El último fin de semana de marzo de 2022 se rompió de forma violenta un pacto secreto entre el gobierno de Nayib Bukele y las pandillas en El Salvador. En las siguientes 72 horas, la MS-13 asesinó a 87 personas y la Asamblea Legislativa, por orden de Bukele, respondió decretando un régimen de excepción. Se dio poderes extraordinarios a la Policía y se suspendieron garantías procesales y derechos constitucionales como el de asociación o la privacidad de las comunicaciones. La medida, que la ley prevé que dure un mes, ha sido renovada 24 veces y sigue vigente. En dos años se ha detenido y encarcelado a 78,175 personas, a veces por la simple razón de estar nerviosas ante un policía. El Salvador tiene hoy en prisión el 2.46 % de su población adulta.
Juanita Goebertus, directora para las Américas de Human Rights Watch (HRW), acusa al gobierno salvadoreño de haber abandonado su deber de “garantizar libertades y derechos humanos al mismo tiempo que ofrece seguridad” a la población. “Centenares de personas siguen esperando algo tan básico como saber por qué está capturado su familiar”, denuncia, e insiste en que está documentada la “participación directa de guardias en hechos de tortura”. El presidente Bukele, dice, deberá un día ser investigado “por su responsabilidad en haber incitado este tipo de conductas”.
Abogada y politóloga, Goebertus trabaja desde hace 20 años en resolución de conflictos. Fue asesora en materia de derechos humanos y justicia transicional del ministerio de Defensa y el Consejo de Seguridad Nacional de Colombia durante los gobiernos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, y parte del equipo negociador del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC. Fue también diputada por el partido Alianza Verde antes de unirse en 2022 a HRW. Desde su nueva posición, alerta del retroceso generalizado de los derechos humanos en Centroamérica y el auge del autoritarismo tanto “en su versión más dictatorial, en Nicaragua, como en su versión más innovadora en El Salvador”.
Bajo el gobierno de Bukele, dice, ni siquiera el número de detenidos o la cifra de homicidios son verificables y transparentes, y “ningún ciudadano tiene hoy cómo defender sus derechos frente a un posible ataque por parte de un funcionario del Estado”.
En esta entrevista, concedida desde Bogotá, Goebertus se refiere también a la persecución estatal y exilio de defensores y defensoras de derechos humanos, fiscales o periodistas en el istmo: “el mayor obstáculo, lo que más les molesta, es una sociedad civil activa, deliberante, crítica, con capacidad de acceder a información incómoda para los gobiernos”, dice. La respuesta, especialmente en contextos como el salvadoreño en el que una mayoría de la sociedad acepta con una mezcla de normalidad y resignación la pérdida de libertades, debe ser según ella “resistir” y ganar el “pulso narrativo” al autoritarismo demostrando “que los derechos humanos no son un privilegio solo para algunos”.
El Salvador acaba de cumplir dos años bajo régimen de excepción. ¿Qué implica que esta medida se extienda por 24 meses seguidos?
Es la normalización de una situación que debería ser excepcional, y por tanto significa capitular el deber que tiene el Estado salvadoreño de garantizar libertades y derechos humanos al mismo tiempo que proveer seguridad. El presidente Bukele pretende plantearnos un falso dilema, como si la única manera de proteger a la ciudadanía fuese sacrificar sus derechos. El pueblo salvadoreño ya ha vivido por décadas sometido a la violencia de las maras, pero el modelo alterno no puede consistir en encarcelar sin garantías procesales a más de 78.000 personas, muchas de las cuales hemos documentado que no forman parte de pandillas.
Los detenidos en estos dos años no tienen forma de probar su inocencia. Enfrentan audiencias en las que se juzga de forma simultánea a más de 500 personas, sin acceso a abogados defensores, y en muchos casos hemos documentado que son sometidos a torturas y malos tratos en las cárceles. Hay incluso desapariciones y más de 200 muertes registradas bajo detención. Y este encarcelamiento masivo no va de la mano de una estrategia sostenible de desarticulación del crimen organizado.
