El sábado 4 de febrero, a los presos políticos de El Infiernito y la cárcel Modelo de Managua, que en algunos casos llevaban meses sin salir de su celda, les empezaron a sacar a diario para recibir minutos de sol en el patio. Los más avispados imaginaron que Daniel Ortega quería que se vieran saludables porque los iba a liberar. Intentaron no ilusionarse.
“Ya otras veces creímos que íbamos libres y no pasó”, dice Wilfredo Brenes, encarcelado desde abril de 2020 después de haber sido detenido y torturado otras tres veces por participar en los tranques de 2018 en Masaya, y por llevar agua a un grupo de madres de presos políticos que seguían una huelga de hambre en una Iglesia de Masaya en noviembre de 2019. “En el penal aprendimos que cuando el rumor es fuerte no hay liberación. Esta vez no sabíamos nada”.
La administración Biden no ha revelado oficialmente cuándo comenzaron las conversaciones con el régimen de Daniel Ortega para la liberación de los 222 presos políticos que llegaron el 9 de febrero a Estados Unidos, pero una vocera del Departamento de Estado asegura que la operación se gestó en “días, no semanas”. Un funcionario involucrado en la atención directa a los excarcelados una vez aterrizaron en Washington dice que él lo supo el viernes 3 de febrero y solo el martes tuvieron confirmación definitiva de que la liberación sucedería.
Una persona cercana a la embajada estadounidense en Nicaragua confirma que fue la misma vicepresidenta Rosario Murillo quien llamó al embajador Kevin Sullivan para comunicarle la decisión. El Gobierno estadounidense no avisó al resto de embajadas en el país, que lo supieron, como los familiares de los presos, una vez el avión con los excarcelados a bordo salió del espacio aéreo nicaragüense.
Brenes lo supo la noche del miércoles 8. A eso de las 7, un preso de otro penal le llamó al celular —la corrupción carcelaria hace posible lo prohibido— y le dijo: “Están liberando a gente aquí”. Minutos después llegaron los guardias para decirle que iba a ser trasladado.
Él y más de 200 presos políticos que hasta horas antes habían estado dispersos en penales por todo el país llegaron al aeropuerto de la Fuerza Aérea en Managua en autobuses a eso de las tres de la mañana del jueves. Antes de bajar del vehículo, los funcionarios de prisiones les hicieron firmar un documento de una sola frase en la que aceptaban salir de Nicaragua. En el caso de Brenes, donde debía aparecer el país de destino solo había un espacio en blanco. Dice que temió que los estuvieran enviando a Cuba o Venezuela para seguir presos, pero firmó de todos modos. Recuerda que uno de los custodios le susurró: “me quiero ir yo también”.
En otros buses las hojas tenían escrito a mano “Estados Unidos”. Hubo a quienes les forzaron a firmar a oscuras sin permitirles leer. Minutos después todos recibieron pasaportes nicaragüenses nuevos. La fecha de expedición que aparece en ellos es la misma en la que los presos empezaron a recibir sol: 4 de febrero de 2023.
Ya a pie de pista, funcionarios estadounidenses los fueron llamando por orden alfabético según su nombre de pila para subir al avión. Brenes, de los últimos, dudó. Dice que pensó en quedarse, que quería quedarse. En Managua están su padre de 89 años y su hija de 24. Preguntó: “¿Qué ocurre si me quedo, estoy libre?”. Le respondieron que Estados Unidos no era responsable de lo que pasara si se quedaba y no podía garantizar su libertad.
Abordó.
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El dirigente estudiantil Max Jerez no pudo dormir su primera noche en libertad. Tiene 29 años y, bajo una barba delgada, el mismo rostro de niño adulto que cuando a los trece la televisión nicaragüense lo hizo famoso porque ya daba clases de flauta a los niños de su cantón. También tiene el carácter de los que en público intentan disimular el dolor.
Quizá por eso habla de los 19 meses que llevaba encerrado en la cárcel de El Chipote, en Managua, como si los presos fueran un ente colectivo. “Buscaban provocar daño, romperte”, cuenta. “Hay quienes, como Medardo Mairena, pasaron más de un año en celdas de castigo, que están diseñadas para periodos cortos. Te tenían por meses sin visita familiar y sin saber cuándo sería la próxima, no te permitían saber en qué hora del día estabas, y nos negaban algo tan básico como el acceso a cualquier lectura o siquiera a objetos de escritura”.
