no tiene país, en una frontera sin una nación que calme el nacionalismo visceral; o mejor dicho, en una zona de adyacencia sin límite, en busca de asidero.
Toda frontera nos delimita y separa. Toda zona de adyacencia es crepuscular y nos reúne en una misma confusión, la del ocaso y el alba. La crisis, narrativa y lingüística, también alcanza a aquellos otros, los del otro extremo de la zona de adyacencia. Aquellos otros: los que lejos de haber sido desahuciados del Presente, aún no han logrado entrar: aquellos cuyo presente aún no se ha instalado en el mundo: los nuevos.
Ellos tampoco han pulido aún un relato arrasador, del todo convincente, para una nueva época. Sólo disponen de conceptos centelleantes, potentes, pero fungibles: Cooptación del Estado, la Plaza, Pacto de Corruptos, Nueva Política. Y los más audaces y desoídos, los que Baricco llamaría “los bárbaros”: Desigualdad, Refundación. Ideas funcionariales, con la excepción de la última de cada serie. Nociones claras y eficaces como una hoja de Excel; y con la misma dosis de poesía; e igual de visionarias: no hay ningún destello de esperanza futura en ellas, ninguna fuerza perlocutiva, o poiesis. Menos todavía, un sendero.
Vivimos en un momento conocido y a la vez radicalmente distinto, en un borde que puede ser una simple digresión de la Historia o un nuevo argumento; y en este instante, como dicen los italianos, la distancia más corta entre dos puntos tiene forma de arabesco.
O de fractal.
5. Nadando en ella, es inescrutable de qué tipo es la crisis.
Esta ha sido una crisis de gobierno, de Estado, se ha dicho.
Algunos nos hemos aventurado a añadir que por momentos ha rozado la crisis de sistema. Menos se ha mencionado la expresión “crisis de hegemonía”. La duda es si esta es también una crisis de valores. Y si lo es, ¿de qué valores?
O ¿no es más que un asunto superficial? ¿Un reajuste capitalista que arrasará a la oligarquía y burguesía más terruñera y atrasada y preparará el terreno para esa otra más sofisticada y con aspiraciones transnacionales?
Las señales son confusas y depende mucho de adónde y qué se mire, si dentro de las élites o a toda la población.
El último Latinobarómetro, la principal encuesta de cultura política de la región, ilumina algunos rincones, aunque no los cruciales, para responder a estas preguntas. El apoyo a la democracia se encuentra en América Latina en su punto más bajo desde 2004. Con el 48% de la población a favor, Guatemala es, entre los países encuestados, uno de los menos favorables a esta forma de gobierno. En 2014, un año antes de las manifestaciones multitudinarias contra la corrupción, el apoyo se situaba en el 63%.
En cambio, pese a la mala imagen del Gobierno actual, 49% de los guatemaltecos apoya los golpes militares y un cuarto del país los golpes ejecutivos, mientras los partidos apenas tienen la confianza del 15% de la nación. En ese mejunje de ideas no extraña tampoco que la confianza en los medios haya mejorado once puntos (hasta el 58%, aunque casi un cuarto de los guatemaltecos cree que hay demasiada libertad de prensa) mientras la Cicig tiene respaldo del 70% de la población.
Aunque el aprecio a la tolerancia, el derecho a protestar, a votar, a hacer un discurso y a ser candidato siguen entre los más bajos de la región, están en escarpado auge. Y sin embargo la confianza en las instituciones políticas se deteriora conforme más urbana, rica y educada es la población, lo cual no parece tener mayor efecto en cuánto se participa.
