El Salvador / Pandillas

¿Quién enseñó política a las maras?

Las pandillas salvadoreñas han ido moldeando su estructura interna y su conciencia política a golpe de decisiones del Estado. ¿Cuáles fueron los grandes hitos que sofisticaron a las pandillas hasta ser lo que son? ¿Qué relación tienen los expresidentes Flores y Saca con la creación de la ranfla nacional? En definitiva: cómo un grupo de deportados que apenas conocía el país terminó creando estructuras capaces de paralizar el país y de exigir una negociación con el gobierno. Este análisis aborda estas preguntas. 


Domingo, 26 de agosto de 2018
Carlos Martínez*

Un grupo de jóvenes de la pandilla Barrio 18 del municipio de Quezaltepeque, el 29 de agosto de 1997. Durante la década de los 90, el fenómeno de pandillas se instaló en el país y echó raíces en los barrios empobrecidos. En esta época hubo una precaria jerarquía interna y  muy poca coordinación entre clicas . Foto: AFP / Yuri Cortez  
Un grupo de jóvenes de la pandilla Barrio 18 del municipio de Quezaltepeque, el 29 de agosto de 1997. Durante la década de los 90, el fenómeno de pandillas se instaló en el país y echó raíces en los barrios empobrecidos. En esta época hubo una precaria jerarquía interna y  muy poca coordinación entre clicas . Foto: AFP / Yuri Cortez  

Era un tipo sencillo —quizá lo siga siendo— y era también vocero nacional de una de las tres grandes pandillas de El Salvador. Por lo regular, las otras dos pandillas confiaban en sus dotes de negociador hábil y contundente y le permitían, o le pedían, representar los intereses de todas las organizaciones con una sola voz.

Ese hombre conocía profundamente la naturaleza de su pandilla: entró siendo un adolescente, estuvo algunos años en la cárcel y escaló en la jerarquía de su barrio sobre la base de su inteligencia y su extraordinario talento para hablar, hasta convertirse en uno de los líderes nacionales de su organización.

Estuvo en cada una de las negociaciones que los pandilleros sostuvieron con los políticos, o al menos de las que conocemos hasta ahora: fue un agente activo de la Tregua y, cuando esta fue desmantelada, también participó en las negociaciones secretas que Arena, FMLN y Nayib Bukele propiciaron con estas organizaciones.

Haciendo memoria de los acercamientos con los políticos, recordó que lo tomó por sorpresa enterarse —a través de unos emisarios del FMLN— de que el entonces diputado Benito Lara les proponía reunirse secretamente para hablar de las elecciones presidenciales de 2014.  Le sorprendió porque el gesto no se correspondía con el comportamiento público de ese partido. Le sorprendió todavía más cuando los buscó Arena, que pagaba una millonaria campaña en radio, televisión y prensa escrita para desprestigiar al FMLN, acusándolos precisamente de negociar con las pandillas.

Cuando recapitulaba las lecciones más importantes que aprendieron de esos encuentros, dijo: “La verdad, la verdad, nosotros no estábamos pensando en eso. Los políticos fueron los que nos buscaron”.

Ese es el mejor resumen de este artículo.

***

La política suele correr mucho más lento que la realidad. En el caso del fenómeno de pandillas en El Salvador, para ser precisos, la política llegó con una década de retraso: la primera vez que las pandillas —“las maras”— alcanzaron el papel protagónico de villanos, de enemigos comunes de todos, de discurso político de alto nivel, fue en boca del expresidente Francisco Flores, que venía de conducir su partido, Arena, de una vapuleada histórica en las urnas, y necesitaba hacer sonar algún cascabel que cambiara el tema de discusión. A ese cascabel lo llamó “Plan Mano Dura”.

Así saltaron las maras de pronto al escenario político: para disimular los fracasos de un presidente y de un partido que buscaban remontar el descalabro de su imagen a contrarreloj.

El 23 de julio del año 2003, Flores convirtió las pandillas en el problema central de seguridad pública, y muy rápido comprendió —e hizo comprender a otros— la utilidad política de las pandillas y los efectos inmediatos en términos de popularidad que producían cuando se las pronunciaba en discursos.

Los primeros pandilleros de la Mara Salvatrucha-13 y del Barrio 18 llegaron a El Salvador deportados de Estados Unidos a finales de los 80 (algunos todavía alcanzaron a pelear en la guerra civil). Encontraron un territorio fecundísimo para hacer prosperar sus organizaciones, reclutaron a una generación de adolescentes que ya no vibraban con los signos de la guerra fría y que no tenían razones para pensar que el futuro les tuviera alguna buena promesa. Consiguieron echar raíces profundas entre los marginados y se hicieron muy pronto con el control de calles, plazas y barrios enteros. Cuando Flores elevó estas organizaciones a nivel de principal preocupación presidencial, hacía años ya que los ciudadanos de a pie padecían el control criminal que ejercían sobre el territorio.

La estrategia de Flores dio resultado. El público aplaudió al primer presidente que encaraba a las pandillas y les daba su merecido, ordenando que los policías los arrestaran en masa, incluso por su mera apariencia. A quienes padecían a las pandillas le dio igual que la llamada “Ley antimaras”, propuesta por Flores, fuera inconstitucional. El plan “Mano Dura” cumplió su objetivo: revivió a un presidente y puso su partido de nuevo en la ruta de la victoria electoral.

Del 23 de julio de 2003 al 30 de agosto de 2004, la Policía Nacional Civil reportó la captura de 19,275 supuestos pandilleros. De esos, el 91 % (17,540) fueron liberados casi de inmediato, cuando los jueces no encontraron ningún motivo para retenerlos. Solo el 5 % de todas esas capturas pasó a juicio.

