Diga lo que diga la propaganda oficial, la realidad que cuentan las historias periodísticas de las últimas semanas sugiere que las decisiones del Gobierno de El Salvador son más un esfuerzo por acumular y demostrar poder —y por desmantelar progresivamente nuestra democracia— que por hacer frente a la pandemia.
Han pasado los días en que la velocidad de su respuesta generaba aplausos dentro y fuera del país. No se puede quitar mérito a las cifras actuales de contagios y muertes por COVID-19, relativamente contenidas, pero dos meses después de las primeras medidas preventivas hoy imperan el desorden sanitario y financiero y una absoluta falta de claridad estratégica.
Hay falta de equipo adecuado en los hospitales; ausencia de protocolos sanitarios; negligencias médicas y administrativas; escenas de caos en los centros de contención en los que el Ejecutivo mantiene a miles de personas en cuarentena forzada; cientos de denuncias de arbitrariedades de las fuerzas de seguridad; ausencia de planes para reactivar la economía; y nula transparencia en la administración de los fondos destinados la emergencia. Fondos que los salvadoreños seguiremos pagando décadas después de que Nayib Bukele deje la Presidencia.
Solo esta semana, este periódico publicó la historia de un hombre que se contagió del virus en un centro de contención y murió en un hospital público tras una larga cadena de negligencias de las autoridades; la de una mujer detenida por la policía a dos metros de la puerta de su casa, mientras esperaba a que su hijo de cuatro años terminara de usar la letrina externa de su vivienda, y que sigue retenida en un centro de contención a pesar de que la Corte Suprema de Justicia ha ordenado su liberación y retorno a casa; y la del centro de contención instalado en el Tabernáculo Bíblico Bautista, en el que cientos de personas han enfrentado condiciones de hacinamiento y un grupo de matones mantiene sometidos a los otros internos a golpes y amenazas.
Hemos recibido denuncias de situaciones similares en otros centros de contención creados y administrados por el Ministerio de Salud. En muchos de ellos hay personas que acumulan más de cuarenta días de encierro contra su voluntad, sin sustento legal y sin que un médico les informe sobre su situación o sobre los resultados de sus pruebas clínicas. Entre marzo y abril casi diez mil personas han pasado por esos centros —cuatro mil permanecen en ellos— y las autoridades continúan llevando a gente a esos lugares a la fuerza, a pesar de una resolución de la Corte Suprema que lo prohíbe.
En los hospitales, la falta de medidas adecuadas de protección ha causado ya la renuncia de decenas de médicos y personal de enfermería; y el traslado a centros de cuarentena de otros tantos por sospechas de contagio. Cuando pacientes o trabajadores de salud han denunciado que, pese a las semanas de advertencias, en varios centros se sigue poniendo en contacto a infectados por coronavirus con personas con enfermedades de otro tipo, la respuesta del gobierno ha sido amenazar al personal médico con consecuencias profesionales si hacen públicas sus quejas.
Se ha vuelto común que el gobierno de Nayib Bukele trate de acallar cualquier verdad que le contradiga y que culpe a otros de su incapacidad y errores. El presidente, donde sea que se encuentre cuando no se dirige al país en cadena nacional, parece creer que su único problema es de popularidad y que lo solucionará deslegitimando a la crítica.
Desde que llegó al poder en junio de 2019 ha acusado a empresarios, políticos, diputados, jueces, magistrados de la Corte Suprema, fiscales, alcaldes, universidades, medios de comunicación y hasta a quienes en tiempos de pandemia salen a la calle a malvender algo para comer, de conspirar con “los mismos de siempre” contra el progreso que él dice representar, de formar parte de ejes desestabilizadores, de actuar por ignorancia o codicia, o de responder a “intereses oscuros”. Armado con un discurso de odio y miedo (quienes le critican o defienden los derechos humanos quieren “la muerte de los salvadoreños”, ha llegado a decir) pretende sostener su deformada versión de la realidad como la única válida en el país.
Es una estrategia de propaganda inescrupulosa pero no desconocida.
Y es inútil frente al escándalo mundial que supusieron las fotos perfectamente iluminadas y compuestas de miles de pandilleros presos, sometidos y casi desnudos, unos sobre otros, con las que el presidente de El Salvador quiso presumir de firmeza y que dieron la vuelta al mundo como evidencia de brutalidad estatal. O ante el escándalo por la noticia de que Bukele autorizó públicamente a las fuerzas de seguridad a utilizar fuerza letal para someter a pandilleros en las calles, solo unos días después de desconocer las resoluciones de la Corte Suprema de Justicia y declararse, por ende, por encima de las leyes que rigen los actos políticos de la República.
Múltiples organizaciones internacionales de derechos humanos han condenado estas semanas los delirios autoritarios de Nayib Bukele; y medios de comunicación de toda la región (La Nación, de Costa Rica; el Wall Street Journal y el Washington Post, de Estados Unidos; El Espectador de Colombia o la revista Semana, del mismo país) han publicado artículos o editoriales contra los apetitos dictatoriales del presidente salvadoreño. También lo han hecho congresistas estadounidenses. En estas circunstancias, es enorme la responsabilidad que recae sobre la Asamblea Legislativa, que con sus decretos regula y debe controlar el margen de acción legal del Gobierno ante la crisis. Los actos previos y falta de credibilidad de los partidos que hoy son oposición han cimentado el enorme poder de Bukele, pero sus debilidades no pueden legitimar el avance del autoritarismo ni les exime del deber de preservar la Constitución.
Pero no solo el creciente desprecio de Bukele por la democracia está quedando en evidencia durante esta crisis. También las graves inconsistencias de su liderazgo y su falta de respuestas al enorme desafío que enfrenta el país.
Los cerca de cinco mil salvadoreños que quedaron atrapados en el extranjero cuando se cerraron las fronteras siguen sin poder retornar, mientras recibimos todas las semanas vuelos de deportados desde Estados Unidos que siguen sobrepoblando los centros de contención.
Estos días, es más evidente el temor ciudadano a la arbitrariedad de la Policía que al riesgo de contagio. Ninguna rama del Ejecutivo está cumpliendo las directrices de transparencia que exige la Ley de Emergencia Nacional -en la que Bukele basa sus nuevos poderes- y que su mismo Ministerio de Hacienda fijó para la gestión de los millones de dólares destinados a la emergencia. Y en imágenes de televisión ya se ha visto, como en otros países, a personas que empiezan a salir a las calles con banderas blancas, anunciando que tienen hambre, porque llevan cuarenta días de encierro y si no venden o trabajan no comen.
¿Cómo se maquilla la falta de soluciones? No bastan las fotografías de funcionarios repartiendo víveres y militares cargando en brazos a ancianas. O los insultos al resto de poderes o al periodismo independiente. Sin planes sólidos, sin asesoría técnica y científica, sin mínimos acuerdos multipartidarios, sin claridad en la hoja de ruta, a Bukele, al país, le será imposible esquivar los múltiples filos de esta pandemia. El presidente, que presume de tener una popularidad superior al 90 % de la población, pero actúa cada día más con la agresividad descontrolada de quien se siente acorralado, parece en el fondo saberlo.