Jerez estuvo también en una celda de castigo por cerca de dos meses y medio. Ahí se encontraba cuando murió su madre. A él se lo comunicaron un mes después.
Pasadas 24 horas desde la llegada de los expresos políticos el Westin, el hotel que alojó a la mayoría en sus primeros días de libertad y destierro, parecía un pequeño aeropuerto de abrazos y llamadas por megafonía. Hay familiares de presos que el mismo jueves tomaron un vuelo desde Florida o California, o se lanzaron a la carretera desde Nueva York, Atlanta o Montreal y lograron llegar a Washington a pocas horas del aterrizaje del avión que venía de Managua. La casualidad quiso incluso que Carlos Fernando Chamorro, cuyos hermanos Cristiana y Pedro Joaquin llevaban año y medio encarcelados, igual que sus primos Juan Sebastián Chamorro y Juan Lorenzo Holmann, se encontrara casualmente de viaje en la capital de Estados Unidos, para asistir a un evento sobre la dictadura nicaragüense.
Su reencuentro el jueves entre lágrimas fue de los primeros y las fotografías circularon por todos los medios nicaragüenses en el exilio mientras en Managua el régimen les despojaba por decreto de su nacionalidad y daba una conferencia de prensa para acusarlos una vez más de ser “terroristas” y “agentes de potencias extranjeras”. La alegría no se detuvo. Decenas de grupos llegaron a lo largo del viernes o el sábado al hotel para encontrarse con sus hijos, primos o hermanos. La diáspora nicaragüense en Estados Unidos recibió a los liberados como a una fuerza libertadora.
También hubo reencuentros entre los mismos presos. Mientras empleados del Departamento de Estado y voluntarios entregaban a cada uno una mochila con ropa, un teléfono celular y programaban chequeos médicos para quienes los necesitaban, decenas de quienes protagonizaron los tranques en Masaya o Matagalpa en abril y mayo de 2018 conversaron por primera vez el viernes después de años en cárceles diferentes. Max Jerez no había hablado en más de año y medio con otros detenidos de su organización, la Alianza Universitaria Nicaragüense (AUN), y dice que solo al subir al avión supo que habían sido encarceladas también la docente Thelma Estela Vanegas, a quien llama “la profe Thelma” o la abogada de Derechos Humanos Nidia Barbosa, dirigentes como él de la Alianza Cívica.
Para muchos, sobre todo aquellos que pasaron más años de encierro, han sido días de ajuste. Un líder campesino cuenta que otro de sus compañeros pasó el viernes y el sábado casi sin salir de su cuarto. Bajo el argumento del respeto a la privacidad, el Gobierno de Estados Unidos no ha querido dar detalles, ni siquiera en cifras, sobre el estado de salud en que se encontraban los liberados, pero hay quienes nada más llegar fueron trasladados a un hospital donde recibieron tratamiento por más de 48 horas, como la dirigente campesina Dominga de la Cruz.
Igual que Jerez, hubo quienes no lograron conciliar el sueño. Varios, acostumbrados a la dureza de los camarotes carcelarios, durmieron al principio en el suelo de la habitación. El sábado, uno de los liberados bromeaba con el hecho de haber pasado la noche entera sobre la cama, sin dormir pero sin cambiar de postura “me he acostumbrado a dormir en hamaca, y ahí uno se echa y ya no se mueve”, decía segundos antes de admitir: “Estoy destruido emocionalmente”.
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Al desconcierto y la felicidad por la inesperada liberación, y a la huella de meses o años de encierro y torturas, se unió nada más aterrizar en Estados Unidos una incertidumbre nueva. La mayoría de excarcelados han dejado atrás hijos, pareja, padres, una casa, el trabajo que alguna vez tuvieron, y se sienten transplantados a la fuerza a un país que habla otro idioma y en el que van a tener que empezar de cero, solos.