Las medidas de excepción no se limitan a las personas detenidas: la privacidad de las comunicaciones está suspendida desde hace dos años para toda la población y, aunque fue luego reinstalado, por muchos meses se suspendió también el derecho de asociación.
Es una característica habitual en los países donde crece el autoritarismo: se pretende justificar las restricciones de derechos humanos y fundamentales bajo la idea de que “los malos” se lo merecían y perder derechos es su castigo, pero la historia en América Latina ha demostrado que cuando se abre la puerta al recorte de derechos nunca es solo para quienes cometen delitos. El razonamiento suele empezar por ahí, pero sin garantías de debido proceso mañana será cualquiera, un hijo, un amigo, el que se enfrentará al poder de un Estado sin control.
El gobierno de Nayib Bukele tiene absolutamente copados los poderes públicos. No hay contrapesos. En El Salvador ningún ciudadano tiene hoy cómo defender sus derechos frente a un posible ataque por parte de un funcionario del Estado.
Ha hecho referencia a las muertes y torturas en las cárceles. Por el volumen de casos parece algo sistemático. ¿Cree que se trata de una política deliberada del gobierno o del resultado de un clima de tolerancia al abuso?
El presidente Bukele y los miembros de su gabinete han hecho declaraciones que incitan a la tortura. Han insistido en que estas personas no son seres humanos y quienes hayan sido parte de las maras no tienen derechos, con lo cual tienen responsabilidad muy directa por dar órdenes que implican la deshumanización de los detenidos y derivan en lo que hemos documentado: cientos de personas que denuncian malos tratos y torturas. Y hablamos tanto de golpes constantes por parte de otros presos, frente a guardias que se quedan absolutamente quietos, como de la participación directa de guardias en hechos de tortura. La historia tendrá que investigar a Bukele por su responsabilidad en haber incitado este tipo de conductas con las órdenes que ha dado.
Familiares de víctimas del régimen de excepción ya han acudido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). ¿Cree que hay base para que las denuncias avancen?
Nosotros tenemos información de casos de tortura que sin duda ameritan un conocimiento por parte de la Comisión y seguramente luego de la Corte Interamericana. El reto al que nos enfrentamos es que El Salvador o Perú, junto a Venezuela y Nicaragua, atacan al sistema interamericano de derechos humanos y tratan de debilitarlo por su labor de control ante las gravísimas violaciones que han cometido sus gobiernos. Lo ven como un enemigo. Es probable que el gobierno de Bukele, de prosperar las denuncias, arremeta una vez más contra la Comisión o la Corte. Ojalá algunos de los países de la región que han alabado el “modelo Bukele” tengan el coraje de salir a defender al sistema interamericano, que ha sido tan importante en la defensa de derechos en toda la región.
¿Qué opina de la respuesta que ha dado el gobierno de El Salvador a las denuncias de graves violaciones de derechos humanos?
El presidente Bukele dijo en una rueda de prensa el día de su reelección que en cualquier país, incluso en el Reino Unido, se detiene a personas y después es la justicia quien decide si alguien es culpable o inocente. Pero lo que omite es que, tal y como están hoy las reglas en El Salvador, las personas no pueden defenderse en juicio. De las 78,100 personas detenidas según cifras oficiales, el dato que tenemos es que para agosto de 2023 se había liberado a 7,000, pero no sabemos cuál es el estatus legal de estas personas ni la etapa de proceso en que están las que siguen detenidas. Hemos preguntado constantemente por el número de condenas y el Gobierno de Bukele mantiene el dato oculto. Ni siquiera sabemos si alguno de los detenidos está realmente condenado. Hay casos en que pasan meses y meses, años, sin que las personas vean a un juez. Por eso la respuesta de Bukele es falsa, porque habla de control judicial pero eso es justamente lo que su gobierno no ha permitido.
De hecho uno de los casos presentados ante la CIDH es el de familiares de hasta 66 detenidos que no han recibido respuesta a sus solicitudes de habeas corpus.