El expresidente Francisco Flores saluda a las tropas que apoyaban en labores de seguridad pública en el municipio de San Marcos. Lo acompaña el exministro de la Defensa, Juan Antonio Martínez, y el exdirector de la Policía, Ricardo Meneses. En este evento se lanzó la segunda fase del plan Mano Dura, el 30 de enero de 2004. Flores elevó las pandillas al estatus de enemigo público número uno. Foto: AFP / Yuri Cortez.
El expresidente Francisco Flores saluda a las tropas que apoyaban en labores de seguridad pública en el municipio de San Marcos. Lo acompaña el exministro de la Defensa, Juan Antonio Martínez, y el exdirector de la Policía, Ricardo Meneses. En este evento se lanzó la segunda fase del plan Mano Dura, el 30 de enero de 2004. Flores elevó las pandillas al estatus de enemigo público número uno. Foto: AFP / Yuri Cortez.

Su sucesor en la Presidencia, Elías Antonio Saca, también de Arena, demostró ser un hombre que aprende rápido y de inmediato —el 30 de agosto de 2004, tres meses después de asumir la Presidencia— lanzó su propio plan, cuyo propósito era subirse en la exitosa ola de marketing producida por el plan Mano Dura, al punto de que sus publicistas no hicieron más que agregarle la palabra “súper”.  El plan “Súper Mano Dura”, en el fondo, tenía por objetivo reforzar la idea central de la estrategia: mantener las pandillas como principales adversarios y perfilar al presidente como el gran protector del pueblo. También funcionó. Durante todo su período, Saca mantuvo altísimos niveles de popularidad. 

Uno de los principales encargados de la imagen del expresidente Saca confesó a El Faro: “El Súper Mano Dura era una carpeta vacía, no existía un plan. Era solo publicidad”. En la práctica, esa administración tuvo dos grandes acciones legales contra las pandillas: una fue proponer más años de cárcel para los pandilleros y la otra fue asignarles cárceles exclusivas a cada pandilla.

Para evitar los desgastantes y mortales motines y batallas campales en las cárceles, el gobierno de Saca designó oficialmente, el 2 de septiembre de 2004, el penal de Ciudad Barrios y el de Quezaltepeque para uso de la Mara Salvatrucha 13, y las cárceles de Chalatenango y Cojutepeque para el Barrio 18.

Usar las “maras” —y el miedo a las maras— como combustible político dio como resultado leyes encaminadas a apresar a más pandilleros, leyes encaminadas a detener por más años a los pandilleros y cárceles asignadas exclusivamente a cada pandilla. Quizá en un primer vistazo no lo aparente, pero en medio de esas decisiones había lecciones sobre política que los barrios sí supieron leer.

***

Cuando la realidad se explica como una lucha de buenos y malos, de ciudadanos de bien, amantes del trabajo, versus unos malvados asesinos, ávidos de vicio y de vida fácil, hay muy poco que entender, muy pocas preguntas que hacerse. Entonces, la decisión de apalear y de aislar a los malos aparece como lógica, cuando no como única.

Al construir una narrativa oficial sobre las pandillas basada en una idea maniquea del fenómeno, tanto Flores como Saca desperdiciaron tiempo y recursos que hubieran podido ser empleados en hacerse preguntas que profundizaran el conocimiento que el Estado tenía de esas organizaciones: ¿dónde fueron creadas? ¿Cómo y por qué prosperaron en el país? ¿Cuál es su organización interna? ¿Por qué libran entre sí una guerra tan salvaje? ¿Cómo reclutan a sus nuevos miembros? ¿Cuál es el perfil de edad, socioeconómico, familiar, de educación de sus miembros? ¿Dónde ejercen su control? ¿Qué tan sólidas son sus finanzas y en qué se basan? Pero, según la lógica pública de Flores y de Saca, había pocas cosas que interesaban saber de los malos, salvo que cuantos más se consiguiera atrapar, mejor, y mientras más años se consiguiera tenerlos en cárceles, mejor todavía.

Las pandillas, que tenían años adaptándose a leyes estadounidenses que las prohibían, o que les impedían a sus miembros reunirse en público, a la deportación masiva de sus homeboys y a prosperar en un entorno que les era ajeno, hicieron lo que habían venido haciendo durante años: mutar, adaptarse para sobrevivir, perfeccionarse para encajar la nueva realidad.

Fue en esos años —del 2003 al 2006— cuando las pandillas construyeron las bases para convertirse en las organizaciones que son hoy: cambiaron incluso su apariencia estridente, dejaron de lucir como la Policía esperaba que lucieran; solidificaron y ampliaron su control territorial y se asumieron como lo que el Estado les dijo que eran: sofisticadas organizaciones criminales. Crearon jerarquías, estructura interna y perfeccionaron mecanismos para obtener y administrar dinero.

Según datos oficiales de la Fiscalía General de la República, en 2003 esa institución inició la investigación de 467 casos de extorsión pandillera en todo el año, motivados por denuncias ciudadanas, reportes policiales y actuaciones de oficio. Tres años después, la cifra de investigaciones por este delito se había multiplicado por siete: 3,161.  Aunque asumamos —como lo ha sugerido la propia Fiscalía— que esa cifra es solo la punta de un iceberg que esconde un enorme subregistro, habla con elocuencia de la forma sistemática y viral en que las pandillas descubrieron la extorsión como mecanismo de financiamiento y la convirtieron, si es que cabe la expresión, en la forma “institucional” de obtener dinero.

