El Salvador / Impunidad

El virus del tiempo se lleva a otra víctima de El Mozote

Ángel Mejía, sobreviviente de la masacre de El Mozote, falleció el 23 de marzo a consecuencia de un cáncer. La pandemia del coronavirus afectó sus exequias, pero su legado ya quedó registrado en el juzgado que tramita el juicio por la masacre. Ángel Mejía protegió a su familia durante los años más cruentos de la guerra salvadoreña, y su resiliencia le permitió dar instrucciones para el cuidado de su esposa Rosario, aún afectado por el cáncer, desde su lecho de muerte. Su solitario adiós corona una vida marcada por la impunidad.


Domingo, 29 de marzo de 2020
Nelson Rauda y Fotos: Víctor Peña

Minutos antes de salir de su casa, Rosario López no sabía cómo iba a llegar al cementerio donde enterraría a Ángel, su esposo. Quería viajar en la carroza fúnebre, lo normal para una viuda, pero el motorista se negó. El 24 de marzo, El Salvador ya llevaba tres días de una cuarentena nacional obligatoria, y la Policía Nacional Civil y el Ejército ya habían detenido a más de 600 salvadoreños que andaban en la calle, dijeron las autoridades, sin una justificación válida. Algunos cuantos de los capturados eran de Morazán. El motorista no quiso arriesgarse. 

La marcha fúnebre nos saca de La Joya y nos lleva hasta la calle negra que serpentea esta zona. En estos días, en esta calle también ha habido miedo y confusión. Un funeral justifica casi cualquier cosa en días normales, pero durante esta pandemia la ocasión no vale para hacer excepciones, ni siquiera para el entierro del líder de una familia que sobrevivió -y denunció- la masacre de El Mozote. 

Los funerales no están contemplados dentro de las excepciones para salir de la casa en el decreto ejecutivo 12, que regula la cuarentena para todos. “Probablemente tendremos que ver fallecer a nuestros seres queridos, con suerte, a través de la pantalla de un celular, y quizás tendrán que enterrarlos en una fosa', dijo el presidente Nayib Bukele el 21 de marzo, aludiendo a las personas que mueran por coronavirus. La emergencia sume a todos en crisis, pero de alguna forma los más desprotegidos siempre sufren más. Rosario López, víctima, testigo judicial y referente de la masacre fue una de las primeras en sufrir un funeral casi a solas, aunque su esposo no murió a causa del virus.

Rosario López (center), 72 years old, prays together with the few family members who were able to attend the funeral of her husband, Ángel Mejía, on March 24. Photo for El Faro: Victor Peña
Rosario López (center), 72 years old, prays together with the few family members who were able to attend the funeral of her husband, Ángel Mejía, on March 24. Photo for El Faro: Victor Peña

Ángel Mejía murió el 23 de marzo, poco después del mediodía, en su casa en el caserío El Potrero, cantón La Joya de Meanguera, Morazán. Para llegar a la colina donde está su casa hay que internarse en una calle de tierra y pasar un riachuelo. Es un lugar recóndito, a tres horas y media de San Salvador. No hay cómo afirmar que el virus pueda llegar hasta aquí, pero bajo el decreto 12 todo el país es “zona sujeta a control sanitario”.  

Según funcionarios de la comisión municipal de Protección Civil, el de Ángel fue el primer funeral en Meanguera desde que El Salvador está en emergencia por coronavirus. Hay medidas que restringen las aglomeraciones y la circulación. Por eso la Policía llegó a la casa de Rosario a las cuatro de la tarde, a advertirle las reglas para la vela: no más de 10 personas al mismo tiempo dentro de su sala; que de laven las manos al entrar y salir. Un agente escribió con lapicero un letrero que pegó en la entrada: “ojo, lavarse las manos, por favor”.

Two-year-old Auner Amaya washes his hands. In the doorway, Don Ángel’s 87-year-old sister, María Santos. When news spread of Ángel
Two-year-old Auner Amaya washes his hands. In the doorway, Don Ángel’s 87-year-old sister, María Santos. When news spread of Ángel's death, police arrived at the house to explain hygiene protocols for funerals in response to the COVID-19 emergency. Photo for El Faro: Víctor Peña.

La vela de Ángel fue íntima. Los que llegaron contaron historias de sus amigos a los que la Policía casi detuvo, o las advertencias que ellos mismos han recibido por andar fuera de sus casas. Rosario no sabe cuánta gente la acompañó, pero un recipiente de agua de cinco galones se acabó en la noche. Los dolientes no se tomaron el agua, la usaron para lavarse las manos, un consejo omnipresente en estos días trastornados. “En otro tiempo, como ese hombre tenía amigos, habrían venido más”, lamentó Rosario. 