El habeas corpus es la primera garantía procesal. Cuando el brazo armado, coercitivo de un Estado me captura, como ciudadano tengo derecho a que en un plazo muy rápido, habitualmente en las primeras 36 a 48 horas después de mi detención las autoridades me lleven ante un juez para que verifique si existen o no elementos mínimos de prueba que justifiquen que siga detenido. Esa garantía ha estado suspendida de facto y centenares de personas siguen esperando algo tan básico como saber al menos por qué está capturado su familiar. Cuando estamos dispuestos a tolerar esto porque pensamos que solo se va a capturar a pandilleros, abrimos la posibilidad a que cualquier ciudadano vaya a la cárcel sin que el gobierno tenga que presentar evidencia en su contra.
Una de las cosas más preocupantes del régimen de excepción es el procesamiento únicamente por ser miembro de una pandilla. Es cierto que esa herramienta jurídica se usa en otros países. Se aplica en Estados Unidos con la ley Rico. Pero la forma en la que está consagrada en El Salvador es tan amplia que todo el que ha tenido algún contacto con una pandilla, incluso un contacto no voluntario, puede terminar acusado. Por lo menos 2,800 menores de edad han sido ya procesados, y muchos de los casos que hemos documentado son de jóvenes que sufrieron intentos de reclutamiento por parte de las pandillas y sus familias lograron evitarlo, pero el mero contacto ha implicado una persecución.
Las personas detenidas o encarceladas llevan al menos dos años sin que se les permita recibir visitas, y hay familias que no saben exactamente en qué cárcel están sus hijos o hermanos. No sabemos siquiera si la cifra de 78.175 detenidos es real. ¿Han tenido forma de verificar el dato?
Ninguna. El problema de transparencia en El Salvador es tan grave que, si bien el trabajo de campo nos permite constatar que efectivamente ha habido una disminución de la violencia, ni siquiera la cifra de homicidios es transparente. No hay datos que nos permitan tener certezas.
Honduras o Ecuador han promulgado sus propias formas de régimen de excepción. ¿Cómo ve la fascinación que ha despertado en muchos países eso que llaman el “modelo Bukele”?
El modelo Bukele es muy poco claro, y lo que hemos visto sobre todo es un intento de copia del mecanismo de propaganda, expresado básicamente en las fotos de personas privadas de la libertad desnudas, hacinadas, en un intento por mostrar un sometimiento al Estado. Pero además, en la fascinación que nombras hay claras faltas de comprensión, de diagnóstico, de los distintos problemas de inseguridad y crimen organizado que se viven en la región. Ver a la ministra de Seguridad de Argentina pedir a Bukele que le enseñe a manejar la seguridad, cuando Argentina tiene históricamente una de las tasas de homicidios más bajas de América Latina no tiene sentido.
Por otro lado, las críticas al modelo se están centrando en la idea de que es una estrategia que funciona pero está mal, lo cual valida en parte la narrativa del gobierno de El Salvador.
Es fundamental que nos preguntemos dónde está la propuesta de un modelo de seguridad alterno, efectivo y al mismo tiempo protector de los derechos humanos. Eso supone desmantelar las estructuras de crimen organizado, implica persecución penal estratégica de los líderes para asegurar que no haya un nuevo proceso de reclutamiento, implica generar capacidad de investigación técnica judicial para cortar redes de corrupción, de lavado de activos, de tráfico de armas... Implica, por ejemplo, que a nivel comunitario haya alternativas de educación para el trabajo y que los jóvenes de barrios marginales tengan oportunidades distintas a ser reclutados por el grupo criminal de turno.
Ninguna de estas características, que son las que dan sostenibilidad a un proceso, las estamos viendo en el mal llamado “modelo Bukele”. ¿Dónde están los líderes de las maras? ¿Cuál es la capacidad de judicialización y esclarecimiento de lo sucedido? Hay que ser realistas, y en las comunidades, a nivel local, mucha gente dice que se siente más segura, eso es cierto; te dicen que hay un debilitamiento de las maras que operaban antes en esos territorios. Pero un desmantelamiento sostenible de esas estructuras de crimen organizado no lo estamos viendo.