6. Nunca jures que una crisis es superficial
Nadie que tenga la intención de parecer un ensayista serio puede hablar de crisis sin dejar sembrada en algún lado una buena cita de Antonio Gramsci, así que aquí va:
“La crisis crea situaciones inmediatas peligrosas, porque los diversos estratos de la población no poseen la misma capacidad de orientarse rápidamente y de reorganizarse con el mismo ritmo. La clase tradicional dirigente, que tiene un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reabsorbe el control que se le estaba escapando con una celeridad mayor que la que poseen las bases subalternas; hace incluso sacrificios, se expone a un futuro oscuro con promesas demagógicas, pero conserva el poder, lo refuerza por el momento, y se sirve de él para aniquilar al adversario y dispersar a su personal de dirección, que no puede ser muy numeroso ni muy adiestrado. El hecho de que las tropas de muchos partidos pasen a colocarse bajo la bandera de un partido único que mejor represente y resuma las necesidades de toda la clase es un fenómeno orgánico y normal, aunque su ritmo sea rapidísimo y casi fulminante en comparación con tiempos tranquilos: representa la fusión de todo un grupo social bajo una única dirección considerada la única capaz de resolver un problema dominante existencia y de alejar un peligro mortal.”
“El capital tradicional está desprestigiado”, me dijo a finales de 2016 un integrante del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (Cacif), la patronal que funciona como proxy y partido político no reconocido de la élite tradicional de Guatemala. “Pero tiene organizaciones e instituciones que pueden permitirle recomponerse. Eso te da estabilidad. Los emergentes nunca fraguaron nada parecido”, advirtió.
Dicho de otro modo, los empresarios emergentes son todavía un grupúsculo espontáneo de mecánicos mientras los tradicionales son una cadena de producción industrial. Estos últimos poseen dirigencias intermedias, un eslabón ausente en la mayoría de los actores políticos, salvo en los propios partidos. Y su aparato se compone de redes de conocimiento, contactos, dinero, información, propaganda, y para cada función distinta crean entidades que aportan aplomo y presencia.
Esas organizaciones, aunque se aparten entre sí en los detalles, operan, más que en serie, en paralelo: centros de pensamiento y propuesta, iniciativas de asistencia técnica a los organismos del Estado guatemalteco, medios de comunicación, ONG, instituciones civiles, organizaciones ambientalistas de libre mercado, universidades. Son, en definitiva, una estructura creada para “organizar el consentimiento”, como lo ha llamado el investigador de la Universidad Rafael Landívar Fernando Valdez en su libro El gobierno de la élites globales, donde analiza los casos de Guatemala, El Salvador y Honduras.
¿Pero qué pasa si se rompe esa cadena de montaje, qué pasa si se divide la élite que la dirigía? La ruptura, que ha sido paulatina y en zigzag, se ha hecho evidente en el seno del Cacif, tal vez el instrumento más poderoso pero también el más desprestigiado de todos cuantos ha logrado construir el viejo gran empresariado.
En mayo de 2018, tras casi un año de aparentes dudas y manotazos al vacío, el sector más reaccionario y acorralado del gran capital parece haber recuperado su control, al punto de que la patronal manifestó su agrado ante la petición del gobierno del presidente Jimmy Morales de que Suecia y Venezuela retiraran sus embajadores. Morales amenazó con declararlos persona non grata pues creía que ambos países, agua y aceite en la vida real, participan de una conspiración izquierdista global contra Guatemala, en parte porque las dos naciones abogan por los movimientos campesinos e indígena de defensa del territorio, que obstaculizan el avance de los intereses empresariales. Ya antes había desarrollado una guerra subrepticia contra la coordinadora del sistema de Naciones Unidas y el representante del alto comisionado para los derechos humanos, que también le estorbaban.
Esta postura del Cacif, menos prudente y más herido que en ocasiones anteriores, ha sido de una estridencia difícilmente posible años atrás, cuando cada pronunciamiento dependía de un consenso entre facciones menos homogéneas. Ese tipo de actitudes rudimentarias eran más propias de la Cámara del Agro o la Asociación de Azucareros, que de hecho prepara ahora la última fase de un embate contra el informe de desarrollo humano 2015/16, Más allá del conflicto: luchas por el bienestar, elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
Algo parecido ocurre con el aval que Cacif y la Cámara de Industria han otorgado, de inmediato y sin mención a las maniobras militares, al anuncio presidencial de no ampliar el mandato de la Cicig en 2019. Pero no es un detalle que menor tres días después Fundesa, el centro empresarial de pensamiento que durante años ha servido como cámara de eco, no se anime a refrendar ese apoyo.