La primera década del siglo XXI estuvo marcada por una febril lucha entre el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha-13 por expandir sus territorios, sobre todo después de que controlar una cuadra más o una cuadra menos también significaba más o menos ingreso de dinero, según a cuántas personas o negocios o rutas de autobuses estuvieran en capacidad de extorsionar.

Los homicidios pasaron de 2,344 en 2002 —antes del plan Mano Dura y todo su montaje mediático— a 4,380 en 2006, cuando se encontraba ya enteramente consolidada la separación de las pandillas en cárceles y sus efectos en las calles.

En el caso del Barrio 18, esos años fueron suficientes incluso para adoptar una estructura completamente piramidal, bajo el mando de un solo sujeto: Carlos Mojica Lechuga —Viejo Lyn—. El descontento de sus seguidores terminó por destronarlo y condenarlo a muerte; para librar una guerra interna que terminó partiendo a la pandilla en dos facciones que se consolidaron como pandillas independientes, con sus propios liderazgos y sus propios territorios.

Pero la medida oficial que de forma más determinante hizo evolucionar esas organizaciones y propició la sofisticación de su estructura interna, la decisión que está en la base de todas las transformaciones mencionadas hasta este punto, fue haber otorgado cárceles exclusivas a cada pandilla.

Antes de que el Estado asignara prisiones completas a la MS-13 y al Barrio 18, la mayor parte de las penitenciarías tenían ya divisiones físicas para aislar a los miembros de cada barrio. Ahí, sin tener que preocuparse por los ataques de la pandilla enemiga o de las organizaciones carcelarias de “civiles”, las pandillas comenzaron a fraguar su propia política: se crearon incipientes organismos de liderazgo, que en un principio estaban diseñados para ordenar la convivencia de los homeboys dentro de los penales, para imponer reglas mínimas de conducta, y para aplicar castigos a los infractores. Enseñaban a los nuevos a comportarse con el porte de pandillero orgulloso y les relataban la historia de las pandillas, sus batallas fundacionales y su odio histórico hacia el enemigo.

Con el tiempo, las dos organizaciones —que acabaron siendo tres, con la ruptura de la pandilla 18—  designaron a sus líderes dentro de las cárceles y les entregaron poder sobre los pandilleros libres bajo una lógica que habían aprendido en las cárceles de California: todos los miembros del mundo criminal asumen que tarde o temprano terminarán en una cárcel, y una vez dentro es mejor estar rodeado de amigos que de enemigos. Con un agravante extra: si eras un pandillero que había desobedecido a los líderes encarcelados y la Policía te capturaba, sabías que no terminarías en cualquier cárcel, sino precisamente en aquellas controladas por las personas a las que agraviaste… y que pagarías el precio.

Las cárceles se convirtieron en zonas de despeje para las pandillas —horribles, desde luego, hacinadas, inhumanas, pero zonas de despeje al fin de cuentas—, donde los presos no estaban separados según el delito que cometieran, o según la cercanía con su lugar de origen; de manera que en las cárceles de la Mara Salvatrucha 13, por ejemplo, convivían los mareros que habían robado con los que habían violado y con los que habían matado. Aun hoy es común que los pandilleros se refieran a sus cárceles como “la casa” o como “la escuela”. En las cárceles se juntaron también pandilleros de todo el país: gente que probablemente no se habría conocido si la prisión no los hubiera juntado.

De pronto, las pandillas se encontraron con espacios exclusivos, libres de enemigos, desde el que emanaba autoridad sobre las calles y en el que era posible establecer comunicación con todo el país.

Viejo Lyn —probablemente el pandillero más conocido de El Salvador— no era nadie en las calles. Labró su prestigio y su poder dentro de las cárceles. Desde el sistema penitenciario se hizo del control de toda la estructura, ordenó asesinatos de opositores internos y centralizó un sistema de administración de los ingresos de la extorsión y de la venta de droga al menudeo.

Uno de los miembros más veteranos de la MS-13 recuerda con claridad cómo la ranfla histórica de su pandilla fue tejiendo una estructura de poder que enlazaba las distintas cárceles asignadas a la pandilla, y cómo esa cúpula carcelaria creó mecanismos para controlar la vida de los pandilleros en libertad.

Las pandillas dejaron de ser masas amorfas de personas más o menos vinculadas por símbolos comunes, y se convirtieron en organizaciones estructuradas, con cadena de mando, con una distribución planeada del territorio, con capacidad de articular estrategias a nivel nacional y de administrar racionalmente sus recursos. En otras palabras, estructuras dotadas de actividad política interna.

En suma, las leyes o las estrategias publicitarias de los últimos dos presidentes de Arena produjeron pandillas mucho más fuertes, con sofisticadas estructuras internas; introdujeron de manera paulatina la lógica económica en la guerra que libraban con sus rivales; le heredaron al país una dinámica bélica en plena escalada y un irreparable desperdicio de tiempo para comprender el principal motor de la violencia en el país. En este país donde, según las encuestas, la violencia representa la mayor preocupación de sus habitantes.

***

Antonio Saca terminó su período presidencial en 2009. Ese fue un año histórico: por primera vez asumía la Presidencia de la República un partido de izquierda, el FMLN, que coronó con éxito su estrategia de llevar como candidato a un outsider sin pasado político: el experiodista Mauricio Funes. Ese año, también fue histórico en otro sentido: El Salvador se convirtió en el país más homicida de todo el hemisferio; se alcanzó una tasa récord de asesinatos, que llegó a una insólita tasa de 71 homicidios por cada 100,000 habitantes. Cinco años antes, cuando Saca asumió el poder, el país ostentaba ya la tasa más alta de homicidios de Centroamérica: 48.6 por cada 100,000 habitantes.