Hay quien considera que la larga duración del régimen de excepción es una medida de control social y que aun si terminara formalmente en los próximos meses, seguirán en pie sus rutinas y efectos en toda la sociedad.
Nuestra primera recomendación es, por supuesto, que termine el régimen de excepción cuanto antes. Pero una vez lleguemos a ese escenario, que no se vislumbra a corto plazo, habrá que empezar a analizar los casos de cada una de esas más de 78.000 personas detenidas sin debido proceso. Y habría que liberar a una gran parte de ellos de los que no hay ninguna evidencia de su participación o membresía en maras o en la comisión de delitos. De lo contrario, aunque no haya régimen de excepción se van a seguir violando de manera permanente sus derechos.
Además, el régimen de excepción se da en un marco más amplio, configurado por la decisión de sacar al fiscal general que estaba investigando la corrupción en el gobierno Bukele; el cambio de composición de la Sala de lo Constitucional para que permita la reelección aunque la Constitución explícitamente lo prohíba; o la reforma de las normas electorales. Todo es un proceso de debilitamiento institucional al tiempo que se impone un discurso estigmatizante contra la sociedad civil, que manda a líderes de organizaciones y a periodistas al exilio para escapar de esa persecución.
¿Cree que el hecho de que El Salvador haya celebrado elecciones en un contexto de limitación de garantías cuestiona de alguna manera la legitimidad del resultado?
Sin duda. La legitimidad está cuestionada sobre todo por el hecho de que se haya dado una reelección prohibida por la Constitución. Además, en el marco del régimen de excepción se da todo un proceso de debilitamiento del Estado de derecho. El mejor ejemplo de lo que sucede es el del profesor universitario que fue capturado el día de las elecciones por leer en voz alta la Constitución en un centro de votación: una detención claramente ilegal, por leer la Constitución del país.
¿Qué diagnóstico hace del estado de los derechos humanos en el conjunto de Centroamérica?
2023 no fue un año positivo para los derechos humanos en América Latina en general, y eso no es distinto en Centroamérica. Por un lado hay restricciones a los derechos a la participación política, al derecho al voto, algo que sucedió claramente en Guatemala, pero también en buena medida en El Salvador. No creo que se haya dicho suficiente que las reformas que introdujo el gobierno de Bukele a la distribución de municipios, al número de diputados y a la forma en que se cuentan los votos para elegir a los diputados, tuvo un impacto directo en los resultados electorales, por lo que afectaron al derecho al voto y la participación. En El Salvador se vulneró el derecho al voto.
También hemos visto en la región restricciones muy serias al espacio cívico, a la operación de periodistas y organizaciones no gubernamentales, persecución de líderes... Y sin duda hemos visto el crecimiento de distintas formas de autoritarismo, tanto en su versión más dictatorial, en Nicaragua, como en su versión más innovadora en El Salvador.
En los últimos tres años se ha hecho común el exilio de opositores, de fiscales y jueces, de periodistas o hasta empresarios, algo que creíamos haber dejado atrás hace décadas. Se diría que incluso en contextos aparentemente democráticos ya no hay espacio para el pluralismo.
Para estos regímenes el mayor obstáculo, lo que más les molesta, es una sociedad civil activa, deliberante, crítica, con capacidad de acceder a información incómoda para los gobiernos. El caso más radical es el de Nicaragua, que empezó este año con 317 personas a las que quitó su nacionalidad, y que hace un año expulsó a 222 presos políticos a Estados Unidos. Son fenómenos que no veíamos desde Pinochet. Nicaragua acabó el año pasado, además, con más de 3,500 organizaciones no gubernamentales cerradas, lo que equivale a más del 50 % de las oenegés que existían en el país.