***

La vida de Ángel se puede contar en antes y después de la masacre. Vivió 37 años antes de ella y 38 años después. El control de los militares, su poder, marcaron buena parte de su vida e incluso su muerte. Los militares mandaban en las calles cuando Ángel nació, el 2 de noviembre de 1944. El Salvador salía de la dictadura del general Hernández Martínez. Ángel creció durante décadas de autoritarismo. Conforme la represión aumentó, hacia los 80, no tener una buena excusa ante un retén militar equivalía a ser desaparecido o asesinado. El virus que perseguía el Estado era el comunismo y todos eran sospechosos. Ahora que murió, el país es otro. El Salvador cuenta su sexto presidente desde que se firmó la paz pero, momentáneamente, los militares y policías mandan en las calles. Ya no persiguen comunistas, pero todos somos sospechosos de portar una amenaza terrible y silenciosa. La Asamblea le ha concedido al presidente poderes excepcionales para que implemente la mejor receta que el mundo ha encontrado para prevenir la propagación del nuevo virus: el aislamiento social.

La muerte de Ángel Mejía quizá habría permanecido anónima sino fuera por su excepcional sufrimiento. Ángel sobrevivió a la masacre de El Mozote, enterró a 24 de las víctimas, parientes suyos, y testificó en el juicio por la mayor masacre de civiles de toda la guerra salvadoreña. Ahora él, como Rufina Amaya, como Pedro Chicas, como Sotero Guevara y Andrea Márquez también se va de este mundo sin haber visto justicia. Víctimas que cargaron ellos solos a sus muertos, soportaron el escarnio de ser llamados guerrilleros, vieron cómo los políticos protegieron a los criminales que los dañaron y sus denuncias judiciales languidecieron en las cortes. Ahora en medio de una pandemia, su muerte pudo haber pasado inadvertida. Pero no es justo que pase inadvertida.

El cementerio municipal de Meanguera es un pequeño terreno polvoso en el que las tumbas se abultan sin un orden reconocible. 15 personas, todos con mascarilla, asistieron al entierro de Ángel. Tres de ellos eran funcionarios municipales: el síndico Morel Mejía, y los representantes del ministerio de Salud y Protección Civil. El síndico Mejía hizo las veces de sacerdote: dirigió una oración y unas palabras en el cementerio. “Esto es bien atípico”, dijo la funcionaria de Protección Civil. Calculó que a este funeral habrían asistido fácil unas 800 personas, una muchedumbre si se considera que en el pequeño pueblo de Meanguera solo viven unas 9000 personas.

Representatives from the Municipal Commission of Civil Protection for the municipality of Meanguera attend Ángel Mejía’s burial, ensuring that the gathering is not in violation of the new pandemic health protocols that put limitations on public assemblies. Photo for El Faro: Víctor Peña.
Representatives from the Municipal Commission of Civil Protection for the municipality of Meanguera attend Ángel Mejía’s burial, ensuring that the gathering is not in violation of the new pandemic health protocols that put limitations on public assemblies. Photo for El Faro: Víctor Peña.

“Yo me muero por darle un abrazo pero no podemos”, le dijo el delegado del ministerio de Salud a Rosario, casi disculpándose, tras el final del sepelio. El contacto físico está desaconsejado como una forma de prevención de la enfermedad que tiene al mundo en caos. Pero Rosario es fuerte, como lo era Ángel en vida.  

***

Ángel sobrevivió la guerra, el hambre, el dolor de perder a 24 familiares, además de su casa y sus posesiones, pero este 2020 ya no pudo con el cáncer alojado en sus pulmones. Fumaba desde los 12 años. Hace tres, había empezado un tratamiento por sus enfermedades respiratorias. Aunque empezó a tomar medicina, nunca dejó de fumar. Quizá solo se detuvo después de la masacre, cuando vagó, errante, junto a su familia, escondiéndose en las montañas de Morazán. 

Ángel tenía 37 años y Rosario 35 cuando ocurrió la masacre en La Joya, uno de los cantones que abarcó la Operación Rescate. Parece un detalle, pero para ellos es significativo que se nombre el lugar donde sufrieron y no el genérico “Mozote y lugares aledaños”. Visibilizar a sus muertos ha sido una lucha desde que esto ocurrió.

