Luego de dos meses de emergencia nacional por la covid-19, hemos conocido poco sobre cómo se deciden las cosas, cómo se justifica lo que el Gobierno ha hecho hasta el momento o cuál es el interés real de lo no publicado. Con el paso de los días, las medidas se han ido poniendo cada vez más restrictivas y confusas, lejos de contarnos cuál es el plan, nos toca enterarnos a cucharadas a partir de lo que publica en redes sociales el presidente, de lo que filtran a viva voz los comisionados presidenciales cuando responden las preguntas de los periodistas y por lo que se dice a medias en las cadenas nacionales y conferencias de prensa.
Luego de varios amotinamientos, del uso de la UMO para mantener el control, de los desesperados reclamos de personas encerradas, así como de la muerte de pacientes que no han podido ser explicadas con claridad por el Ministerio de Salud, confirmamos que los centros de contención se enfocan en el miedo, el encierro y la estigmatización, pero no en el tratamiento de la enfermedad.
Sabemos que la ANEP negoció a puerta cerrada con el Gobierno y que la negociación terminó en el divorcio entre Javier Simán y el presidente. Ahora, el presidente y su hermano han decidió negociar con las cabezas de grupos empresariales más tradicionales del país, afirmando que han llegado a acuerdos que por el momento nadie conoce formalmente. Lo curioso es que en ambos espacios se habla de que finalmente hay acuerdos para la reactivación económica, sin tener en cuenta que nuestra economía se sostiene de la informalidad bajo la que subsiste muchísima gente, no sobre los hombros de grandes empresarios.
Asimismo, sabemos que Karim, el hermano del presidente, es el operador político más eficiente que tiene este Gobierno, sobre todo con ciertos grupos de poder vinculados a Arena y a los grandes empresarios del país. Por primera vez fue visto en la Asamblea Legislativa, a principios de mayo, cabildeando y negociando con toda la seguridad de alguien que puede decidir sobre el futuro de un país. El presidente lo defendió como delegado de su confianza y se amparó en que lo hacía adhonorem para, según él, eliminar la sospecha de nepotismo, cuando este no se circuscribe a recibir un salario, sino al poder que tiene en la toma de decisiones.
También ha sido notorio que el endeudamiento es el arma privilegiada por el Gobierno para atender la pandemia y sus consecuencias, pues la política pública que más se ha puesto sobre la mesa para proponer y confrontar a la Asamblea Legislativa han sido los préstamos. Pero a la fecha se desconoce cómo haremos para solventar estos compromisos, cómo se ajustará el presupuesto nacional o si esto conllevará un aumento de los impuestos para todos los salvadoreños, como ya especialistas del ICEFI han señalado.
El problema sigue siendo que no sabemos qué se negocia, qué se pone sobre la mesa o qué se pretende hacer. La renuncia de los representantes del Comité del Fondo de Emergencia, Recuperación y Reconstrucción Económica ha sido una señal extremadamente preocupante por su papel como auditores de los fondos públicos durante la emergencia, pero sobre todo cuando críticos del Gobierno, como la UCA, y aliados coyunturales, como la ANEP, deciden renunciar al mismo tiempo. Las razones que han esbozado sobre su renuncia evidencian la poca transparencia incluso para con quienes han sido nombrados para auditar el manejo de los fondos.
La falta de información y los pocos elementos que se han hecho públicos dejan entrever mucha desorganización y demasiados cabos sueltos. Aunque en medio de la emergencia tenemos actualizaciones de algunas cifras diarias, proyecciones fantasiosas –sin fundamento científico– y hasta clarividencia sobre dónde circula el virus, no sabemos el porqué de algunas acciones, decisiones e incluso amenazas del presidente y sus funcionarios. El monopolio de la información, la opacidad y su uso arbitrario han sido el fundamento de los movimientos gubernamentales durante la emergencia. No importa cómo se enfrente la pandemia, sino presentarse como exitosos, aunque esto signifique amedrentar a los ciudadanos y violar la ley.