Sin embargo, no fue hasta el año siguiente, 2010, cuando las pandillas dieron muestras evidentes de una sofisticación política que venía siendo madurada durante más de un lustro: el 20 de junio de ese año, la facción Revolucionarios del Barrio 18 incendió y ametralló un microbús lleno de civiles. 17 personas fueron calcinadas vivas en el centro del municipio de Mejicanos. El crimen horrorizó al país y supuso un nuevo y aterrador peldaño en la calidad de la violencia pandillera. El presidente Mauricio Funes —con apenas un año en el poder— tuvo que dar muestras de fortaleza y recurrió a las mismas estrategias que sus predecesores: leyes al estilo Mano Dura y una enorme inversión en publicidad.

De emergencia, ordenó al viceministro de Seguridad Pública, el jurista Henry Campos, que elaborara una nueva ley especial contra las pandillas. Todos los instrumentos legales que habían sido aprobados hasta ese momento habían sido declarados inconstitucionales por violar distintas garantías básicas: en marzo de 1996, fue aprobada la Ley contra la Delincuencia y el Crimen Organizado, pero fue declarada inconstitucional en febrero del año siguiente. En 2003 —como cristalización del plan Mano Dura— se aprobó una ley de carácter temporal conocida como Ley Antimaras, que también fue declarada inconstitucional al año siguiente.

El viceministro Campos tenía la tarea de diseñar una ley que consiguiera sobrevivir al análisis constitucional. Uno de los abogados que participaron en la discusión del proyecto legal, Roberto Burgos, recuerda que se enfrentaron con auténticos muros: “¿Cómo saltarse la presunción de inocencia? ¿Cómo se tipifica la conducta criminal? Nadie se ponía de acuerdo en cómo definir el concepto mara o pandilla”. Sin embargo, la ley no solo tenía el propósito de dotar al país de herramientas jurídicas para perseguir a las pandillas. También —quizá, sobre todo— pretendía hacer un gesto musculoso, sonoro… político, de cara al público. Buscaba exhibir, nuevamente, al presidente como un hombre de acción. La propuesta de ley fue presentada a la Asamblea Legislativa menos de un mes después del atentado contra el microbús, y aprobada el 1.° de septiembre por 78 de los 84 diputados.

La ley no hacía nada realmente nuevo, salvo mencionar con nombre y apellido a la Mara Salvatrucha-13, el Barrio 18 y otras estructuras menores; pero fue anunciada como la némesis de las pandillas. Prohibía la pertenencia a esas estructuras y buscaba perseguir sus finanzas. Ser miembro o colaborador de una de estas organizaciones podía acarrear diez años de prisión. En resumen, más de lo mismo: más cosas que se pagan con la cárcel durante más años.

“El contexto en que se hizo fue una reacción simbólica. Como toda ley que es simbólica tiene una aplicación bien reducida, porque ya teníamos un tipo penal llamado agrupaciones ilícitas. No era necesaria. Era más bien un gesto reactivo y político como todas las leyes anteriores”, valora Godofredo Salazar, juez especializado de sentencia de San Salvador. Este funcionario, uno de los encargados de procesar a los miembros de pandillas, asegura que el país ya contaba con leyes capaces de atajar todo lo que la nueva disposición presentaba como novedad.

Pero las pandillas se lo tomaron en serio, creyeron al presidente cuando dijo que esta ley las pondría en jaque, y decidieron huir para adelante, doblando la apuesta.  El 6 de septiembre, unos días después de que la Asamblea Legislativa aprobara la ley, la Mara Salvatrucha-13 y las dos facciones del Barrio 18 enviaron su primer gran mensaje oficial al gobierno: ordenaron un paro al transporte público y amenazaron de muerte a los empresarios de buses y microbuses que desobedecieran la orden.

Las pandillas enviaron un comunicado a las oficinas de Canal 21, que posteriormente se transmitió íntegro. En el comunicado, las estructuras se dirigían a la ciudadanía: “Los miembros de las pandillas MS y 18 pedimos al pueblo salvadoreño en general nuestras más sinceras disculpas por los inconvenientes causados, a través de un paro de buses que empezamos este día (…) queremos aclarar que dicha medida fue ejecutada con el único objetivo de ser escuchados (…). Hace un par de meses el presidente Funes llamó a una ronda de consulta de todos los sectores para tratar el tema de la violencia y no fuimos invitados”, rezaba el comunicado. Posteriormente iba al grano: 'Hacemos un llamado al Gobierno para que vete la Ley de Proscripción de Pandillas y los invitamos a iniciar un proceso transparente de diálogo con el fin de buscar solución al conflicto de la violencia'.

El paro inmovilizó aproximadamente al 60 % del transporte público a nivel nacional durante dos días, según las gremiales de transportistas. La Cámara de Comercio aseguró que la actividad comercial en las principales ciudades del país —Santa Ana, San Salvador y San Miguel— disminuyó un 40 %, produciendo pérdidas de 24 millones de dólares. El Gobierno sacó a las calles a 2,000 soldados para reforzar a los 3,500 que ya estaban prestando labores de seguridad pública. Salieron a la calle tanquetas de guerra, con cañones y ametralladoras pesadas. Más el caos, más la incertidumbre, más el miedo generalizado…

Las pandillas hicieron un gesto poderoso. Golpearon la mesa. Humillaron a las autoridades. Pero también ofrecieron una serie de indicios que en aquel momento pasaron bastante desapercibidos y cuyo significado profundo se perdió en medio del ruido: las pandillas —ahora con jerarquía, cúpulas y con un enorme control territorial— negociaron entre ellas y se pusieron de acuerdo. Coordinaron una acción a nivel nacional en conjunto con gran precisión y éxito. Más aún: creyeron que tenían ya el peso suficiente para pedir, sin atenuantes, ser tomados en cuenta como cualquier otro actor con peso político en el país. Pidieron negociar con el Gobierno.

