Pasadas las nueve de la noche del viernes, medio centenar de personas forman un círculo, moviendo su peso de un talón a otro y aplaudiendo al son de un grupo de tamboristas con trenzas. Un joven flaco, vestido de rayas blancas y negras, se sube a un monociclo de dos metros y medio de altura. Un compañero le lanza tres bolos y empiezan los malabarismos, las dos manos bailando, una pierna al aire de vez en cuando. Entre aplausos, se baja de un salto, agarra una antorcha encendida, se arrodilla y la extiende como una lanza. Otro, el pecho solo cubierto por un chaleco de cuero negro, se acerca bailando y escupe una bocanada de gasolina que se vuelve llamarada. Es una protesta, un bloqueo de tráfico y una fiesta.
Debajo de un paso a desnivel cerca del Mercado La Reformita, en Zona 12, al suroeste de Ciudad de Guatemala, bajo la luz amarilla de las farolas y una lluvia intermitente, una docena de universitarios se ha unido esta noche al paro nacional impulsado desde hace cinco días por los principales movimientos indígenas que tiene de rodillas al comercio del país y ha aislado aún más a la Fiscal General Consuelo Porras, antagonista de un pulso político que puede definir el futuro de Guatemala.
Universitarios, sindicalistas, familias del vecindario con sus niños pequeños y algún sin techo comparten comida y bebida. Por unas horas, el lugar se ha convertido en un efímero oasis en medio del tenso y conflictivo ambiente político del país. Los recalcitrantes esfuerzos del Ministerio Público (MP) por evitar la victoria electoral de Bernardo Arévalo el pasado agosto y boicotear el traspaso de poder en enero desataron la movilización de una influyente coalición de autoridades indígenas a la que se han unido miles de personas. Por todo el país hay casi un centenar de bloqueos de calles y carreteras como este. Exigen la renuncia de Porras, sus dos fiscales más cercanos y el juez penal que a petición de ella giró órdenes ilegales contra el Tribunal Supremo Electoral y sus magistrados. Las calles claman también contra los empresarios del CACIF y el presidente Alejandro Giammattei, a los que se intuye titiriteros de la maniobra política de Porras.
“Estamos aquí hasta que el cuerpo aguante o hasta que ellos renuncien”, dice Janssy Velásquez, estudiante de arquitectura de la USAC, la histórica y estatal Universidad de San Carlos. “Por lo menos, que respeten las elecciones”. Tiene 23 años y ha llegado a este punto de bloqueo con su madre y dos hermanas, una de 17 y otra, con bandera de Guatemala en la mano, que hace dos días cumplió 10. Se mantienen tímidamente a la periferia de la multitud, pero Janssy toma la vocería de la familia. “Votamos por Arévalo porque era la única vía decente en todo el desastre de estas elecciones. Ojalá haga lo que dice. Por eso estamos aquí, para que haya un poquito de cambio. No somos muy políticos, pero estamos de acuerdo en que hay que apoyar (el paro). No queremos vivir en otra Venezuela”.
La comparación del corrupto sistema guatemalteco con el chavismo resulta llamativa en un país en el que la omnipresencia de migrantes venezolanos transitando la capital se ha vuelto tema recurrente de discusión pública los últimos meses y en el que las élites conservadoras trataron de manchar a Arévalo, un prudente socialdemócrata, llamándolo castrochavista.
La extrema tensión electoral viralizó el hartazgo incluso entre los guatemaltecos que habitualmente se mantenían al margen de la política, esa cosa conflictiva y corrupta, una fuente de problemas: “Tengo ganas de vivir bien, dentro de lo normal”, cuenta Germán Ramas, un hombre de 74 años con una desbocada sonrisa de dientes resplandecientes. “Desde joven vengo viendo todas las injusticias de estos gobiernos”, dice. Cuando su esposa murió “hace seis o siete años” perdió el comedor que manejaban juntos y ahora vive con uno de sus hijos a cinco cuadras del paso a desnivel. Se acercó emocionado por la música, los gritos y los pitos de los carros apoyando a los manifestantes desde un callejón adyacente. Los camiones de transporte de 18 ruedas han tenido que retroceder y buscar rutas alternas tras topar con la línea de grandes conos verdes y blancos que marca el bloqueo. Los estudiantes solo abren el paso a las ambulancias y sus sirenas chillantes.