Se salvaron por la insistencia de Ángel. Escuchó en la radio que iba a haber “un operativo de tierra arrasada” y en la mañana del 11 de diciembre, escuchó los disparos y los gritos que se acercaban y subían la colina hasta donde estaba su casa. Ángel y Rosario tenían ideas diferentes de qué hacer. Él quería irse para el cerro El Perico y Rosario quería irse a la casa de su mamá. En esas estaban cuando Ángel decidió echar un vistazo.  “Yo lo que hice a las 9 fue tirarme en un maicillal, por un bordito ‘onde vi que venían los soldados ahí matando a la gente”, contaba hace un año. 

Ante la terquedad de Rosario, Ángel inventó una estrategia. “Entonces yo pensé: llevándome a los cipotes me va a seguir. Lo que hice yo fue que agarré una matata y eché unas galletas y dos atados de dulce y salí con los tres cipotes”. Tuvieron en total siete hijos, pero en aquella época solo era un niño y dos niñas. Funcionó: Rosario los siguió a un cerro que Ángel conocía perfectamente.

Desde las alturas, Ángel vio helicópteros y “chorros de soldados” incendiando las casas del cantón. Los soldados también mataron a los animales: cerdos, gallinas, perros. “En ese entonces quizá se aburrieron los zopilotes de comer”, decía. Después de cinco días de esconderse, los soldados se fueron. Ángel bajó a horrorizarse.

Vio en la casa de su suegra, dónde Rosario quería refugiarse, a decenas de sus parientes asesinados, debajo de árboles de mango. “¡Púchica!, dije yo. ¡Qué barbaridad la que vinieron a hacer estos ingratos! Porque casi eran manada de cipotes. Una cuñada tenía seis varones y dije a contarlos. Hallé a mi suegra, mis cuñadas, en fin, va. Y los conté”, decía.

En su siguiente parada, la casa de su suegro, encontró muerto a otros cuñados. “Ahí hallé a la finada Priscila con el vestido hacia arriba”. Ángel la cubrió, antes de seguir su recorrido. “Hallé a Arnoldo, el primer hijo de mi cuñada, con las tripas de fuera, con la cara gacha”. En total, halló a 24 de sus familiares.

Vivos encontró a Santos, el hermano de Rosario, y a Amadeo, hijo de Santos. Aquella vez, Ángel también demostraría su fortaleza. Santos le preguntó si había visto a María, su esposa. Ángel primero le mintió y le dijo que no, antes de contarle la verdad. 

—Mirá, esto es de hombres, Santos, hay que hacerle huevos—le dijo.

— ¿Y dónde está la María?

— En la entrada, donde el finado Jacinto Sánchez. Están todos muertos.

Santos lloró. “Pues sí, llorá -le dijo Ángel-, pero ya nos van a sentir los soldados”, le advirtió. Momentos después escucharon unos disparos.

Ángel y Santos enterraron a todos sus parientes. 39 años después, Santos y su hijo Amadeo asistieron a la vela de Ángel, la mañana del 24 de marzo. Por miedo a las restricciones de circulación, Santos no pudo acompañar hasta el cementerio a Ángel, el hombre que lo acompañó a velar y enterrar a su esposa asesinada. Antes de que sacaran el ataúd de la casa para dirigirse al cementerio, Santos abrazó la caja y se despidió de su amigo, su cuñado.

On December 11, 2017, José de Los Ángeles Mejía buried his children in the memorial plot in the canton of La Joya, three days after testifying in the Second Court of the First Instance in San Francisco Gotera. Photo: El Faro / Víctor Peña
On December 11, 2017, José de Los Ángeles Mejía buried his children in the memorial plot in the canton of La Joya, three days after testifying in the Second Court of the First Instance in San Francisco Gotera. Photo: El Faro / Víctor Peña

Ángel y su familia permanecieron cinco años escondidos para todo: para vivir, para cultivar maíz, para tomar agua. “Fue amargo esos años vivimos, sin esperanza de hacer nada, sin esperanza de salir. Y no teníamos ningún delito por qué huir”, contaba Ángel. La Cruz Roja los evacuó hacia un pueblo cercano, a finales de 1986. 

Aunque El Salvador es un país con una amnesia  despiadada para sus víctimas, la historia de Ángel es al menos parte de un expediente judicial abierto por la masacre. Ángel contó todo esto en el juzgado de Instrucción de San Francisco Gotera,  el 8 de diciembre de 2017. Tenía entonces 73 años. Quizá solo Rosario vea el resultado de ese juicio.