De manera más sutil, en Guatemala la persecución ejercida por el Ministerio Público que encabeza Consuelo Porras, contra jueces y fiscales que lucharon contra la corrupción, especialmente desde la expulsión de la CICIG, ha generado un exilio masivo que manda la señal de que todo aquel que luche contra la impunidad será perseguido judicialmente. Y está por supuesto el caso de El Salvador, donde las críticas públicas del presidente Bukele a los periodistas críticos ha generado una oleada de exilio en el periodismo de más alta calidad de la región en un claro intento de acallar su labor de control del poder, aunque no ha tenido éxito porque el periodismo resiste incluso desde el exilio.
En el caso de Honduras, a pesar de tener un gobierno democrático hemos visto casos dramáticos de asesinatos de líderes comunitarios y defensores de derechos humanos. De enero a agosto del año pasado casi 150 defensores y defensoras fueron atacados y hubo por lo menos 13 casos de homicidio, el 90 % de ellos relacionados con temas ambientales. En Honduras el 75 % de los defensores dicen haber sido atacados de alguna manera. De distintas maneras, los gobiernos de Centroamérica ven en la sociedad civil a su principal enemigo.
Con la excepción de Nicaragua, no parece que estos países hayan sufrido graves consecuencias en la arena internacional.
El año pasado la comunidad internacional demostró en Guatemala que cuando está dispuesta a actuar, logra efectos. Estados Unidos, la Unión Europea, los países de América Latina, tomaron la decisión de defender los resultados electorales y hubo consecuencias reales. Fue un triunfo de la sociedad civil, particularmente de las comunidades indígenas que se movilizaron en los últimos meses del año, pero es también el éxito de una comunidad internacional organizada que estuvo dispuesta a criticar lo que estaban haciendo Porras y el presidente Giammattei. Paradójicamente, esa misma comunidad internacional ha sido incoherente en el caso de otros países. Estados Unidos viajó a Guatemala, donde defendió la democracia y los resultados electorales, y luego cruzó la frontera a El Salvador y parece que se olvidó del estado de derecho y los derechos humanos. Estados Unidos cae en una enorme contradicción por cómo prioriza la migración. Cuando un país está dispuesto a colaborar con ellos en temas migratorios, Washington rebaja la presión.
Ha sido evidente también el pacto de silencio de los países centroamericanos sobre Nicaragua. Prolifera la idea de la no injerencia, como si los derechos humanos fueran asunto de soberanía. Y Europa y muchos países latinoamericanos anteponen otras agendas estratégicas.
En el caso de la Unión Europea y Estados Unidos sí hemos visto cómo pesa la idea de que China está ganando la batalla por la influencia en América Latina gracias a que no hace cuestionamientos sobre derechos humanos y estado de derecho. La reciente cumbre de la Unión Europea y CELAC demostró que Europa estaba dispuesta a priorizar las redes comerciales –por el efecto además de la guerra en Ucrania– por encima de los principios de defensa de los derechos humanos y la democracia.
En el caso de los países latinoamericanos, hay un reconocimiento de que las políticas de aislamiento de las dictaduras no han sido efectivas. Los casos de Nicaragua o Cuba muestran que la idea de que cortar relaciones diplomáticas propiciará que los gobiernos dictatoriales colapsen no se cumple. Pero quizá el país más coherente en la región ha sido Chile, que tiene una actitud dialogante pero no le ha temblado la voz para criticar gravísimas violaciones tanto de gobiernos de izquierda como de derecha.
El caso de Centroamérica es paradójico, porque opera como una hermandad. El BCIE es quizá el mejor ejemplo. En 2023 por fin hubo un cambio de liderazgo en el banco, pero veníamos de un escenario en el que ni siquiera países democráticos como Costa Rica o Panamá estuvieron dispuestos a cuestionar los multimillonarios préstamos a países como Nicaragua o El Salvador, incluyendo algunos créditos directamente relacionados con posibles violaciones a los derechos humanos.
También en lo diplomático, es un aval tácito a la idea, que Bukele trata de viralizar, de que los derechos humanos son un obstáculo.