Ya hubo una toma de carreteras contra Porras en agosto de 2021, tras el exilio forzado del fiscal anticorrupción Juan Francisco Sandoval. También entonces hubo duras quejas del sector empresarial conservador. Esta semana, la Cámara del Agro pidió amparo a la Corte de Constitucionalidad para que la Policía Nacional Civil despejase las vías “para proteger el derecho a la libre circulación”. La CC resolvió a su favor, pero por alguna extraña razón Giammattei no ha dado la orden y aún aparecen unos antimotines escasos y sin gases lacrimógenos. Aquí, sobre la Calzada Aguilar Batres, una quincena de policías observan la velada apoyados contra una pared al fondo del pasaje. Un oficial dice a El Faro que están ahí para fines de “prevención, hasta que se vayan los manifestantes”. Su contención es, en estos días, también un gesto político: “Estamos aquí para evitar que se metan grupos que están en contra del paro, para que no haya confrontaciones”, repite sus órdenes.
El corte, aquí, inició hace catorce horas, a las 7 a.m. Un grupo de estudiantes de la facultad de economía de la San Carlos se plantó en medio del Aguilar Batres y cortó el paso al denso tráfico mañanero. Desde entonces no han faltado los refrigerios. Las protestas de estos días han generado una solidaridad contagiosa. A cada rato los manifestantes permiten la entrada de coches que vienen a dejarles panes, jugos, bolsas de agua pura y dulces. Junto a una camioneta gris con una bocina proporcionada por el STUSC, el sindicato de trabajadores de la San Carlos, algunos sorben sopa instantánea caliente para atenuar el frío y mueven el pecho al ritmo de la cumbia de Bomba Estéreo. “Mantenlo prendido, fuego. No lo dejes apagar”, tararean. Como se ha vuelto habitual en las manifestaciones de las últimas semanas, también se canta el himno nacional. Sobre dos bicicletas amarradas en medio de la calle alguien ha escrito en una pancarta improvisada: “El verdadero bloqueo lo tienen los golpistas. Esto es digna resistencia”.
Las palabras universidad y resistencia riman sobre esta calle. Byron Cock tiene 50 años y trabaja con los catedráticos de la Universidad Mariano Gálvez. Explica que él y su esposa, Ana Luisa Paloma, de la unidad de salud de la USAC, y sus dos hijos universitarios apoyan el paro porque esperan “que todo vuelva a la normalidad y dejemos de depender de lo que otros quieren hacer”. Ana Luisa agrega: “nuestra universidad es la única estatal y tricentenaria. Esta resistencia es de la U. Por eso estamos aquí desde la mañana; estamos hartos de los ladrones que roban nuestros impuestos”.
Grietas universitarias
Aunque pareciera una muestra de fuerza, la toma del Aguilar Batres también deja en evidencia el desgaste y la fractura de los movimientos estudiantiles ante los sistemas político, judicial y universitario hostiles. La histórica Asociación Estudiantil Universitaria (AEU) de la USAC, motor clave del paro de 2021 junto a sus homólogos de la jesuita Universidad Rafael Landívar, anunció la toma de carreteras el viernes a las 5 de la tarde ante cientos de personas congregadas en la sede del MP, pero a este lugar solo han acudido cuatro líderes de la asociación y ningún representante de los Landivarianos los acompaña. El secretario general en funciones de la AEU, Byron García, viste una camiseta negra y el pañuelo verde de la asociación en el cuello, pero vino sin chaqueta, porque, dice, no pensó que este bloqueo “iba a durar tanto”.
Pasadas las 11 de la noche la mayoría de vecinos ha vuelto a sus casas. Una docena de miembros de las facultades de economía y derecho, con sus pañuelos anaranjados y rojos, respectivamente, discuten en medio de la calle con un olor a cerveza de estadio suspendido en el aire.
—Muchá, se lo voy a poner bien fácil: o se quedan o se van —dice un estudiante de derecho que se hace llamar Darwin Roger y parece estar ebrio—. Mejor que se vayan. Nosotros nos quedamos aquí resistiendo.
—¡Re-sis-tien-do! —le corea una compañera y se sale del círculo, dando la espalda a la conversación con un toque de teatralidad.
Erwin Pérez, un canoso estudiante de economía, trata de calmar las aguas.
—Miren, nosotros convocamos hoy, hemos estado aquí desde la mañana y repito: estamos muy agradecidos que nos hayan acuerpado, pero ya nos vamos a retirar.
Preguntado sobre el pleito, Erwin levanta las cejas y culpa al alcohol por las tensiones internas.