Desde luego, el presidente Funes firmó la ley aprobada por la Asamblea Legislativa y lanzó una campaña publicitaria en la que un modelo se abría la camisa a lo Superman y cuyo lema era: “Nadie va a intimidar a El Salvador”. La publicidad brillaba en grandes carteles a lo largo y ancho de un país que acababa de sufrir el mayor acto de intimidación a nivel nacional desde que terminó la guerra civil.

El ministro de la Defensa Nacional, el general de división David Munguía Payés, cobró en esos días una gran notoriedad. Pidió que el problema de pandillas fuera considerado un asunto de seguridad nacional, en lugar de uno de seguridad pública, que se suprimieran de manera focalizada las garantías constitucionales, los derechos civiles y que se considerara la pena de muerte.

“Las pandillas quieren asustar a la población, mostrar su fuerza. Un Gobierno democrático, como el nuestro, no puede negociar con organizaciones criminales”, dijo el general Munguía Payés, burlándose de la propuesta de diálogo hecha por las pandillas.

***

El 14 de marzo de 2012, El Faro tituló su nota de portada “Gobierno negoció con pandillas reducción de homicidios”. El artículo revelaba una negociación secreta entre el gobierno del presidente Funes y las tres principales pandillas del país: había sacado de la cárcel de máxima seguridad a las cúpulas pandilleras y las había trasladado a prisiones comunes, controladas por sus estructuras. A cambio, los líderes debían imponer una tregua a sus organizaciones, con el fin de desplomar los asesinatos.

Meses atrás, y producto de una serie de intrigas políticas, el presidente Funes había decidido cambiar a su gabinete de seguridad pública, removió a un ministro que era miembro orgánico del FMLN y colocó en su lugar a un aliado y amigo de mucha confianza: el general de división David Munguía Payés.

Cuando se supo que el militar asumiría la seguridad pública, se extendió la idea de que la estrategia de gobierno se decantaría definitivamente hacia una especie de guerra abierta. El general Munguía Payés avivó esa idea, prometiendo que reduciría los homicidios en un 30 % en solo un año, y nombrando como director de la Policía a otro militar con rango de general.

Pero en secreto, el general Munguía Payés estaba convencido de una máxima que luego repitió hasta la saciedad: “Quien controle la guerra entre pandillas, controla los homicidios en el país”, y decidió proponer a las pandillas la posibilidad de llegar a un acuerdo. Este plan fue elaborado velozmente junto con su amigo y asesor personal Raúl Mijango.

El presidente Funes aprobó el arriesgado experimento a condición de que se mantuviera en secreto y de que no se hiciera a través de enlaces oficiales. El general Munguía Payés envió a su hombre de confianza, Raúl Mijango, y al obispo castrense Fabio Colindres a sondear las pandillas.

En cuestión de un mes, los emisarios habían conseguido llegar a un acuerdo. Descubrieron en las mazmorras de la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca el fruto de tantas decisiones tomadas anteriormente: había cúpulas con mucho poder, oradores bien dotados, la maduración de un incipiente discurso de lucha de clases, un conocimiento general sobre la historia del país y, sobre todo, voluntad de llegar a un acuerdo con el Gobierno.

En muy pocas semanas, los emisarios de la administración Funes consiguieron reunir a las cúpulas de las tres pandillas en una sola mesa de diálogo, elaborar un documento con el compromiso de cesar los homicidios y abrir el camino para establecer una negociación con las autoridades. Los líderes fueron trasladados a prisiones comunes y tomaron control pleno de sus estructuras.

Dos semanas después de que El Faro revelara las negociaciones entre el Gobierno y las pandillas, el presidente Funes se pronunció por primera vez. El 28 de marzo 2012, aseguró que no existía ningún acuerdo con pandilleros y que el Gobierno solo había facilitado una gestión de la Iglesia católica. Con el tiempo se sabría que la Tregua fue diseñada por el ministro y aprobada por Funes. Foto: archivo El Faro.
Dos semanas después de que El Faro revelara las negociaciones entre el Gobierno y las pandillas, el presidente Funes se pronunció por primera vez. El 28 de marzo 2012, aseguró que no existía ningún acuerdo con pandilleros y que el Gobierno solo había facilitado una gestión de la Iglesia católica. Con el tiempo se sabría que la Tregua fue diseñada por el ministro y aprobada por Funes. Foto: archivo El Faro.

Las cúpulas dieron una muestra de su enorme autoridad, desplomando los asesinatos de la noche a la mañana en un 60 %. El Salvador dejó ese año, 2012, el podio de los países más violentos del mundo.

Cuando El Faro descubrió el acuerdo, las autoridades decidieron mentir y negar que hubiera un trato con las pandillas. Modificaron poco a poco la versión oficial hasta que se estancó en una fórmula lo más ambigua posible: el Gobierno aseguró que simplemente había “facilitado” la labor de los emisarios, que eran —según el relato presidencial— los verdaderos dueños del proceso.