***

10 días antes de morir, el viernes 13 de marzo, su nieta Arely llevó a Ángel a la clínica comunitaria. El Salvador no tenía entonces ningún caso de coronavirus, pero la entrada de extranjeros al país ya estaba prohibida y los centros de contención se empezaban a llenar. Ese día se conoció la propuesta para declarar estado de excepción. Aunque la salud de Ángel desmejoraba, ese día aún conservó la fuerza para entrar caminando a su casa, después de ir a la clínica. Dos días después, lo hospitalizaron una sola noche, el domingo 15 de marzo. 

En el deficitario sistema de salud salvadoreño, la anticipación de la pandemia causa medidas drásticas. “El lunes 16 lo dieron y decretaron que tenían que sacar a todos los pacientes del hospital por el virus. Nos dijeron que lo cuidaramos en la casa”, dijo Arely. 

Ángel y su familia esperaron el final de sus días en casa. Permanecer hospitalizado tampoco le habría dado mucho más tiempo. El 18 de marzo, una tomografía reveló que el cáncer se había esparcido a su cerebro, y un tumor causaba la parálisis de la mitad derecha de su cuerpo. “El lado derecho se le durmió. Un pulmón se le había reventado de tanto humo que se agarra”, dijo Rosario, sentada en una silla plástica en su casa, antes del entierro.

Su nieta secunda: “Cuando regresó el día lunes del hospital ya no se le entendía nada, algunas palabras nada más”. 

***

Cuesta imaginar a ese Ángel vencido. Apenas en abril pasado, Ángel trepaba cerros con paso firme y sin esfuerzo. A sus 74, era pura fuerza y resistencia. Mientras subíamos el cerro El Perico, una vereda irregular llena de maleza alta, sudábamos gotas gruesas, nos quejábamos. Él, cuma en mano, calzando sandalias, nos guiaba sin protestar. Ángel subestimaba las distancias como suelen los campesinos. Mientras esperaba que le alcanzáramos, nos animaba y se daba el lujo de contarnos su vida en el camino hacia el lugar donde junto a su familia sobrevivió la masacre. José de los Ángeles Mejía, “Ángel”, cómo le decían todos, no estudió. “Se abrió escuela aquí en el cantón cuando yo tenía seis años. Mi papá me dijo ‘vos no vayas a la escuela, no vas a comer con lápiz. Ahí está la cuma, hay que hacer milpa’. Fui como tres meses”, nos dijo.

Ya en la cima del cerro se sentó a contarnos más historias. Dijo que jugó fútbol hasta los 58 años. “Yo de la defensa hacía goles. No hubo jugador en los años que yo jugué que me parara. Hoy no, yo me decepciono ver esos jugar hasta un partido de esos que son federados”, dijo. En medio de su repertorio de anécdotas, encendió un cigarro, justo después de contar las dos veces que se le apareció la Siguanaba, una leyenda salvadoreña sobre una atractiva mujer que, al toparse con los hombres, se transforma en un espanto que los asusta y los deja locos. Ángel logró salvarse, dijo,  porque de ella “uno se puede escapar si no le da la espalda”.

Cuando bajamos, presumió su fortaleza otra vez. Se rió de nosotros cuando con esfuerzo operamos su trapiche, un molino de madera que se activa girando una gran palanca para extraer jugo de caña de azúcar. Después Rosario nos lo sirvió mezclado con aguardiente. Recordar ese día, hace once meses, a unos metros de su ataúd, colocado en medio de la sala, es otra lección de la fragilidad de la vida, esas que abundan en temporadas como esta. “El orgullo que me queda es que vivimos 57 años y lo he cuidado hasta el último día de la muerte”, dijo Rosario.

Ellos dos se habían cuidado desde siempre.

Rosario López says goodbye to her husband, Ángel Mejía. “He’s in his last house now,” she said. Municipal Cemetery of Meanguera, Morazán. Photo for El Faro: Víctor Peña.
Rosario López says goodbye to her husband, Ángel Mejía. “He’s in his last house now,” she said. Municipal Cemetery of Meanguera, Morazán. Photo for El Faro: Víctor Peña.

Sentada frente a la puerta abierta de su hogar, Rosario cuenta que se conocieron en 1958. Ángel tenía 14 años y Rosario 12.  “Él por veces iba a clase. Yo no me la perdía”. Desde entonces recuerda la destreza física de Ángel, por entonces un muchacho que escalaba árboles como una ardilla para verla cuando regresaba de la escuela y acercarse a ella, con la complicidad de Santos y Vidal, los hermanos de Rosario. De vuelta del cementerio, Rosario señaló con el dedo el árbol donde Ángel la esperaba, en La Joya. Ese amoroso recuerdo le permite reconocer un árbol a la par de muchos otros en medio de la vegetación de una zona rural.