Puede que ahora Cacif haya ganado celeridad y reciedumbre (se han deshecho de la disidencia centrista y se han quedado con un núcleo duro), pero es probable que les lleve a una esquina en la que no encuentren la misma legitimidad ni audiencia del pasado. Irrelevante ya para muchos grandes empresarios, Cacif verá erosionada su posición como voz unificadora y de autoridad. Por otra parte, en esa cadena de producción industrial del consentimiento, la patronal es algo así como el ariete en un ejército de asedio: es crucial, pero no lo es todo y cabe dudar de qué fuerza pueda tener por sí solo si cada una de las partes del viejo aparato abandonan su funcionamiento pulcro y armonioso y se organizan con objetivos divergentes, incluso contradictorios.
Ese aparato de producción de consentimiento, de hecho, ya empieza a toser como una vieja locomotora ante los retos de la era digital (la violencia y las ardides más burdas del derecho se han convertido de nuevo en necesarias para gobernar). Y ante una ruptura así, necesaria para que algunos sobrevivan y crezcan, es probable que unos grupos saldrán moribundos, y otros, con fuerzas para resurgir, primordialmente debilitados.
Epílogo. Esperando a los bárbaros
Todo statu quo es perecedero, y sin embargo no se sabe quién lo hará perecer ni cómo ni cuándo.
Pero algo sabemos: Es posible destronar al Emperador hirviendo agua de mar en una tetera. Es posible. “Dada la combinación exacta de estrategia, circunstancia, puntualidad y suerte, es posible, a veces”, dice Timothy Garton Ash en su epílogo a Civil Resistance and Power Politics.
Es decir, la resistencia civil (es decir, la resistencia pacífica) puede tener éxito.
Es posible.
Con suerte.
Con mucha suerte.
Con tiempo —y otros ingredientes: la resistencia civil pacífica casi nunca opera en solitario ni en el vacío.
Ni el déspota mejor armado puede gobernar sin la mínima cooperación de los gobernados, sugería el filósofo francés Etienne de la Boétie en Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Con el tiempo, la idea del déspota se ha ido sofisticando y despersonalizando, pero la intuición sigue vigente. “La resistencia pacífica consiste en despojar a los poderosos de las fuentes más profundas de su poder, burlando sus instrumentos coercitivos más visibles”, señala Garton Ash, y continúa: “Gene Sharp lo ha descrito como un ‘jiu-jitsu político’. Para lograr este resultado, emplea lo que Václav Havel, escritor disidente durante el comunismo, llamó con fortuna ‘el poder de los sin poder’. Cuando funciona, exhibe lo que podría llamarse ‘la impotencia de los poderosos’”.
Pasadas las espumosas pero vitriólicas semanas de protesta y emoción colectiva de 2015 en las que las calles de Guatemala elevaban tanto reclamos de reformas institucionales como impugnaciones totales del sistema, pasados aquellos instantes en que la gente ordinaria hace cosas extraordinarias (los estudiantes, por ejemplo, “impacientes”, “intrépidos”, “idealistas”; los campesinos organizados, pacientes, intrépidos, abandonados) y asume el papel de vanguardia, pasados aquellos instantes en que la gente, reunida en erupciones furiosas, labraba su propia historia, o sentía que lo hacía, pasado todo aquel 2015, muchos dibujan una mueca cínica en sus labios y lo dan todo por perdido. Nada valió nada, dicen. Fue todo un espejismo, un señuelo y un engaño, dicen. Una forma de gatopardismo.
Miran (miramos) alrededor: en 2018, los estudiantes, en general, han ya dejado de serlo, los jóvenes han dejado de serlo, y algunos de ellos se han incorporado al debate político con pleno derecho, pero menos audaces, menos impacientes, más pragmáticos. Miran (miramos) alrededor: en 2018, los campesinos organizados, en general, no han dejado de serlo, ni de hacer lo que siempre han hecho: trabajar de sol a sol, y rebelarse ante su exclusión exasperante. Y nada de peso ha acontecido o ha cuajado, concluyen (concluimos).