En pocas semanas, gracias a la Tregua, los pandilleros pasaron de ser villanos innombrables a dar conferencias de prensa en conjunto, a emitir comunicados, a declarar las escuelas como zonas de paz, a alardear de respeto hacia la mujer, a hacer llamados a la nación, a reunirse con el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, a participar en reuniones de concejos municipales, a protagonizar actos públicos —con cuerpo diplomático presente— para entregar armas. A ser la voz cantante, a llevar la iniciativa, a anunciar como logro —como su logro— la reducción de los asesinatos a nivel nacional.

El general Munguía Payés admitió en más de una ocasión que para dar sostenibilidad al proceso era imprescindible dotar de un poder estable a las cúpulas pandilleras. El militar creía que si el experimento iba a devenir en una mesa de diálogo formal, era necesario poder confiar en que las estructuras se someterían a lo pactado por sus líderes, y decidió fortalecer las ranflas: las hizo visibles, para que hasta el más niño de los aspirantes a pandillero pudiera tener claro quién mandaba en su pandilla. Les permitió rodearse de símbolos de poder, tener roces públicos con ministros, alcaldes, diplomáticos, obispos y periodistas.

Las pandillas reforzaron su jerarquía interna y consolidaron el liderazgo de las ranflas. Pero la gran adición al caldo no fue esa, sino una más sutil: los barrios cobraron conciencia de su propio peso político, al comprenderse a sí mismos como protagonistas de procesos nacionales y al entender definitivamente el valor político de administrar el uso de la violencia. Aprendieron a desear cosas que antes no deseaban y se creyeron con derecho a desearlas.

Todo eso era necesario como precondición para establecer una mesa de diálogo formal con las pandillas, pero esa mesa jamás llegó a ocurrir.

La sociedad salvadoreña jamás vio con buenos ojos las aproximaciones de sus autoridades con las pandillas, y el presidente Funes decidió dejar naufragar la Tregua de cara a las elecciones presidenciales de 2014. El experimento duró 15 meses en que los homicidios se desplomaron, permitiendo que el país alcanzara una tasa de 39.4 por cada 100,000 habitantes al finalizar 2013. Pero en plena campaña electoral, los partidos de oposición —conscientes de la escasa popularidad del experimento— usaron la Tregua como arma arrojadiza contra el partido oficial, y este se distanció del proceso.

Todas las energías acumuladas, todo el aprendizaje que las pandillas habían obtenido durante esos meses no fueron canalizados hacia ningún sitio. Pero los barrios lo sumaron a su lista de lecciones aprendidas.

Al andamiaje estructural que habían acumulado y depurado, a su alcance nacional, y a la sofisticación de sus mecanismos de financiamiento, las pandillas agregaron una creciente conciencia política y el prurito de un discurso reivindicativo.

En la vida política formal, los partidos y los políticos también tomaron nota: aquellas eran unas organizaciones apetecibles por su fuerza y por su disciplina, pero eran aliados tóxicos, cuya cercanía producía un gran lastre electoral. Negociar con las pandillas no era rentable… al menos si se hacía en público.

***

Cuando la Tregua se fue al traste, las pandillas mantuvieron mecanismos fluidos de diálogo: las dos facciones del Barrio 18 y la Mara Salvatrucha-13 crearon una especie de comité que siguió teniendo encuentros con iglesias, oenegés, diplomáticos y periodistas. Las ranflas alternaban las labores diplomáticas y de relaciones públicas con sus actividades criminales, mientras mantenían un acuerdo explícito: los territorios que ya tienen dueño deberían ser respetados, pero aquellos que todavía estaban en disputa podrían ser peleados. Aunque redujeron los asesinatos durante la Tregua, jamás dejaron de extorsionar y de ampliar el rango de sus extorsiones: desde una pequeña tienda hasta transnacionales como la Coca-Cola.

Las pandillas continuaron pidiendo en público que el diálogo se reanudara. Incrementaron violentamente los homicidios durante algunos días, como recordatorio de las consecuencias de ignorarlos; y los bajaron nuevamente, como recordatorio de su poder. Pero a medida que se acercaban las elecciones presidenciales de febrero de 2014, las posibilidades de reanudar el diálogo se esfumaban. Todos los partidos, incluido el FMLN, abjuraron del proceso y abominaron —en público— la idea de negociar con las pandillas.

Por eso, aquel líder pandillero del que se habló al inicio de este artículo se sorprendió tanto cuando fue convocado por el diputado Benito Lara para iniciar un diálogo directo entre el partido oficial y las pandillas. El diálogo que proponía Lara —que terminó siendo ministro de Seguridad Pública— no tenía que ver con la reducción de los homicidios ni con la de ningún otro delito. Quería que las pandillas les ayudaran a ganar elecciones, a movilizar nuevos votantes y a intimidar a los votantes contrarios. Los barrios actuaron como una sola fuerza: discutieron el asunto en conjunto, pidieron asesoría de Raúl Mijango y juntos decidieron poner precio a su trabajo. Según las versiones de pandilleros que participaron en esos encuentros, al FMLN en total le cobraron $250,000 por hacer de agentes de campaña, más la promesa de reanudar el diálogo si conseguían la Presidencia.

Durante meses, se reunieron con los diputados Benito Lara y Arístides Valencia, planearon el despliegue territorial con fines electorales y se sentaron a hacer castillos en el aire: el FMLN les llegó a ofrecer un programa de microcréditos de 10 millones de dólares, para que los pandilleros emprendieran pequeños negocios. Ofreció a los representantes de las ranflas que ellos serían el comité de aprobación de créditos. Pero algo habían aprendido las pandillas sobre realpolitik, y grabaron aquellos encuentros. Una parte de los videos que fueron filmados durante esas reuniones terminaron viendo la luz como mecanismo de venganza o de chantaje de las pandillas.

