El irresistible placer de comer una baguette
Daniela Raffo
Dicen que, como siempre, con una mano atrás y otra adelante, Napoleón Bonaparte enfrentó a los rusos con un ejército que llevaba escondido entre sus pesadísimas ropas una baguette.
Por las dudas. Viaje largo. Un poco frío.
Pero el dicho se desmiente con un comentario un poco más rotundo. Para qué andar con baguettes si el ejército de Napleón llevaba sus propios panaderos.
Mito o no, en Francia, la baguette se come sin importar la ocasión. No hay queso sin baguette. No hay foie grass sin baguette. No hay París sin baguette.
Además, hay una persona que no solo la come sino que la ha transformado en objeto de estudio, llevando su miga esponjosa hasta el extremo de una tesis doctoral en la Universidad de Yale, bien alejada de su entorno de hornos y delantales blancos.
Steven Kaplan, encarnizado con la baguette tradicional de “solo agua, harina, sal y levadura” llegó a París en 1962 y sucumbió a los encantos de esta rubia trigueña. Le dedicó sus años. Recorrió cerca de 700 panaderías comprando 60 baguettes por día, y la estudió desde el siglo XVIII hasta hoy. El resultado: dos libros. "Le Retour du bon pain" (El regreso del buen pan) y "Cherchez le pain" (En búsqueda de pan), una guía de las mejores panaderías de París.
Alejada de los cafés franceses, la diva atravesó fronteras y con su aroma inconfundible se pasea por las calles de San Salvador desde las 7:30 de la mañana para gusto de un país que siempre se levanta temprano.