Pero como en toda revolución pacífica, aquel rugido inicial y multitudinario de las marchas de 2015, no es más que la primera fase. Luego cada una puede seguir cursos distintos hacia el triunfo o hacia la derrota. Casi nunca nada se ha decidido en esos momentos iniciales, sean meses o años. “Ha habido episodios […] en los que fácilmente podemos pensar que se ha perdido la causa, y sin embargo, en última instancia, las reverberaciones un fracaso aparente resultan contribuyendo veintiún años después a una transferencia de poder”, subraya Adam Roberts en la introducción de Civil Resistance and Power Politics. Esta misma circunstancia hace, como explica Garton Ash, que muchos se pregunten hasta qué punto una victoria final, alcanzada con décadas de distancia con respecto a los sucesos originales, pueda atribuírsele a la lucha y no a otros factores ajenos a ella.
Una manera de medir el éxito de las acciones no violentas suele ser comparar las metas que se pusieron los protagonistas. Los objetivos más difundidos de aquellas manifestaciones apuntaban a la renuncia y la persecución penal de los gobernantes guatemaltecos y el rechazo a los candidatos presidenciales conocidos. Aunque muchos considerábamos aquellas metas insuficientes e incluso desenfocadas, una compleja combinación de factores, entre los que incluyo las protestas, condujeron a las consecuencias que muchos deseaban.
Hay formas de aproximarse a la lucha.
Por regla general, escribe Alessandro Baricco en Los bárbaros, los combatientes batallan para controlar los puntos estratégicos del mapa. Pero “aquí, de una forma más radical”, continúa, “parece que los agresores están haciendo algo mucho más profundo: están cambiando el mapa. Tal vez ya lo hayan cambiado.” Los agresores, los bárbaros, los que vienen de fuera de la civilización (de lo aceptado) y pretenden destruir el mundo conocido.
Esa idea, inequívoca en el mundo que describe de Baricco, es más ambigua para este ensayo, creo, porque yo no tengo del todo claro qué significa aquí y ahora “cambiar el mapa” en Guatemala, o mejor dicho, concibo por lo menos dos formas de cambiarlo, en absoluto homologables, tal vez incluso opuestas, o reñidas, al menos.
La reformista.
La refundadora o refundacional.
La primera, mainstream, encabezada por élites sumamente capitalinas: empresarios, funcionarios, políticos, periodistas, académicos, oenegeros, embajadas, la Cicig, y algunos estudiantes que se tornaron activistas.
La segunda, en los espaciosos y escarpados márgenes del sistema, liderada por algunos movimientos de campesinos indígenas y respaldada por activistas y académicos.
Y creo que si algunos de los reformistas —de nuevo, algunos— no están entre los refundadores no es tanto porque no compartan sus objetivos —como cuestionar el modelo de desarrollo— cuanto porque juzgan que el riesgo de fracasar y estancarse es alto e inasumible. Tampoco son ajenos a esa distancia elementos relacionados con sus propias historias de subordinación e insubordinación, su clase, género y etnia. Muchos de los refundadores, en cambio, sostienen con aplomo que en el mejor de los casos la agenda reformista, con su obsesión por el posibilismo, la eficiencia de la gestión pública y la lucha contra la corrupción, constituye apenas una manera de actualizar “el Estado neoliberal”, y en el peor, que es un grupo cooptado.
Y aunque bien pudiera ser, como sostienen algunos, que los primeros no quisieran cambiar el mapa, sino sólo algunas fronteras y gobernantes e impulsar una rotación de élites, y que los segundos no estén interesados solamente en tomar el poder sino en desarrollar un proyecto que trasciende lo “anti” para convertirse en una propuesta alternativa, lo interesante es que ambos creen que sus objetivos pasan por acceder al gobierno y las instituciones de Guatemala. Sin apelar a las armas. Con un sistema electoral podrido de vicios.