Con el tiempo, Arena se enteró de las negociaciones secretas de sus adversarios políticos, y decidió hacer lo propio. Convocaron su propia reunión secreta. El segundo al mando del partido, Ernesto Muyshondt —actual alcalde de la capital— ofreció el oro y el moro: prometió remover el régimen de máxima seguridad, les consultó su opinión sobre quién debería ser nombrado ministro de Seguridad Pública y les prometió abrir canales de diálogo si ganaban las elecciones. También pagaron 100,000 dólares como anzuelo, según la información recabada por la Fiscalía, y la versión de pandilleros que estuvieron ahí.

Finalmente, los pandilleros se decidieron por el FMLN —o al menos eso sostienen—. Lo hicieron, en parte, espantados por la campaña arenera, que condenó la Tregua y que insinuaba una y otra vez que con los mareros había que hacer “lo que había que hacer”. El partido oficial volvió a ganar las elecciones presidenciales y convirtió en presidente de la República al único miembro de la comandancia general de la exguerrilla que todavía sigue en sus filas: Salvador Sánchez Cerén.

Acto seguido, el FMLN traicionó a los barrios.

Benito Lara se convirtió en ministro de Seguridad Pública; Arístides Valencia, en el de Gobernación. El nuevo Gobierno suspendió todo canal de diálogo. El presidente Sánchez Cerén asumió el poder en junio de 2014. En enero de 2015, ordenó regresar al régimen de máxima seguridad a todos los miembros de las ranflas y anunció su propia y reforzada versión del Plan Mano Dura. Para las pandillas, más de lo mismo: operativos policiales más agresivos, condiciones carcelarias más severas y la promesa de jamás, nunca, establecer ningún tipo de diálogo.

En 2015 tuvieron lugar las elecciones de alcaldes y diputados. La creciente estrella de la política salvadoreña, Nayib Bukele, aspirante a alcalde de la capital temió pagar los platos rotos del que entonces era su partido, y convocó sus propios encuentros secretos con las pandillas donde entregó, según testigos pandilleros y del círculo del exalcalde, una suma entre los 20,000 y los 30,000 dólares, como pago por no boicotear su candidatura.

Los políticos, que hacía más de una década habían descrito a las pandillas como unas organizaciones disparatadas, llenas de jóvenes maniáticos con los que era imposible entrar en razón, ahora les enviaban otro mensaje al arrodillarse para mendigar su ayuda. Si los barrios intuían su valía política, si se intuían aliados apetecibles y necesarios para alcanzar el poder y para gobernar, los políticos —los más influyentes políticos del país— se encargaron de confirmarles sus sospechas. En delante, estas organizaciones no olvidarían más esa lección.

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“Nosotros no podemos volver al esquema de entendernos y de negociar con las pandillas, porque eso está al margen de la ley (…) nuestra obligación es perseguirlos, castigarlos…”. Este fue parte del discurso con que el presidente Sánchez Cerén puso la lápida a los restos de la Tregua y anunció el giro radical de su gobierno con respecto al tema.

Como nunca antes —nunca antes—, la estrategia del Gobierno se basó en represión. Ni el Mano Dura, que permitía a los policías arrestar a personas por su mera apariencia; ni la Súper Mano Dura, que consolidó el régimen de máxima seguridad de Zacatecoluca y lo usó para intentar decapitar las pandillas, tuvieron la aplicación práctica en el terreno, en el uso desmedido de la fuerza de parte de los cuerpos de seguridad pública como la estrategia del segundo gobierno del FMLN.

En 2015 ocurrió además algo que parecía imposible: El Salvador superó su propio récord de homicidios, y alcanzó una tenebrosa tasa de tres dígitos: 103 asesinatos por cada 100,000 habitantes. El Salvador se convirtió en el país más homicida del mundo, con la excepción de algunos pocos países en guerra abierta.

Agentes de la Policía entierran a la agente Wendy Yamileth Alfaro Mena, en el cementerio Analco, de Zacatecoluca, el 22 de abril de 2015. En 2015, 63 policías fueron asesinados, según la PNC. La represión gubernamental provocó que las pandillas apuntalaran a los policías como objetivos de sus atentados. Foto: Archivo de El Faro.
Agentes de la Policía entierran a la agente Wendy Yamileth Alfaro Mena, en el cementerio Analco, de Zacatecoluca, el 22 de abril de 2015. En 2015, 63 policías fueron asesinados, según la PNC. La represión gubernamental provocó que las pandillas apuntalaran a los policías como objetivos de sus atentados. Foto: Archivo de El Faro.

El Gobierno del presidente Sánchez Cerén relajó los controles internos de la Policía hasta casi hacerlos desaparecer, y acuerpó políticamente a los agentes señalados de cometer abusos o ejecuciones extrajudiciales. A partir de 2015, se fueron acumulando las denuncias periodísticas, los informes de organismos de derechos humanos e incluso la condena de las Naciones Unidas frente a la nueva estrategia manodurista del FMLN.

En 2014, la Policía aseguró haber matado a 103 pandilleros en supuestos enfrentamientos armados. En 2015, mató a 406; y un año después, a 591. La proporción de pandilleros asesinados con respecto a la de heridos superaba todas las lógicas admisibles en una tasa de letalidad bajo condiciones reales de enfrentamientos armados.

