Que como ciudadanía tengamos acceso a información pública ha sido, desde la entrada en vigencia de la Ley de Acceso a la Información Pública (LAIP), un dolor de cabeza para los políticos, específicamente para aquellos a quienes fue posible señalar de corrupción gracias a la garantía de obtener información sobre su trabajo. El desprestigio de esos funcionarios fue una de las causales para que los gobernantes actuales triunfaran con sus promesas de alto a la corrupción. La práctica, sin embargo, ha demostrado que la transparencia les estorba.
El derecho de acceso a la información es un derecho humano que está relacionado con el derecho a la libertad de expresión. Ha sido reconocido en distintos instrumentos de protección de Derechos Humanos a nivel internacional, así como a través de la jurisprudencia de la Sala de lo Constitucional. La instancia garante de este Derecho en nuestro país era (sí, en tiempo pasado) el Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP) y su concreción a nivel legal la encontrábamos en la LAIP.
Luego de su entrada en vigencia en mayo de 2011, la LAIP fue clasificada por el Center for Law and Democracy como la cuarta mejor ley de acceso a la información en el mundo. No obstante, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) planteaba, desde ese entonces, importantes retos en su implementación, retos que solo han ido incrementando.
Hoy en día, a un poco más de diez años de esa entrada en vigencia, el derecho de acceso a la información parece que vuelve a ser una quimera. En julio de 2021, el ministro de Gobernación Juan Carlos Bidegaín Hananía (hijo de la ministra de Educación Carla Hananía y hermano de José Manuel Bidegaín Hananía, que trabaja en la SIGET) presentó, a instancia del presidente de la República, una serie de propuestas de reforma a LAIP, que venía a obstaculizar e invalidar el derecho a la información.
Hace una semana, las y los diputados de la comisión de Legislación y Puntos Constitucionales retomaron esas propuestas y aprobaron un dictamen para reformar algunos artículos de la LAIP. Estas reformas permitirían que la información oficiosa, es decir, aquella que las instituciones deben publicar de manera obligatoria sin necesidad de solicitarla, pueda pasar a ser reservada. Esto incluye los viajes, los salarios, informes contables, contrataciones, proyectos de ley, actas de reuniones, auditorías, estadísticas de gestión judicial, entre otros. En realidad, estas reformas vienen a respaldar el actuar que están teniendo las instituciones hoy en día, que hacen un uso excesivo de la reserva de la información y ocultan lo que debiese ser público.
Se pretende legalizar que personas particulares puedan ser sancionadas si infringen la Ley de Acceso a la Información Pública. Actualmente, esta sanción aplica para funcionarios con facultad para tomar decisiones dentro de las atribuciones de su cargo. La reforma abre una puerta peligrosa para sancionar ciudadanos, a quienes no se les debería aplicar el mismo régimen normativo que a quienes ejercen un cargo público, precisamente porque no se desempeñan en el ámbito público. Parece absurdo tener que remarcarlo, pero una reforma como esta carece de sentido, pues quienes más obstaculizan el derecho de acceso a la información pública son los mismos funcionarios.
El intento por modificar los plazos de entrega de información bajo el argumento de que se quiere homologar con la Ley de Procedimientos Administrativos tampoco tiene sustento. Actualmente, los plazos de entrega de información son de 10 días hábiles y lo que los diputados oficialistas proponen es extenderlo a 20 días. Si la información requerida excede los cinco años de antigüedad, puede extenderse 10 días más. El oficialismo ha buscado centrar la atención de las reformas en la homologación de plazos, pero esto es, más bien, una excusa para desviar la atención de los otros elementos de la propuesta. La excusa de homologar solo porque sí es vacía en sí misma si no va respaldada de un argumento sólido que justifique por qué se busca dilatar un procedimiento que abre la puerta para el ejercicio de otros derechos y que incluso persigue un interés general y colectivo, pues permite que la ciudadanía pueda ejercer control.
De aprobarse las reformas, también permitirá que se pueda prescindir de la audiencia que se lleva a cabo ante el IAIP, cuyo propósito es resolver las controversias relacionadas con la publicidad o no de la información. Las audiencias orales ante el IAIP han sido públicas desde la entrada en vigencia de la Ley. Según las reformas, prescindir de la audiencia aplicaría cuando 'con la mera aplicación del derecho y con lo que obre en el expediente pueda decidirse sobre la naturaleza de la información'. Pero esta amplia discrecionalidad podría llevar a que, de forma arbitraria, se decida no celebrar una audiencia y confirmar nada más la negación de la información.