Quizá sólo sea que lo que algunos tienen de pacientes otros lo tienen de impacientes, y con razón. O quizá tenga que ver con diferencias de cálculo. Nadie sabe a ciencia cierta cómo enfrentar al adversario, porque la historia no se repite nunca con exactitud. La habilidad estratégica de quienes proponen el cambio puede generar, con el tiempo, nuevos espacios de oportunidad, mientras que la de quienes defienden el statu quo puede clausurar los que ya existían, escribe Garton Ash: “Es la combinación de una buena dramaturgia estratégica con una buena estructura de oportunidades lo que produce la probabilidad, aunque nunca la certeza, de cambios significativos”.
En La sociedad de la transparencia, Byung-Chul Han, citando a Giorgio Agamben, recuerda una alegoría que Walter Benjamin le contó a Ernst Bloch:
“ Un rabino, un verdadero cabalista, dijo una vez: para instaurar el reino de la paz no es necesario destruir todo y dar inicio a un mundo completamente nuevo; basta empujar solo un poquito esta taza o este arbusto o aquella piedra, y así con todas las cosas. Pero este poquito es tan difícil de realizar y su medida tan difícil de encontrar que, por lo que respecta al mundo, los hombres no pueden hacerlo y por eso es necesario que llegue el Mesías”.
Y añade Han:
“ Las cosas solo se desplazarán un poco para establecer el reino de la paz. Y Agamben advierte que este pequeño cambio tiene lugar no en las cosas mismas, sino en sus ‘márgenes’. Pero el cambio les confiere un «resplandor» misterioso. Esta ‘aureola’ surge mediante un ‘estremecerse’, mediante un ‘irisarse’ en sus márgenes. Continuando los pensamientos de Agamben podemos decir que el ligero temblor hace que se produzca una falta de claridad, que la cosa se cubra con un brillo misterioso a partir de los márgenes.”
Basta con empujar un poco esta taza o este arbusto o aquella piedra. Pero es tan difícil encontrar esa medida que se necesita un Mesías. Alguien superior al hombre. A menos de un año para las elecciones general, la exfiscal general Thelma Aldana comienza a prefigurarse como el mesías (la mesías demasiado terrena) que aglutine a los reformistas y constituya su esperanza electoral: ella, hace poco, se ha definido como de derecha, “pero de una derecha avanzada que cree en la igualdad”.
Pero Aldana está en el centro.
Y en los márgenes, en cambio, los refundadores.
Así que el asunto clave ahora es el que plantea Alejandro Flores en Defender la sociedad: cómo forjar una coalición que destierre el fascismo sin suponer que ya llegamos al fin de la Historia; cómo crear en Guatemala una sociedad que no suprima por la fuerza el desacuerdo y la desobediencia, que no privilegie al fuerte; cómo construir un Estado que, a diferencia del actual, no planifique y administre la violencia en contra de los excluidos que se organizan políticamente. Y la duda es si a eso apuntan las alianzas actuales que pregonan el cambio.
Quizá, incluso, el cambio guatemalteco dependa de la polinización cruzada entre ambas opciones. No porque congenien bien (entre los proyectos refundacional y reformista no hay necesariamente una contradicción lógica irresoluble, aunque sí entre los fines de algunos de los que las impulsan), sino porque su combinación desgaste al principal adversario.
La resistencia civil y sus resultados, añade Garton Ash, depende de cómo se resuelva la interacción entre dos tipos de actores históricos poco trascendentales en la política diaria de las democracias liberales, pero fundamentales en este tipo de coyunturas: de un lado, los colectivos amorfos que se manifiestan públicamente, de forma directa e impredecible; del otro, individuos que, con grandeza o sin ella, pueden desempeñar un papel decisivo de liderazgo, y a menudo se ven obligados a resolver acertijos estratégicos en la incertidumbre más oscura. ¿Tiene Guatemala estos ingredientes?