Al uso desmedido de la fuerza policial, las pandillas respondieron convirtiendo a los agentes de la ley y a sus familias en objetivos directos de su violencia: entre 2015 y 2016, las pandillas asesinaron a 110 policías, a 47 soldados y a un número indeterminado de familiares de unos y otros; realizaron atentados, atacaron delegaciones policiales y guarniciones castrenses. Se abrió una cadena de venganzas entre criminales y policías que amenazó con desdibujar la diferencia entre unos y otros, y cuyos efectos colindaban peligrosamente con la palabra guerra.

Las pandillas consiguieron sostener un pulso directo con el Estado. En julio de 2015, volvieron a repetir la humillación de paralizar el transporte público durante casi una semana, mientras el Gobierno se enredaba en su propio desconcierto y evidenciaba su incapacidad de responder al golpe.

En suma, a unas estructuras cuya evolución había estado a cocción rápida, se les agregó un elemento subversivo: la transformación de la dirección de la violencia.

Durante décadas, las pandillas guerrearon entre ellas en más de un país. Su poder convivió con el poder del Estado sin entrar en conflicto directo, cogobernaron comunidades, barrios, municipios, el país entero, sin que el poder y la presencia de uno fuera un obstáculo real para el ejercicio del poder del otro. Las pandillas definían su identidad a través de una guerra con sus pares, que les dotaba de instrumentos para medir la valía y el arrojo de sus miembros, y consolidaba su sentido de pertenencia y lealtad. Pero ahora entendían al Estado como enemigo común, se entendían a sí mismas como adversarias bélicas del Gobierno y de sus agentes.

Si se entiende que la violencia es un elemento decisivo e imprescindible para explicar la naturaleza de una pandilla, el objetivo de esa violencia y su dirección son indicadores claves para comprender la lógica de su evolución.

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En 2003, un presidente aseguró que esas organizaciones eran el enemigo público número uno; luego se les facilitó espacios para organizarse, para crear cúpulas nacionales de dirección y agregar el elemento económico al conflicto por el territorio; luego se les permitió consolidar su conciencia política y se empoderó a sus líderes como actores de la vida pública del país; luego se les enseñó la lógica oscura de la política y se les confirmó como organizaciones necesarias, como poderes fácticos. Finalmente, se les condicionó para entenderse en guerra con el Estado.

Al día de hoy, las pandillas siguen exigiendo —por las malas y por las buenas— una negociación con el Estado: La Mara Salvatrucha-13 ha llegado a ofrecer su propia desarticulación, y ha dado muestras claras de mantener un debate político en su interior.

Por lo pronto, del lado legal de la ecuación, no parece haber voluntad de ningún político, de ningún partido, de ningún representante de la sociedad civil con peso real, de contemplar el diálogo o la negociación como una salida real.

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A aquel pandillero, que solía ser vocero de todas las pandillas, se le daban muy bien las frases lapidarias, los resúmenes escuetos. En medio de una entrevista me preguntó:  

—¿Y por qué no puedo ser legal yo? ¿Qué me lo impide? Si quiero ser una ONG necesito a 17 personas como mínimo y un abogado que llegue a verificar un acta, la presento y ya soy una ONG.

Le respondí indignado, todo un representante de la sociedad legítima:

—¿Nos pedirías a todos “olvídense de que cosimos a tiros a una señora y a sus hijos en Plan de la Laguna; de que quemamos un bus lleno de gente; de que desmembramos mujeres'? ¿Nos pedirían que nos olvidemos de lo duro que les hacen la vida a las comunidades, de que tus muchachos expulsan a comunidades enteras de sus casas, de la extorsión...?

Respondió con una lógica cínica, pero temible por pragmática, por real:

—No tendría yo que decirle a nadie que lo olvide. El tiempo es el mejor juez en una situación como esta. Te cuento rápido: tuviste un movimiento social en El Salvador y comenzaron los guerrilleros, peleando por los derechos del pueblo... pero luego no me vengás a decir que al final de la guerra no se habían corrompido. ¡Claro que se habían corrompido! Teníamos gente metida en cosas que no eran principios sociales: porque el secuestro no tenía nada que ver, ni la extorsión o llegar a cerrar un beneficio de café por no pagar extorsión... La fábrica ADOC pagaba renta desde aquel entonces. Esto no es nuevo. No le pido a nadie que olvide nada, el tiempo va a hacer que olviden. ¡Ya se nos olvidó! ¿Y no hasta fuimos a votar por ellos? Por otro lado, tenés aquellas grandes masacres que el Ejército llevaba a cabo... y ahí tenés coroneles que son diputados y una Tandona disfrazada, y no se sabe si d’Aubuisson mató a monseñor Romero ¡Fijate! Ey, es posible olvidar...

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Posdata: mientras se escribía este artículo, los diputados aprobaron —por unanimidad de todas las fuerzas políticas— un pliego de medidas encaminadas a aislar a los pandilleros que guardan prisión. Tanto las Naciones Unidas como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y varias organizaciones civiles habían pedido a los legisladores que no aprobaran ese paquete de medidas por violatorias de los derechos humanos básicos. La Cruz Roja Internacional denunció las deplorables condiciones de las cárceles acentuadas por la obligatoriedad de permanecer 24 horas al interior de las celdas, y advirtió del riesgo de generar un brote de tuberculosis fuera de control. El ministro de Seguridad, Mauricio Ramírez Landaverde, se ha esforzado de manera explícita por dotar a las cárceles para pandilleros de una aureola temible, de la apariencia de un castigo insoportable. Hasta el 23 de agosto, habían sido asesinados 15 miembros de la corporación policial. 

*Carlos Martínez ha cubierto el fenómeno de las pandillas desde 2011 como parte del equipo 'Sala Negra', con el que El Faro se propuso dar cuenta de los motores de la violencia en América Central. 

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