“Por un lado es bonito: ya no estamos en esa celda, pidiendo ayuda a Dios todos los días, pero queda la preocupación por la familia que dejamos atrás y está expuesta todavía. Y el no saber qué va a pasar mañana con nosotros”, dice un joven que pasó los últimos cinco meses en El Chipote. “Mucha gente aquí teníamos trabajos formales, éramos oficinistas, administradores de negocios, y ahora acá... Uno de mis compañeros, de casi 70 años, manejaba una importadora de granos y ahora se está imaginando trabajar de guardia de seguridad. Yo era financiero de una multinacional, y posiblemente me toque trabajar aquí pintando casas o algo parecido. Es un golpe radical”.
El viernes, después de dar una entrevista jovial al periódico español El País, el periodista deportivo Miguel Mendoza, encarcelado en junio de 2021 por denunciar en sus redes sociales la represión orteguista, se tornó sombrío y advirtió: “Con nosotros veía gente humilde, que se subía por primera vez a un avión. Hay quienes no tienen familia en este país. Ojalá esa gente no termine abandonada”.
El salón principal del Westin fue los últimos tres días el centro de operaciones de una improvisada pero eficaz misión de acogida en la que se han involucrado varias agencias estadounidenses y organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, el Instituto sobre Raza, Igualdad y Derechos Humanos, o la Casa de Maryland. Alrededor de la sala, una decena de mesas de atención funcionaron en turnos de hasta doce horas bajo carteles en los que se leía “contacto familia y amigos”, “ayuda telefónica”, “viajes”, “equipaje”, “ropa y artículos de tocador”, “apoyo emocional”, “ayuda médica” o “Servicio de Ciudadanía e Inmigración” mientras por micrófono se hacían anuncios, se llamaba a quienes tenían revisión médica o recibían visita, o se hacía el recordatorio de reuniones informativas.
En muchas de esas mesas se trabajaba como en una cuenta atrás, atendiendo caso por caso. Estados Unidos ha concedido a los ex presos políticos liberados el jueves un parole humanitario de dos años y les ha prometido un permiso de trabajo que tardará entre uno y tres meses, pero se estima que 109 de ellos no tiene ningún familiar o amigo en Estados Unidos. Eso no solo significa no tener una red de apoyo para encarar el trauma después del encierro. Significa no tener dónde vivir o quién te alimente, literalmente, mientras llega ese permiso o logran tener ingresos.
Al llegar se les dijo, además, que contaban con una habitación de hotel hasta este domingo, y el mismo jueves uno de ellos se acercó a uno de los voluntarios y le dijo entre lágrimas: “El lunes no quiero quedarme en la calle”. Sentado en una de las enormes mesas redondas que ocupaban el centro del lugar, el viernes otro de los presos liberados preguntó a una orientadora del Departamento de Estado: “No tengo adónde ir”. Ella lo trató de calmar: “Algo vamos a hacer”.
Aunque el objetivo de la administración Biden era que al cierre del fin de semana todos, los 222, tuvieran ya registrado o asignado un domicilio temporal en Estados Unidos y se les hubiera provisto un vuelo a ese destino, el sábado ya se había decidido que ciertos casos específicos pudieran permanecer en el hotel el tiempo necesario. Ese mismo día se ayudó a todo el que quisiera y conociera ya su futura dirección de residencia a rellenar su petición de asilo en Estados Unidos. Por la tarde, funcionarios de la embajada de España, que ha ofrecido a los 222 la nacionalidad española, dieron una charla informativa para aquellos interesados en solicitarla.
Uno de los liberados, militante sandinista en el pasado y preso casi cuatro años, desde marzo de 2019, por no querer participar en la “operación limpieza” que reprimió las protestas de 2018 contra la dictadura, cuenta que en su formulario usó la dirección de alguien a quien ni siquiera conoce.
“Eso es lo que a mí me tiene feo. Voy a un lugar que ni sé la dirección. Solo un amigo me dijo ‘mirá, te voy a apuntar ahí’, y pusieron la dirección, pero no sé si la señora me va a aceptar porque la señora les abrió las puertas a ellos y yo solo he puesto la misma dirección para irme. Solo sé que es en California”, dice. “Así está la situación no solo mía, sino de muchos”.
Su relato es el de torturas diarias durante el inicio de su encierro, cuando estuvo desaparecido dos meses antes de ser ingresado formalmente a un penal y recibía palizas constantes de policías y de encapuchados que, asegura, tenían acento cubano. “Ando un solo testículo, y tengo ahí las marcas de los grilletes de cuando ya en prisión los guardias me querían pasar de lado a lado”, dice y muestra un grupo de cicatrices en los tobillos y en los brazos. Dice haber visto cómo a compañeros “los torturaban hasta que se defecaran. Así nos pasaba a todos nosotros en ese área”.