La alianza proimpunidad ha introducido una nueva desazón y un nuevo estrépito con las sórdidas imágenes marciales del viernes y el anuncio de que no renovará el mandato de la Cicig. Esto último ya lo había hecho el expresidente Otto Pérez Molina durante su mandato, pero la Cicig sigue y Pérez la observa desde la cárcel. La Fiscal General, Consuelo Porras, en la que tenían puestas sus ilusiones, las dinamitó atreviéndose a pedir antejuicio contra el Presidente. Y si bien el Congreso trabaja en reformas que liberarían de condena a empresarios, diputados y líderes políticos, y permitirían la reelección de los tránsfugas, prohibida durante esta misma legislatura, sobre varios partidos pesa la amenaza de la cancelación, incluido el apoyado por Dionisio Gutiérrez y que podría ser el que alojara a Thelma Aldana. Si se cumple a tiempo, la desaparición de los partidos cegará buena parte de sus estrategias actuales. Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos emite mensajes inconsistentes y el comisionado contra la impunidad pone rumbo a Washington en medio de una turbulenta crisis para atender una agenda de trabajo que, según su portavoz, tenía ya prevista desde hace semanas.
La intensidad de estos momentos es suprema. Procesos longevos se dirimen en tiempos y plazos críticos que duran a veces horas o minutos, y vuelven constante el estrés, el hastío y el vaivén entre esperanza y desilusión. Todos se sienten constantemente vapuleados.
“A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos”, escribe Magris. Guatemala calla y Guatemala se manifiesta en estos días que ya son años, más histriónica que hierática, y es imposible saber qué es logos y qué es ruido, qué futuro y qué las sobras de un pasado que se extingue.
Pero entre el griterío, emerge el principio físico de la flecha del tiempo: el mundo discurre sin interrupción del pasado hacia el futuro. En una de sus últimas campañas electorales, el alcalde fallecido, el Gran Aglutinador de las fuerzas corruptas y reaccionarias, el último cacique de los criollos, compitió con el lema “Arzú es orden”. El pasado, se deriva de la segunda ley de la termodinámica, es ordenado. Ese orden y concentración de la energía a veces parece irse disolviendo poco a poco en Guatemala, felizmente, en una entropía libre y sin amarras. En un caos en busca de sentido.
Y a veces no.
Porque el proceso es frágil, tan frágil como la Cicig, las elecciones o la ciudadanía.
Porque es volátil, tanto como la voluntad del presidente de los Estados Unidos.
Porque el proceso es frágil y un poco cuántico y en él todo está a la vez vivo y muerto.
7. No es inteligente usar metáforas de la Física para explicar fenómenos sociales.
Pero entretiene.
Y por fin la pregunta
Me pregunto yo: ¿vive Guatemala tiempos disyuntivos?
Una coyuntura crítica es una suspensión de la inercia, un paréntesis temporal, una posible digresión, producto de una dislocación del poder y el orden establecidos. Una coyuntura crítica es una cesura en el presente, o mejor dicho, en lo que aún permanece y late del pasado. Es un momento en que el tiempo se espesa. Un momento liminal, de posible tránsito. Una crisis que abre caminos y obliga a explorarlos; caminos que frente a nosotros se bifurcan, se trifurcan, y una de las rutas está menos transitada, y nos toca escoger.
¿Vive Guatemala una coyuntura crítica?
¿Vivimos, acaso, en tiempos disyuntivos?, se pregunta el politólogo Fernando Valdez en un libro aún inédito. “El resultado del proceso en curso”, dice, “es impredecible toda vez que en una secuencia de camino dependiente los eventos iniciales tienden a ser contingentes, inexplicables desde los hechos previos.”
¿Vive Guatemala una coyuntura crítica? ¿Vivimos, acaso, en tiempos disyuntivos?
“A campo raso llueve y nieva”, dice un personaje de una novela. “Nieva Historia”.
Vale para Guatemala.
El aire se espesa.
Se espesa el tiempo.
*Enrique Naveda es coordinador general del periódico guatemalteco Plaza Pública. Este texto es parte de una serie de crónicas y ensayos sobre el poder económico en Centroamérica, coordinada y editada para El Faro por el periodista y escritor Diego Fonseca.