Esa tesis de Bukele no es nueva. La usaron antes desde Fujimori en Perú hasta Uribe en Colombia, pasando por supuesto en su momento por las dictaduras del Cono Sur: es la idea de que el orden, la seguridad, tiene un precio y que los ciudadanos hemos de pagar ese precio. Latinoamérica ya vivió esta historia y sabemos que sacrificar los derechos humanos en pro de una propuesta política de seguridad puede dar pequeños resultados en el corto plazo pero en el largo plazo tiene un costo dramático en vidas humanas y legitimidad del Estado. Por eso insisto en que el reto es demostrar que es posible tener políticas de seguridad que son efectivas al tiempo que protegen los derechos humanos.
Ya lo hemos hecho antes. En Guatemala, en los mismos años en que operó la CICIG, la Fiscalía redujo de manera efectiva la tasa de homicidios mediante un proceso de fortalecimiento de la investigación y la capacidad forense. No existe esa supuesta rivalidad entre seguridad y derechos humanos.
Las redes de defensa de los derechos humanos atraviesan un momento difícil, de pérdida de terreno en la sociedad. ¿Qué está pasando?
El reto es seguir empujando, no darnos por vencidos y encontrar la forma de ganar, como sociedad civil, este pulso narrativo y deliberativo en torno a que los derechos humanos son la última defensa. Y para eso tenemos que demostrar que los derechos humanos no son un privilegio solo para algunos.
En cierto modo, en nuestra región, la realidad reciente contradice el discurso.
Sí y no. Nos falta memoria. Tal vez hoy en día haya sectores que piensen que los derechos humanos son la bandera de la población LGBT, o del movimiento feminista que ha defendido el derecho al aborto, pero esa misma bandera permitió antes la defensa de la libertad privada y que quienes en Nicaragua han sido despojados de sus bienes puedan defender su propiedad sobre la base de los derechos humanos, que es algo que probablemente gobiernos de derecha defenderían. Los derechos humanos fueron un consenso global justo porque permitieron que, independientemente de visiones ideológicas, visiones distintas de cómo resolver los problemas, pudiéramos tener al menos un punto de acuerdo mínimo. Hoy una nueva polarización global, que sin duda afecta a Centroamérica, nos ha hecho creer que no hay ningún punto de consenso.
El caso es que hay líderes que, sea cierto o no, están logrando que se asiente la idea de que las mayorías han estado desprotegidas y los derechos humanos han sido un privilegio de unos pocos.
La población salvadoreña ha sufrido gravísimas violaciones de los derechos humanos como resultado de la acción de las pandillas y de la falta de acción de sucesivos gobiernos para contrarrestarlas. La extorsión a las comunidades, los asesinatos de jóvenes en barrios olvidados, eran violaciones a los derechos humanos. Pero eso no nos quita legitimidad hoy para decir que, bajo el régimen de excepción, el presidente Bukele también ha violado de manera gravísima los derechos humanos. Lo que no podemos hacer, ni antes ni ahora, es denunciar unas violaciones y no otras. En Colombia por ejemplo, el movimiento de derechos humanos ha sido muy efectivo en denunciar violaciones cometidas por agentes del Estado y quizá le ha faltado ser mucho más propositivo. Es legítimo que la ciudadanía reclame ¿dónde estaban ustedes cuando me estaban extorsionando? Tenemos que hacer más, ser más proactivos en poner sobre la mesa ideas concretas de solución.
¿Estamos siendo lentos en la reacción frente a los autoritarismos?
Es difícil medir la velocidad cuando las cosas están sucediendo. Yo lo que veo a lo largo y ancho de América Latina, y sin duda de Centroamérica, es una sociedad civil muy activa, que no se rinde y que a pesar de las peores circunstancias, incluso desde el exilio, se está organizando, se está moviendo. La sociedad civil está actuando tan rápido como puede. Por supuesto, en este escenario tenemos que ser como siempre autocríticos, pero hemos de reconocer que estamos enfrentando ataques directos de gobiernos y lo que tenemos que hacer es resistir, poner los datos y los hechos sobre la mesa, denunciar.