—Lo que pasa es que esto ya se salió del control por unos bolos (borrachos) que no entran en razón.
—Se han pegado un gran talegueo— enfatiza un compañero.
—Nosotros queremos controlar la situación —sigue Erwin con dramatismo—. ¿Qué pasa si queman un carro o la cagan? Manchan la reputación de todos…
—La próxima semana va a ser clave —agrega el compañero.
Creen que el paro durará más de una semana. Darwin, de la facultad de derecho, promete convocar a más de los suyos:
—No te ahuevés —me dice agitado—. Ahorita va a haber una pequeña división y unos se van a ir porque hay otro evento mañana.
—¿Dónde están estos a los que vas a convocar? —pregunto.
—Ah, esos cerotes están durmiendo.
A estas alturas parece que el alcohol acabará no sólo con las festividades, sino con este punto de bloqueo. Andrés García, un elocuente estudiante de derecho y ciencia política que conocí en la plaza central de Ciudad de Guatemala durante los bloqueos de 2021 —cuando él aún era secretario adjunto de la AEU—, comenta que varios estudiantes piensan ir a otro bloqueo a un kilómetro de distancia, frente a la entrada de la misma USAC.
—Allá está mara más tranquila y no habrá desprestigio, pero es un grupo más cerrado —dice.
Andrés ahora asesora a los líderes interinos de la asociación estudiantil, que desde finales de 2021 no han logrado nombrar nuevos dirigentes tras quejas por irregularidades en sus elecciones internas. Pero dice que está contemplando una oferta para trabajar con la bancada de Semilla el año que viene mientras completa su segunda licenciatura en ciencias políticas.
“Hay compañeros que han sido denunciados por la universidad ante el MP”, explica en referencia a las represalias por la toma de instalaciones de la USAC en 2022, tras la fraudulenta elección del nuevo rector, Walter Mazariegos. “Ha sido complicado para la AEU. Ha habido muchas riñas y el movimiento se ha ido debilitando por desacuerdos sobre estrategia, y por la criminalización que ha habido”, explica.
Sobre el Gobierno entrante de Bernardo Arévalo y Karin Herrera —la vicepresidenta electa, catedrática de la USAC y cercana a los movimientos estudiantiles— Andrés expresa algunas reservas: “Arévalo podría ser más contundente en sus discursos, pero si llega al poder va a ser un gobierno de transición que puede tener impactos democráticos concretos”, dice. “Va a poner al siguiente fiscal general”.
Dice que la coalición de Arévalo, además, podría ser más diversa: “Son inclusivos con las mujeres, pero no consiguen paridad con los pueblos originarios. Espero que lo evalúen para su Gobierno y para la siguiente elección”.
Cuando llega la enésima camioneta para dejar más y más panes y una masa de bolsas plásticas de agua, sonríe: “Es increíble la solidaridad por todos lados. La gente no quiere que nos vayamos”.
La retoma de la San Carlos
El líder que me recibe a medianoche frente a la entrada de la USAC, sobre la Avenida Petapa en Zona 12, se identifica únicamente bajo el nom de guerre “Alpaca”.
Es uno de los doce estudiantes y egresados del autodenominado Colectivo Estudiantil Universitario que a las 6 de la mañana cerró el paso a tres buses de transporte público Transurbano, contratados por la municipalidad, y los usó para bloquear la calzada en los dos sentidos de la avenida de cinco carriles. Se mantiene casi toda la noche en uno de esos buses, ahora vacíos y cuando sale a la calle lleva una chaqueta rompevientos negra con pasamontañas gris que solo deja asomar sus ojos castaños y tez clara. Acepta hablar con El Faro solo por mediación de Andrés y dice que el plan del colectivo es “ampliar los bloqueos” a otros puntos, pero dieciocho horas después de la toma nadie sabe quiénes, ni a qué hora, llegarán para relevarles en este.
Aquí los estudiantes se han prohibido el consumo de alcohol y hace un rato sacaron del lugar a un puñado que rompieron la regla. Dos de los conductores atrapados sí han conseguido un paquete de cervezas en lata. Los manifestantes han pasado el día matando el tiempo: cantaron karaoke y ahora un joven delgado, con gorra roja de Mario Bros, baila con un grupo de mujeres en medio de la calle. Una bocina con merengue, reggaetón, rock y trova chilena entorpecerá el sueño hasta el amanecer mientras varios descansan en los buses o debajo de una carpa amarrada a una parada. Algunos se sientan sobre cajas vacías de pizza para evitar rozar el suelo y bromean con que les están picando pulgas.