Los últimos dos años los pasó en una celda de aislamiento de 1.80 por 3 metros, sin ver a nadie. La mayoría de ese tiempo lo pasó, además, sin visita conyugal porque un guardia le dijo que el régimen tenía “en la mira” a su esposa y él temió que al visitarlo se pusiera aún más en peligro.
De pie en la recepción de un hotel de cuatro estrellas en el que siente que no encaja, habla con gesto apretado, como alguien para quien la labor de resistir no ha terminado, y pone distancia con otros presos de mayor visibilidad política, de familias más adineradas o con un apoyo internacional más sólido. No olvida ―muchos de los liberados no lo hacen― que entre quienes terminaron siendo prisioneros políticos hay antiguos aliados de Ortega, o líderes que no apoyaron los violentos tranques en los que él y otros miles de personas de barrios o municipios populares desafiaron al régimen en 2018 hasta terminar barridos por fuerzas paramilitares y la Policía Nacional.
“A ellos no los verás allí”, dice. Y señala a un grupo de los excarcelados de frente a la puerta del hotel, ya de noche, busca algo de su talla entre maletas y bolsas de ropa que familias nicaragüenses de Nueva York y Florida han traído como donación para los recién liberados.
Como tantos otros, el jueves él pensó en no subir al avión. “Yo mejor hubiera muerto allá, en una celda”, dice con una amargura fría. “La libertad de uno vale, pero en este hermoso país que nos abrió las puertas... Yo prefería mejor estar preso. Allá está mi gente”.
Es uno de los presos más visibles del grupo por su tiempo de encierro, por las torturas que recibió y por sus recurrentes huelgas de hambre, pero no quiere que se publique su nombre. Decenas de los liberados de todo estrato económico y distintos grados de perfil público tienen aún a familia en Nicaragua y rechazan dar entrevistas ―“No todavía”, dice un líder estudiantil; “solo off the record”, pone como condición un empresario― o piden que se omitan su nombre o detalles que los identifiquen. No importa que la policía orteguista ya no pueda alcanzarles. El terror viajó con ellos.
Miguel Flores, compañero de Jerez en AUN, lo resume: “Han liberado a 222 presos políticos, pero quedan millones de nicaragüenses en el miedo, en la pobreza, sabiendo que si hablan pueden ser encarcelados o desterrados. La estrategia de Ortega aún funciona”. Él se tratará de establecer en Los Ángeles, donde su hermano mayor, que huyó de su país en 2019, está ya en proceso de asilo.
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La prioridad, para muchos de quienes iban en el avión del jueves, es ahora sacar a sus familiares. Una maestra que pasó los últimos tres meses en prisión como un castigo de Ortega a sus hermanos, opositores exiliados en Texas, asegura que sólo aceptó viajar porque le prometieron antes que una vez en Estados Unidos tendría la posibilidad de gestionar la reunificación con sus hijos.
“Al ver el avión comencé a llorar y el corazón se me desbarató”, dice. “No me pude despedir de mi hijo, de mi papá, darles un abrazo...”. A su padre, de hecho, nadie en La Modelo le quiso informar la mañana del jueves 9 que ella había sido liberada. “Ya no está aquí, vaya a buscarla al Chipote”, cuenta que le dijeron. Una vez allí, de nuevo le dirigieron a un tercer penal. Pensó que la habían matado. “Ustedes le hicieron algo y no me quieren decir”, dice ella que les dijo.
El parole humanitario es un amparo individual y quien quiera optar a la reunificación familiar en Estados Unidos tendrá primero que lograr el asilo. La espera puede ser de meses o años.
“Yo tengo miedo de que si opino algo irán contra mi papá y mi mamá”, dice la maestra. “Por eso no quiero fotos, ni que mi nombre aparezca en nada. Ya me han dicho que en Managua se están llevando de nuevo a gente. Yo lo pensaba en el avión: ‘nos están sacando, pero ya van a llenar de nuevo esas cárceles, y Dios quiera que no sea la familia de nosotros’”.
