Columnas / Política

Carta desde Nicaragua: esa película ya la vimos

La reelección que viola la Carta Magna salvadoreña es el mismo alfil al que Ortega recurrió en 2011, cuando gracias a un fallo de una leal Corte Suprema de Justicia se presentó a los comicios de Nicaragua, a pesar de la prohibición del artículo constitucional 147. Muchos de quienes hoy están exiliados y confiscados celebraron la reelección inconstitucional de Ortega. La aplaudieron.
Víctor Peña
Víctor Peña

Sábado, 1 de junio de 2024
Wilfredo Miranda Aburto / San José, Costa Rica*

Queridos salvadoreños, no quiero ser una boca que predice desgracias en este día crucial para ustedes y su democracia —si algo queda—, pero siento la necesidad de advertirles sobre lo que se cierne para ustedes después de que el presidente Nayib Bukele renueve su mandato este primero de junio. La panacea de un El Salvador rutilante, desarrollado, ecuánime y estable no la veo clara, como quizá la mayoría de ustedes hoy sí la ven. 

Parafraseando a nuestro Rubén Darío, hay cuervos que manchan el azul celeste de ese pedacito de patria hermana en el que nuestro poeta cantó. Varios de esos cuervos, a nosotros, los nicas, nos han sacado los ojos, pero aún así los reconocemos con claridad desde acá, dos países más al sur de El Salvador, en Costa Rica, donde estamos desterrados, criminalizados, desnacionalizados y confiscados: se trata del nefasto cuervo de la reelección inconstitucional que, por norma general, suele desatar el gran vuelo de cuervos que trae amagos de peste. 

Antes de explicarme más a fondo, queridos salvadoreños, quisiera dejar claras dos cosas: adoro a El Salvador y a mis amigos salvadoreños. Y segundo, esto no se trata de una crítica antojadiza en contra del popular proyecto de Bukele. Al contrario, quisiera que fuera una genuina voz de alerta antes de que este sábado crucen ese umbral sin retorno; ese umbral color cyan que muy rápidamente empezó a parecerse al umbral rojo y negro que Daniel Ortega y Rosario Murillo nos impusieron a los nicas por encima del color patrio, la Constitución Política, las libertades públicas, las instituciones y el respeto a los derechos humanos.

Obviamente, por ahora, hay una diferencia marcada entre los Ortega-Murillo y Bukele. Los dictadores nicas cometieron crímenes de lesa humanidad en mi país, después de consolidar un poder omnímodo a través de un camino autoritario que, insisto, es similar al que Bukele ha venido andando de manera acelerada desde que ganó la Presidencia en 2019. 

Mientras Naciones Unidas ha señalado el cometimiento de crímenes de lesa humanidad en Nicaragua, en El Salvador, Human Rights Watch y Cristosal alertan que en las cárceles del régimen de excepción se han cometido graves violaciones a los derechos humanos que podrían llevar a las autoridades de Bukele a la Corte Penal Internacional. O sea, lo que para nosotros es un hecho consumado, en El Salvador se gesta bajo dispensa de la popularidad del mandatario, aunque existen decenas de denuncias de familiares. 

La reelección que viola la Carta Magna salvadoreña es el mismo alfil al que Ortega recurrió en 2011, cuando gracias a un fallo de una leal Corte Suprema de Justicia se presentó a los comicios, a pesar de la prohibición del artículo constitucional 147. Muchos de quienes hoy están exiliados y confiscados celebraron la reelección inconstitucional de Ortega. La aplaudieron. Otros, como los grandes empresarios, simplemente callaron y se acomodaron a un régimen que, por aquel entonces, era catalogado como “híbrido”.  

Un “híbrido”, dice la definición, queridos salvadoreños, es un régimen en el que “las elecciones tienen irregularidades sustanciales que a menudo les impiden ser tanto libres y justas. La presión del gobierno sobre los partidos de la oposición y los candidatos puede ser común. La sociedad civil es débil. Por lo general, hay hostigamiento y presión sobre los periodistas, y el poder judicial no es independiente”. ¿Les suena?