Eulice, una estudiante de biología, llegó por la tarde con Fausto, que estudia en la privada Universidad Galileo. “Yo estoy harta y no quiero ser parte del problema al no salir a manifestar”, dice Eulice. “Nosotros estamos bien”, opina su compañero, “pero hay otros en el país que van a sufrir si la crisis política sigue y estamos aquí por ellos. No hay peor lucha que la que no se hace”.
Hay quienes han acudido al bloqueo buscando pleito. Un hombre con gorra azul de béisbol y mirada intensa se acerca y se presenta como un “filósofo”. “¿Sabés cuál es el problema?”, exclama. “Que la gente aquí toma las calles pero no usa la ley”. Cuando le pregunto por los múltiples amparos que han presentado el binomio electo y diversos grupos de sociedad civil pidiendo respeto para el TSE y el proceso electoral, responde enojado exigiendo evidencia: “¡Mostrámelas!” Desaparece poco después.
Alpaca opina que si el Ministerio de Gobernación, a cargo de la PNC, no ha tomado medidas más duras para desalojarlos es porque “tiene línea de que esto no se salga del control”. Es veterano de la toma de la San Carlos tras la elección de Mazariegos, un aliado del presidente Alejandro Giammattei a quien los movimientos estudiantiles más estridentes tildan de “narco-rector”. Esta noche, en un letrero a media calle se lee: “Mazariegos no es rector, es un cobarde usurpador”. Alpaca explica que tras aquella protesta se volvió más hermético y por eso oculta su nombre aquella barricada: “Las autoridades me tienen bastante fichado”, afirma. Fue él quien convocó al grupo el lunes 2 de octubre, primer día del paro nacional, para tomar esta calle.
Un hombre pequeño de unos 40 años, con zapatos de cuero, pantalones beige y tres dientes superiores formando una isla en su boca se acerca, curioso, para apretarme la mano. Escudriña mi cara como quien busca un mensaje entre líneas.
—¿Qué tal? —me aventuro tratando de romper el hielo.
—Todo fantástico —contesta haciendo un exagerado arcoiris con una mano.
—¿También eres estudiante acá?
—Sí.
—¿De qué facultad?
—Humanidades.
—Ah, complicado... —respondo.
—¿Por qué? —me mira perplejo, como si lo acabara de insultar.
—Esa era la facultad del rector Mazariegos, ¿no?
—Con todo respeto, yo no tengo rector —sentencia, y tras dedicarme una última mirada salta a bailar.
Suena el merengue de Los Hermanos Rosario: “Y tiene swing. Y baila swing. Y goza swing. Qué lindo, swing, swing, swing”.
La resistencia amanece
Pasadas las 2 de la noche ya nadie baila. Dos jóvenes duermen sobre sus mochilas bajo la carpa. Hay más frío y más lluvia y varios de los 12 manifestantes originales que pasarán toda la noche aquí se animan a contar, en la desvelada, sus travesías.
—Este es un lugar simbólico frente a la U —dice Betsabel, una mujer simpática de lentes negros redondos, que trabajó en una editorial antes de la pandemia y ahora está desempleada. Recuerda la trayectoria de activismo social y el peso político de la USAC—. Ha habido tantas luchas, tanta sangre. Estamos reivindicando esa USAC ausente. La mayoría somos egresados y estamos conscientes de que es el pueblo quien ha pagado nuestros estudios.
Chino, un fotógrafo egresado que conoce a Bestabel desde hace varios años, reafirma:
—Yo veo esto como un espejo de lo que está pasando en el centro. Ya intentamos con las marchas, llenando la plaza, moviéndonos a la Corte de Constitucionalidad. No funcionó. Tenemos una obligación con las siguientes generaciones.
—Además, el transporte pesado de las empresas pasa por aquí en frente de la universidad —observa Betsabel—. Cuando se detiene a los trailers se paraliza el país, pero los traileros también están pisados; tienen que lidiar con carreteras malas y los hacen trabajar estando bien cansados.
Uno de los conductores de Transurbano, Fernando Orellana, confirma que temprano los del Colectivo se plantaron en medio de la calle y se pararon en frente de los tres buses, que ahora están estacionados en diagonal, dos a un lado y el otro en sentido contrario, cerrando el paso. Cuenta que los estudiantes hicieron “cooperacha” para reembolsar el ticket a los pasajeros.