Instaló cámaras en su casa, pero sabe que eso no servirá frente al régimen. Ha pedido a sus padres y a su hijo mayor que cambien de número de teléfono y que no tenga redes sociales, aunque abundan los casos de quienes, sin ni siquiera tenerlas, fueron encarcelados usando como excusa críticas contra el gobierno colocadas en cuentas falsas.
Al hablar de cómo el gobierno de Ortega les niega ahora la nacionalidad saca de una mochila su cédula y se ríe: “Tengo esto como recuerdo”. Le preocupó más enterarse el sábado de que las actas de nacimiento de los 222 han sido borradas del registro civil de su país. “Ya no existimos en Nicaragua. Mi mamá fue a solicitar una partida de nacimiento mía y ya no salgo”, dice desconcertada.
Eso puede convertir el futuro de los presos políticos desterrados en un laberinto administrativo. Hay quienes han dejado a sus hijos al cuidado de abuelos o tíos, y se preguntan quién tendrá ahora representación legal para gestionar ante las autoridades nicaragüenses su salida.
Un problema similar pueden enfrentar las parejas no casadas. ¿Qué documento podrá probar ante las cortes migratorias estadounidenses un vínculo? Los formularios que los liberados rellenaron este fin de semana no incluía la opción de tener una pareja no documentada aun cuando existan hijos en común.
El sábado por la noche, un voluntario que acababa de terminar su turno se acercó, antes de irse, al exmilitante sandinista torturado por el régimen de Ortega: “He preguntado, y si aplicas a la ciudadanía española te afectará a la solicitud de asilo acá, porque se entiende que ya tendrías un país seguro al que ir. Si te querés quedar en Estados Unidos es un problema, pero lo de España es más expedito, porque el asilo ni siquiera es residencia y llevaría tiempo tener la green card”.
Un nuevo dilema: quedarse en Estados Unidos o poner un océano de distancia con la esperanza de procesos más cortos. “Sería más rápida la extracción de nuestros familiares”, pensó en voz alta él. “Sí, al menos en el caso de la esposa y los hijos menores. Pero eso lo decide usted”, respondió el voluntario.
Fuera de Nicaragua solo tiene dos hermanas, en Italia. “Pero piensan que la muerte de mi papá fue por mi culpa, porque le dio un infarto. Yo solo por eso quiero salir de aquí: porque quiero sacar a mi familia de allá”, dice. Y en estos días de ideas confusas, de emociones cruzadas, vuelve de golpe a lo político: “Mi participación fue apoyar al pueblo. Fue para que Nicaragua no esté como está, en manos del régimen. Y está valiendo la pena, porque pronto nuestra nación va a ser liberada. Y si tenemos que retornar para liberarla de una u otra manera... Créame, allá hay muchos nicaragüenses que están participando en el régimen obligadamente”.
El joven que pasó cinco meses en el Chipote fue detenido como represalia contra su madre, exiliada, y también dejó a familia atrás. “Antes no participaba en política”, dice, “pero ahora no puedo permanecer neutral”. Este sábado voló a Tennessee, donde lo alojará un familiar.
Otro de los liberados contaba el viernes que se quedará al principio en casa de un amigo en Virginia. Un grupo de cinco dirigentes de los tranques se ha acomodado ya en casa de una familia nicaragüense en Maryland. “Tengo cuatro tíos en Nebraska. Uno tiene 22 años de estar allí, otro como 15”, decía un joven ex prisionero de La Modelo el sábado por la noche. “Tengo familia también en Miami, pero me dijeron que la situación está un poco difícil allí”.
Félix, hermano de Wilfredo Brenes, viajó a Washington y trató de convencerle de que se fuera a vivir con él a Canadá. “Es un país mejor para vivir. Y cuando más al norte, la gente es más abierta”, dice sin llegar a pronunciar las palabras “racismo” y “antiinmigrante”. Wilfredo ha decidido volar a Florida, donde tiene otro hermano y reside su hijo mayor.
Max Jerez viajará primero a San Francisco y después a Minnesota, donde tiene familia. “Esto es temporal”, dice. “Ha dicho la dictadura que la suspensión de nuestros derechos es perpetua, pero las dictaduras no son perpetuas. Volveré a mi país cuando haya otra vez libertad, y eso va a ser pronto. La oposición no somos 222 personas”.