A partir de entonces, Ortega prodigó maravillas para Nicaragua. Sobre todo esa relación de “diálogo y consenso” con el gran capital, que no era más que el desarrollo de los negocios en detrimento del estado de derecho. Una Nicaragua con una macroeconomía sana, pero sin desarrollo humano sostenible, con el lastre de la pobreza y la desigualdad marcada en la frente como la cruz de ceniza indeleble de los Aurelianos de Gabo. Recuerdo a la exembajadora de Estados Unidos, Laura Dogu, cuando se despidió y les reprochó a los empresarios que eligieron “sacrificar” algunos derechos fundamentales porque “Nicaragua no estaba en guerra ni sufría violencia”, y se decantaron por un modelo de “las élites y el caudillo” que anula “el futuro sostenible”. Cuánta razón tenía la diplomática; razones que los empresarios entendieron cuando el caudillo los apresó y confiscó sus bienes.  

Habitantes del municipio de Masaya, Nicaragua, cerraron en 2018 uno de los accesos principales para evitar el paso de la Policía a esa localidad. Los habitantes armaron barricadas con los adoquines que recubren la calle e intensificaron las protestas contra el régimen Ortega - Murillo, que provocaron una profunda crisis política. Foto de El Faro: Víctor Peña.
Habitantes del municipio de Masaya, Nicaragua, cerraron en 2018 uno de los accesos principales para evitar el paso de la Policía a esa localidad. Los habitantes armaron barricadas con los adoquines que recubren la calle e intensificaron las protestas contra el régimen Ortega - Murillo, que provocaron una profunda crisis política. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Este ejemplo de los empresarios en Nicaragua puede compararse con el salvadoreño. El régimen de excepción, surgido después de que se quebró la negociación de Bukele con los pandilleros, ha sido efectivo en neutralizar el horror de las maras que por décadas los signó, queridos salvadoreños. No lo dudo. El gran problema es que con el argumento de la efectividad y la mejora en la seguridad ciudadana le han dado un cheque en blanco a Bukele, más allá del régimen de excepción mismo. La popularidad récord es el mejor salvoconducto para desmantelar la democracia en nombre del “pueblo”. 

A mis colegas salvadoreños, cuando Bukele tiene sus arrebatos, suelo decirles que los nicas venimos del futuro, que esa “película ya la vimos”. No solo el perseguir y acosar las voces críticas –sobre todo al periodismo–, sino la domesticación del Poder Judicial, el servilismo en el Parlamento, el engreimiento mesiánico, el nepotismo, la corrupción, la opacidad, el matonismo político, la desarticulación de la autonomía universitaria, la destrucción del balance de poderes, el partido de gobierno por encima de las instituciones, y un largo etcétera. En resumidas cuentas, todo en las manos del caudillo. Perdonen la insistencia, esa película ya la vimos, queridos salvadoreños.

La reelección corrompe todo. Después de la consideración judicial que le permitió reelegirse, Ortega reformó años después la Constitución Política para permitir la reelección indefinida. Luego puso a su mujer, Rosario Murillo, como vicepresidenta. Bukele ya transita esa senda y en esta legislatura podrá reformar a gusto y antojo la Carta Magna. La reelección indefinida, no seamos ingenuos, queridos salvadoreños, es la tentación de su presidente. Y, como un niño mimado, malcriado, siempre consigue lo que quiere. 

Al igual que Ortega, Bukele ha contentado a las fuerzas armadas. Las tiene en su bolsillo, las ha ampliado, les ha dado más armas en una movida calculada: cuando la popularidad merme y surja el descontento, habrá suficiente fusil para reprimir. Lo vivimos en Nicaragua, donde Ortega cooptó a la Policía Nacional y al Ejército. Ambos cuerpos armados son, hoy día, el principal sostén de la dictadura sandinista.  

Cuando “el pueblo”, como repite Bukele, deposita a ciegas toda su confianza en un caudillo, y se le dispensa de todo contrapeso, tarde o temprano el mayor afectado es el mismo “pueblo”. Otra vez: esa película ya la vimos. El poder total enceguece y propicia la prepotencia. Por eso cuando los descontentos surgen, cuando los ciudadanos rompen las narrativas de los mundos felices de los autoritarios, la respuesta es siempre violenta, el trompón y la patada; o con disparos letales al cuello, pecho y tórax, tal cual ordenaron Ortega y Murillo ante las protestas en 2018. 

Al igual que la pareja presidencial de Nicaragua, Bukele tiene un proyecto personalista y de perpetuidad en el poder. Sumido en esa obsesión, no va a permitir que nadie estropee sus planes. Al igual que Ortega y Murillo, a Bukele se le va a caer la máscara del fingido pudor democrático y mostrará –bueno, ya lo ha venido haciendo– su lado real: el de un autoritario virulento. Eso ya nos pasó a los nicas y por eso les escribo desde el destierro. Con dolor e impunidad a cuesta desde hace seis años, cuando el gobierno masacró a más de 355 personas. 