“Él le contaba a la gente: ‘esta me costó dos años porque la rogué’. Es que hay que hacerse la difícil una porque lo que no cuesta, no dura”, dijo Rosario, entre risas. “Imagínese, vivir 57 años. Y ahora lo más que viven unos dos años y ya no se aguantan”, remató. Empezaron a ser novios y se casaron tan pronto como pudieron: Ángel tenía 18 y  Rosario, 16. Como ella era menor de edad, solo se casaron por la iglesia. “Él me decía que el matrimonio religioso es el que da la gracia de Dios y el civil solo para los bienes materiales”, dijo Rosario.

Hacia el final de su vida, Ángel recordaba esos años con nostalgia. Cuando empezaron a ser pareja,  José María Lemus era el presidente y El Salvador pasaba por años de crecimiento industrial y económico, aparejado de dictadura y férreo control social. Ángel disfrutaba otro tipo de prosperidad. “Mire, antes, yo cipote venía a estas quebraditas, como a las dos de la tarde. En un ratito llenábamos la matata de canechos, de chacalines, de camarones. Ya llevábamos el con qué. ¡N’ombre es que ligerito traía su buena matatada!”, decía Ángel. “Pero como tanta bomba que cayó quizá, porque hasta las aguas se han mermado bastante, ya no es lo mismo como antes”, se lamentaba.

A falta de educación formal, Ángel atesoraba las lecciones inculcadas por su padre. “Es que antes había regla para todo. Mi papá decía hay que bañarse a los ocho días. Y el cabello no se lo podía quitar uno en  luna creciente, porque se le hacía el pelo pero grueso, como que era taza de zacate”. Por esto toda su vida solo se cortaba el pelo en “vaciante luna”, cada tres meses. Quitándose el sombrero para mostrarlo, se ufanaba de su cabello delgado, unos escasos hilos plateados. “Para otras cosas es que no tuve regla ni mierda, por eso es que ya no aguanto trabajar ja, ja, ja”.

***

Rosario, la viuda de Ángel, a sus 74 años todavía conserva su carácter fuerte. Pese a que su edad y diabetes la ubican en uno de los grupos más susceptibles a ser afectados por el coronavirus, ella no le teme a la pandemia. Contra la enfermedad se oye tan resuelta como cuando encaró a uno de los generales acusados por la masacre que diezmó a su familia, el 18 de julio de 2019

Antes de escuchar del coronavirus, Rosario escuchó mil amenazas mortales. Su vida corrió peligro demasiadas veces. Ella contó sus andanzas en el juicio abierto por la masacre y también ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en decenas de entrevistas y actos testimoniales. Está curtida. 

“Yo vi por televisión que de una serpiente y de un murciélago habían dependido ese virus, por estar arreglando esas comidas los chinos”, dijo Rosario. “Hoy después dicen que por el aire viene, que si le entra por la boca a uno, que si no toma agua se le va a los pulmones o directamente al estómago y ahí se muere. ¡Cuánto invento!”. Ella no lo ignora ni lo niega. “Yo sé que está y que es peligroso. Si yo me clavo en eso, me muero más ligero”, dijo. 

Sin miedos al virus, Rosario precisó la ayuda de sus nietos para dar las últimas vueltas de hospitales con Ángel. El domingo 22 de marzo, un día antes de su fallecimiento, viajó a Gotera para comprar azúcar, aceite y arroz. Ella se arriesgó. La noche anterior, el presidente había ordenado que nadie saliera de sus casas sino contaban con una justificación, y cientos de personas fueron aprehendidas porque las autoridades no les creyeron. Pero ella no estaba preparándose para la cuarentena, sino para el velorio. “Cuando él ya estaba bien mal fui a comprar para no estar desprevenida, porque siempre lo acompaña gente a uno y hay que darles de comer en la noche”, dijo.  

En la mañana del 24 de marzo, sobre la calle negra que lleva desde San Francisco Gotera hasta Perquín, un pickup difundía un mensaje por megáfono: “si no tienes nada que hacer quédate en casa, evitando el contacto con el coronavirus 19, previniendo esa mortal enfermedad”. Twitter es la red favorita del presidente Nayib Bukele para informar sobre la emergencia. Aunque en las zonas rurales también hay prevalencia de teléfonos celulares, las autoridades han diseñado otros métodos para comunicarse como los perifoneos, grupos de Whatsapp, o a través de liderazgos comunales, como las Asociaciones de Desarrollo Comunitario (Adesco). 