Hay acciones que carecen por completo de sentido para atender una emergencia sanitaria: amenazar con poner en riesgo de infección a los que violan la cuarentena, favoreciendo así las arbitrariedades; estigmatizar a los enfermos como delincuentes o como una amenaza pública, en lugar de favorecer la protección y el cuido; no permitir el ingreso de salvadoreños a El Salvador, sí, a su país; y consentir cualquier abuso de la fuerza pública, tachándolo de un mero accidente. Más que la incapacidad de no aceptar los errores, es una simplificación de la mentira.
Si bien mediáticamente el Gobierno se presenta dialogante con grandes empresarios o con los partidos políticos, esto solamente se ha traducido en el chantaje y el tan acostumbrado comercio de votos, en el que la reputación de aliados como Gana habla por sí sola.
El presidente y sus voceros siguen afirmando que los salvadoreños somos necios e irresponsables, por lo que se nos debe disciplinar y educar – con botas y fusiles-. Esto a pesar de que el sacrificio colectivo, el respeto a lo regulado y la conciencia de ser solidarios, han sido llevados al límite, arriesgando incluso la subsistencia de las personas más pobres y vulnerables. La población ha mantenido la cuarentena y la principal evidencia es que la curva de infecciones y su letalidad se han mantenido bajas. La mayoría de los salvadoreños sigue cumpliendo.
Mientras en países europeos o la cercana Costa Rica a las restricciones les siguió la coordinación, comunicación y planificación conjunta de todos los actores sociales, económicos y políticos; en El Salvador los regaños e intimidaciones se han puesto por encima de los argumentos científicos y el razonamiento.
El discurso del Gobierno ahora se centra en la búsqueda sistemática de adversarios, no sabemos si para justificar las incapacidades en la ejecución de cualquiera de sus acciones o para mantener el discurso de los buenos y malos como argumento ante cualquier acusación. Lo que no hay que olvidar es que la música de fondo, en toda esta exhibición de frases ingeniosas y amenazas virtuales, es la elección legislativa y municipal programada para dentro de nueve meses.
Las peleas con una sigilosa Sala de lo Constitucional, con una Asamblea Legislativa extremadamente fragmentada y con la mayoría de las alcaldías opositoras concentradas en la reelección (a como dé lugar), han vuelto el terreno todavía más fértil para enfocar la agenda pública en los temas que se quieren y no en los importantes. Las violaciones a los derechos humanos, los desafíos públicos al Fiscal General y el menosprecio a los fallos de la Sala de lo Constitucional se han normalizado, a tal punto que los funcionarios, empezando por el presidente, los presentan mediáticamente como irrelevantes. El presidente y su gabinete parece que se conducen entre las leyes a su antojo, incluida aquella constitución a la que juraron someterse hace casi un año.
La experiencia de otros países ha demostrado que la mejor medida para enfrentar esta pandemia es la información, lo más detallada y clara posible, para generar confianza y acatamiento del plan que se decida implementar. Pero el uso de esta será exitosa solamente en la medida que vaya acompañada de dos aspectos adicionales: sensatez y decencia.
Tanto Bukele como su gabinete han demostrado ser muy audaces y competentes para manejar la agenda pública del país. Una fortaleza por demás necesaria si lo que se quisiera fuese articular cualquier esfuerzo nacional y enfocarnos a todos, bajo el liderazgo de los especialistas, en el enfrentamiento contra la covid-19. Esos atributos, sin embargo, han sido usados para dividir, no aceptar apoyos y acaparar los reflectores.
Bukele da cada vez más muestras de haberse convertido en un político extremadamente hábil, atrevido e irreverente. De aquella estirpe a la que se pertenece no solamente por ser parte de la élite y el statu quo del país, sino también por ser parte de aquel grupo que es cegado por el poder y la manipulación.