Facilitar a un autoritario el abrir la puerta de la tiranía tiene efectos directos en la vida de todos. No solo se trata de la incesante persecución política, la cárcel, las torturas, las ejecuciones extrajudiciales, las confiscaciones, la persecución religiosa, el cierre masivo de oenegés, la cancelación de universidades críticas, el exilio, el terror diario, represalias a la familia, sino que esos espejismos autoritarios traen ruina a nivel social y económico. Las dictaduras destruyen familias. 

Desde 2018, casi un millón de nicaragüenses se ha ido de Nicaragua no solo por el acoso político, sino porque la dictadura Ortega-Murillo ha empeorado nuestra –por desgracia– endémica miseria. Peor aún, el régimen ha dinamitado la esperanza. Nicaragua es hoy un país desangelado. En 2023, la mitad de la población tuvo la intención de abandonar Nicaragua, según el informe “Pulso de la democracia 2023” de LAPOP Lab, un centro de investigación de la Vanderbilt University. La gente se ha ido en masa. Queridos salvadoreños, rompe cuando te alejan de tu familia.  

Durante mis años de exilio, lo que más he sufrido es que me arrebataron a mi familia, a mis amigos, mis entornos, mis lagos, mis calles, mis bares, mi Managua, mi Nandaime. Por la dictadura me he perdido momentos irrepetibles de la vida: ver crecer a los más chicos y ver apagarse a los más viejos de mi casa. Arde renunciar a no poder  –ojalá eso demore muchos años más– enterrar a mis abuelos, porque el régimen totalitario me ha declarado “traidor a la patria”, me despojó de mi nacionalidad nicaragüense, me congeló mis cuentas bancarias, confiscó mis bienes y me declaró prófugo de la justicia. He salido dos veces de mi país, la última fue en junio de 2021, después que la Fiscalía me prometió ocho años de cárcel por “propagar noticias falsas”. Salí de forma irregular, por mar abierto, en una panga hacia Costa Rica. Era una tarde muy soleada, con el mar en calma, y con las emociones revueltas. Cuando llegué a la costa tica sentí como que un boxeador me propinó varios golpes bajos y quise vomitar. Estaba desecho porque durante el trayecto me martillaba la promesa que, absurdamente, me planteé: no volver a exiliarme, como en 2018. Mi vida cambió por completo a partir de ese día y, pese a los embates, todavía sigo empeñado en no callar. 

La desnacionalización, después de una persecución política sin descanso, es la expresión máxima de que un dictador puede hacer lo que quiera cuando “el pueblo” le da un cheque en blanco. En Nicaragua el “pueblo” nunca apoyó mayoritariamente a Ortega. En El Salvador es más complejo, por la mayoritaria aceptación que goza Bukele. Pero el ejercicio despótico del poder erosiona esas popularidades. El idilio suele acabarse y he allí donde las dictaduras afloran; persiguen, apresan, disparan a matar, exilian…  

Queridos salvadoreños, quiero ser reiterativo: la reelección todo corrompe. No crean en falsos profetas. Reconozco su hartazgo con la clase política tradicional que gobernó El Salvador, su asco por las maras, su decepción con los problemas de la democracia, pero por favor no crean en falsos profetas que nacen en tiempos oscuros. Duden, increpen a Bukele y su cúpula, porque ellos son sus empleados. Efectivamente, el poder reside en “el pueblo”, pero cuando se cede mansamente, el que manda se cree divino, habla con dios, y con ese mesianismo decidirá cada aspecto de sus vidas. 

Si uno ve los escenarios de los Ortega-Murillo y Bukele, sin duda son distintos en muchas formas, pero el pilar que sostienen ambas tarimas es el mismo: el del autoritarismo y la violencia.  

Queridos salvadoreños, ya le dieron cheque en blanco a Bukele, pero quisiera decirles que aún no es tan tarde. Eviten la desgracia y el dolor. A esta pequeñita Centroamérica le basta sólo una Nicaragua sumida en las tinieblas totalitarias.

*Wilfredo Miranda Aburto es periodista nicaragüense, coordinador editorial de Divergentes y colaborador del diario El País. 

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