Antes de salir de la casa, los dolientes entonaron un cántico tradicional de la liturgia de difuntos. “Al Paraíso te lleven los ángeles, que a tu llegada te reciban los mártires y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén”, cantaban. El entierro de Ángel coincidió con el 40 aniversario del asesinato de monseñor Romero. Rosario no lo menciona, pero monseñor es ubicuo en este país: en el nombre de una colonia cercana en La Joya o en un calendario polvoso en su casa. La impunidad es un doloroso rasgo de país: tanto en el magnicidio de una figura tan reconocida como un santo así como en la masacre definitoria de la vida de un campesino. Dos casos emblemáticos, mencionados en el informe de la Comisión de la Verdad, dos casos con autores materiales e intelectuales (en el primero: el mayor d’Aubuisson y un escuadrón de la muerte; en el segundo, el Ejército y el Batallón Atlacatl). Y sin embargo, no existe ninguna condena en el país. Ángel, no hay duda, representa al pueblo de monseñor, y él es cercano a su grey hasta en soportar la inacción de la justicia.

Fuera de las calles polvosas de La Joya, en la calle negra, las confusas reglas ahuyentan a los dolientes. Los soldados sospechan de cualquier vehículo en el que viaje más de una persona. Por eso en esta caravana fúnebre hacia el cementerio de Meanguera solo van dos pickups y un camioncito, de esos que suelen viajar atestados en los pueblos y en los lugares donde no hay transporte público. Esta vez solo iban ocho personas en el camión. 

Ángel Mejía’s relatives ride in the back of a cargo truck. Three men and three women stand more than six feet apart as they head toward the Meanguera cemetery, in Morazán. They’re attending the funeral under new rules established one day earlier by the police in response to the COVID-19 emergency. Photo for El Faro: Víctor Peña.
Ángel Mejía’s relatives ride in the back of a cargo truck. Three men and three women stand more than six feet apart as they head toward the Meanguera cemetery, in Morazán. They’re attending the funeral under new rules established one day earlier by the police in response to the COVID-19 emergency. Photo for El Faro: Víctor Peña.

Algunas personas más se unen en el cementerio. Sus parientes enderezaron el cadáver en el ataúd y lo rociaron con su loción antes de cerrarlo. Tras colocar la caja en la fosa, vaciaron sacos con sus cosas a los lados del féretro: gorras, camisas, pantalones, zapatos, la ropa de cama, almohadas, pañuelos, toallas, una mochila, cinchos. Priscila, una nieta, se quita la mascarilla para llorar.

De Ángel se recordará su fuerza y vitalidad, su resiliencia, su testimonio de El Mozote. En su parentela, siempre será alguien que siempre hizo todo lo que pudo para proteger a su familia. Hasta el final. Arely, en su casa, cuenta que nueve días antes de morir, Ángel Mejía ya no podía hablar, pero tenía que dar un último mensaje a Rosario. 

Tal como en vida inventó una estrategia para salvarla del Batallón Atlacatl, desde su lecho de muerte ideó un plan para hacerle más llevaderos sus últimos días. Con la mitad del cuerpo paralizado, recurrió una vez más a su extraordinaria fuerza. Arely, una de sus nietas ideó una forma de comunicarse con él: ella le hacía preguntas y él respondía sí o no apretándole fuerte la mano. Ángel movía de un lado al otro la mano izquierda con la palma extendida, luego enseñaba cinco dedos y luego solo dos. Después de muchas preguntas, su familia descifró el mensaje. “Él le dijo a mi abuela que dejara de andar batallando con los animales y que de las cinco vacas, vendiera tres y solo se quedara con dos”, dijo Arely, la intérprete. Ahora en el cantón La Joya, hay tres vacas a la venta en casa de Rosario.

Ángel Mejía died from lung cancer on March 23, 2020. José de Los Ángeles Mejía was a victim and survivor of the massacre of El Mozote, in the canton of La Joya. He was also a witness in the ongoing trial surrounding the massacre. Photo: Víctor Peña/El Faro
Ángel Mejía died from lung cancer on March 23, 2020. José de Los Ángeles Mejía was a victim and survivor of the massacre of El Mozote, in the canton of La Joya. He was also a witness in the ongoing trial surrounding the massacre. Photo: Víctor Peña/El Faro

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