Un año después del intento de golpe de Estado que Bukele y el Ejército intentaron dar a la Asamblea Legislativa, el presidente salvadoreño solo ha confirmado las preocupaciones sobre su naturaleza autoritaria y sobre el desmantelamiento de nuestra democracia que se convirtieron en alarma el 9 de febrero de 2020.
Aún hoy dan vueltas por el mundo aquellas imágenes de Bukele orando en el Salón Azul rodeado de militares y sentado en la silla del presidente del órgano Legislativo. La comunidad internacional miró con mucha preocupación aquello y se lo hizo saber a este Gobierno. Bukele, sin embargo, no aprendió nada.
El 9 de febrero de 2020 fue tan patente el irrespeto por las reglas de nuestra vida republicana que sus protagonistas ya no necesitaron disimular nada. A partir de entonces, han sido normalizadas la lealtad del Ejército al presidente por encima de su lealtad a la Constitución; la lealtad de la Policía a Bukele por encima de la ley; y la negación del diálogo como vía para la convivencia política.
Después supimos más: que el tiránico espectáculo también estaba pensado como un golpe de efecto para disipar las críticas por el manejo del agua desde ANDA. Bukele y su equipo eligieron un nuevo conflicto en el que creían que saldrían ganando: el conflicto con los diputados por no aprobarle un préstamo de $109 millones para su plan de seguridad. El 9 de febrero, Bukele irrumpió en la Asamblea con soldados armados y usurpó la silla del presidente del poder legislativo. El bochornoso espectáculo de su comunicación con los dioses es ya conocido por todos.
Esa misma noche, este periódico editorializaba sobre los peligros de un gobernante que exige el culto a la personalidad, que carece del buen juicio y de la memoria histórica del país y, sobre todo, de responsabilidad en la vida nacional. Aquel editorial se tituló Maneras de dictador. El año transcurrido desde entonces solo ha servido para constatar el veloz deterioro de toda la institucionalidad del Estado alrededor del presidente y su grupo familiar, que comandan un gabinete tan corrupto como los que le precedieron, pero que no están dispuestos a someterse siquiera a la división de poderes que mandata la Constitución.
Hace pocos días, tras el asesinato de dos militantes del FMLN por tres agentes de seguridad del Estado, atestiguamos cómo Bukele y la Policía están dispuestos a tergiversar el crimen con tal de defender a los suyos. Lo mismo ha sucedido en todos los casos de corrupción registrados por medios de comunicación y por instituciones contraloras del Estado o a cargo de investigar corrupción. La impunidad tiene aprobación presidencial, siempre y cuando los acusados sean leales a Bukele.
Esta es apenas una expresión más de la crisis permanente en que hemos vivido el último año, mezcla a su vez de varias crisis sectoriales: una crisis de salud provocada por la pandemia y exacerbada por la corrupción, el oportunista manejo político de la crisis y la falta de transparencia. Una crisis económica provocada no solo por la pandemia, sino también por la malversación de los recursos públicos y el endeudamiento hasta el límite para financiar gastos de emergencia sobre los que no hay rendición de cuentas. Una crisis política desatada desde aquel 9 de febrero y perpetuada por un presidente cuya noción del ejercicio político es el conflicto permanente, la descalificación de voces alternativas, el cierre de todo espacio de diálogo y el acaparamiento de todos los espacios de poder, a costa de lo que sea; incluso de la Constitución. Y una crisis de Estado de Derecho, en la que la persecución política y judicial o la impunidad dependen cada vez más de la disidencia o la lealtad al mandatario.
El Gobierno dispuso arbitrariamente no entregar los fondos Fodes a las alcaldías, puesto que ninguna es de su partido; y a pesar de que la Corte Suprema le ordenó al ministro de Hacienda de Bukele entregarlos. El Gobierno ha negado la entrega para quitar a los alcaldes la posibilidad de hacer obras que pudieran beneficiar su posición en la elección del próximo 28 de febrero. En cambio, hay muchas denuncias de la entrega de paquetes alimenticios a candidatos del partido de Gobierno para que ellos los distribuyan. El partido, Nuevas Ideas, se niega también a informar de dónde provienen los millonarios fondos invertidos en su campaña.
Desde la Presidencia se han cerrado todos los accesos a información pública, incluyendo, en la peor pandemia registrada por la humanidad, la información referente al sistema de salud, a las cifras de contagios y a los gastos extraordinarios registrados durante la emergencia. A ello se suma la multiplicación de los medios de comunicación controlados por el Ejecutivo para presentar una versión alternativa de la realidad, sin cuestionamientos ni críticas al ejercicio del poder; y el uso del aparato de Estado para perseguir críticos.
Hace un año escribimos en aquel editorial: “Con la toma militar de la Asamblea, Nayib Bukele disipó las últimas dudas que quedaban sobre su naturaleza: es efectista, populista, antidemocrático y autoritario”. A todo esto hay que agregar ahora la generalizada corrupción y la impunidad; es decir, un ataque constante desde el poder al estado de derecho, única garantía de los ciudadanos.
El más significativo punto de quiebre en esta avanzada antidemocrática, desde entonces, ha sido el cambio de Gobierno en Estados Unidos y la salida del embajador Ronald Johnson, un representante diplomático tan nefasto que se prestó para que, junto a él, Bukele convocara a la toma del legislativo, tres días antes del 9F; y quien posteriormente minimizó los hechos y dedicó su paso por San Salvador a proclamar su amistad personal con el presidente. La administración de Trump, que dio luz verde a todos los sátrapas de la región a cambio de plegarse a su política migratoria, se ha ido ya y en su lugar ha llegado un Gobierno que apuesta a la lucha anticorrupción y que ha dado ya, en apenas tres semanas, muestras contundentes de que la relación bilateral, la única que parece interesarle a Bukele, dependerá de que El Salvador vuelva al carril de la democracia y el combate a la corrupción.
Es triste constatar ahora que, hace un año, teníamos razón cuando advertimos que la usurpación de la Asamblea no era la excepción, sino la regla en el ejercicio gubernamental de la administración Bukele. El desmantelamiento de nuestra institucionalidad democrática se ha agravado, mientras el clan Bukele y sus más cercanos allegados disponen de los recursos públicos sin rendir cuentas a nadie.
Hoy, como hace un año, insistimos: los atentados contra nuestra vida democrática son posibles por la débil y poco creíble oposición política de Bukele. En esta etapa de nuestra historia, no es allí el mejor espacio para frenar la descomposición, sino en la sociedad civil organizada, que es a la que el autoritarismo arrebata derechos y aspiraciones. El 9 de febrero es un hito, porque fue el día en que conocimos con estridencia la verdadera naturaleza de este Gobierno. Que es una amenaza a nuestra democracia y a nuestros derechos.