Horas después, en el Colectivo creen que la suma de esos buses de transporte público a la protesta sirvió de as bajo la manga para que la policía, que por un rato envió antimotines al lugar durante la mañana pero no dio orden de actuar, no los desaloje del lugar.
Nadie se anima a decir si pagaron a los conductores por su tiempo, pero Orellana, un corpulento guatemalteco-salvadoreño de 28 años, dice que cuando los estudiantes lo pararon frente a la universidad llamó a su patrón y este le respondió: “Haz caso a lo que te pidan. Estate ahí con ellos”.
“Yo apoyo el paro. Es importante para el país”, agrega. “Están luchando contra un golpe de Estado que va a retrasar aún más a Guatemala”.
El tercer conductor se ha quedado todo el día en su bus, al lado opuesto de la calle. Se niega a salir y, según los manifestantes, los acusó de haberlo secuestrado. Dice que, si se hubiera negado a quedarse, Transurbano lo habría despedido. “Qué pena con los conductores, pero como decía (el subcomandante) Marcos, es un daño colateral”, dice un estudiante con bigote largo y escasamente poblado, mientras se encoge de hombros.
Para las 3:15 de la mañana ha vuelto a llover intensamente y el reducido grupo duerme o platica bajo la carpa. Un grupo de mujeres discute la coyuntura política: no deja de sorprenderlas que el 40 % del país votó en las presidenciales de agosto por Sandra Torres; o el apoyo que conserva Zury Ríos en Quiché, donde su padre encabezó un genocidio, y que atribuyen al conservadurismo evangélico; o que algunos policías en Guatemala tengan que pagar sus propios uniformes y hasta sus balas. Especulan que por eso “no les gusta disparar”. Comentan que ojalá gracias a los bloqueos hayan descansado los camioneros, pobrecitos, porque los dueños de las empresas los tienen bien cansados.
Las altas horas de la noche son un delirio.
—Ah, ya pasaron las 4 —anuncia Betsabel. Tres agentes policiales a lo lejos parecen zombies inmóviles en su camioneta—. Jacobo Árbenz decía que si no pasa nada antes de las 3:30, ya no habrá golpe de Estado. Así estuvo durante seis meses y medio hasta que lo sacaron.
A las 6:15 de la mañana, una camioneta con media docena de policías se detiene a unos 50 metros de los buses. Uno por uno, los agentes forman una línea, el último haciendo chocar sus botas en gesto militar. Tras posar para una foto tomada por un jefe policial, rompen la formación. Tres mujeres que han traído café de olla y panes para los trasnochados ofrecen refrigerios a los policías. “Esos muchachos también han de tener hambre”, dice una de ellas con tono maternal. El bloqueo a la entrada de la San Carlos cumple 24 horas. Dos días después, este lunes, el bloqueo a la Avenida Petapa sigue.
Anoche el presidente del sindicato de trabajadores de la USAC me dijo que a las 7 planeaba llegar al plantón que ya cumple cinco días frente a la sede del MP, para tener una primera reunión presencial con líderes de los 48 Cantones de Totonicapán, la autoridad indígena con más poder de convocatoria del país. Es un primer acercamiento político. Si en otras ocasiones los movimientos indígenas se unían a convocatorias urbanas, esta vez la movilización de pueblos originarios es el centro de la protesta y la única certeza de fuerza del levantamiento en apoyo a Arévalo y su futuro gobierno.
A la hora prevista, frente al MP no hay rastro de la reunión. Ninguno de los dos lados ha aparecido aún.
—Ah, ¿estuviste con los estudiantes? —pregunta Félix Aguilar, un hombre xinka de 60 años sentado en una línea de sillas plásticas a la par de una fogata con olla, en medio de la calle.
—Cabal, con ellos pasé la noche.
—Son unos chingones, ellos. Cuando salí del Ejército estuve preso con los universitarios en los ochentas, cuando nos arrestaron unos antimotines. Y nos sacaron de ahí unos abogados de la U.
—¿Sigue habiendo solidaridad entre estudiantes y los pueblos?
—Hoy sí, ya. Hasta ayer se pudo ver por fin el apoyo presencial.
A la par nuestra, unos vendedores de comida preparan desayunos con estufas para dar de comer a los manifestantes que volverán a llenar esta calle hoy. El lugar tiene aire de resaca. El día se despierta cansado. En una carpa en el centro del área, unos médicos pasaron la noche. Una mujer barre aguas negras y basura del pavimento y le comenta a Félix:
—Hay que dejarlo todo listo para cuando vuelva toda esta gente.