Así, pretenden que la LAIP pase de ser un instrumento que garantiza un derecho humano a obstaculizar el derecho a la información pública e incluso perseguir ciudadanos. El daño es generalizado y nos priva de información que es valiosa para todas y todos.
En un Estado donde las cosas funcionan, los comisionados de IAIP habrían actuado de manera autónoma y habrían exigido el respeto a los derechos fundamentales de la ciudadanía. Sin embargo, este no es el caso de El Salvador, donde el presidente de la República confeccionó un IAIP menos transparente vía decretos ejecutivos. Eso explica, por ejemplo, por qué la gerente legal del Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP) intentó justificar las reformas bajo el argumento que venían a subsanar ciertos vacíos de ley. Además, Ricardo Gómez, el comisionado presidente, fue más allá y dijo que lejos de limitar el derecho a la información pública, las reformas propuestas armonizaban los procedimientos del instituto con otras leyes. Este es un ejemplo más de las instituciones serviles que tenemos que, en vez de cumplir con su función de controlar y limitar, se han convertido en una dependencia más del Ejecutivo replicando falacias.
Y con esto se consuma una actitud peligrosa que, aunque hemos normalizado, no podemos dejar de ver su gravedad: los deseos del presidente se convierten en órdenes. Órdenes que ejecutan la Asamblea Legislativa, el órgano Judicial y otras instituciones autónomas –que lo son solo en papel–. Aún cuando se trata de instituciones contraloras y garantes de derechos fundamentales, es el mismo Estado el que obstaculiza el ejercicio de los derechos. Los funcionarios del IAIP no están para justificar las reformas a propuesta de Capres. Los diputados tampoco deben ser una institución de mero trámite del Ejecutivo. Es importante recordar que estas instituciones son instancias de control interorgánicas, aún cuando hoy en día no ejerzan esa función.
Que las reformas no se hayan aprobado no responde a la buena voluntad de los legisladores, sino a la presión ciudadana y al costo político que esto acarrearía. En todo caso, este tipo de actuaciones solo mina aún más la seguridad jurídica. En el país impera una incertidumbre permanente, pues no se sabe a qué atenerse. Así como hoy pueden ser sacadas de agenda las reformas, mañana pueden ser aprobadas. Con una mayoría cyan, no se necesita la discusión para aprobar cualquier esperpento, por más malo que sea, lo que convierte este ejercicio en una ruleta rusa sin fin.
A nuestra clase política la caracteriza las incoherencias y los cinismos. Parte de la campaña presidencial de Bukele se basó en un discurso anticorrupción, desmarcándose de los partidos tradicionales e incluso haciendo alarde de la instauración de una CICIES, un esfuerzo que finalmente el mismo presidente decidió desmontar en junio 2021. La Comisión interpuso durante 2020 al menos 12 avisos a la Fiscalía por presuntos casos de corrupción en los que participaron altos funcionarios de la administración Bukele.
Sin embargo, desde sus inicios, el actuar de quienes nos gobiernan se ha caracterizado por su oscurantismo y por empeñarse en obstaculizar el trabajo de periodistas, de la academia y de la ciudadanía comprometida. No se puede creer en un discurso en pro de la transparencia cuando se trata de un Gobierno que se ha caracterizado por negarse a rendir cuentas, a no presentar informes, a no hacer públicas las auditorías realizadas, que nos hace creer una aparente baja de homicidios gracias al Plan Control Territorial que nadie conoce. Por eso estorba el derecho a la información, porque evidencia las inconsistencias entre la publicidad y la realidad.
Por el bien de todas y todos, las reformas se deben de archivar, pero no basta con eso. Es necesario que el Instituto deje de ser una dependencia más del Ejecutivo. Es necesario que los funcionarios actuales sean coherentes en su discurso y su actuar. Que no se sigan escudando en los yerros del pasado, sino que transparenten las actuaciones presentes, pues son ellos quienes están gobernando actualmente. Como ciudadanía nos corresponde seguir denunciando y exigiendo el ejercicio de un derecho que nos pertenece, aunque incomode, aunque genere división interna, aunque estorbe.