La policía salvadoreña anunció la captura del comisionado presidencial Christian Flores Sandoval por actos de corrupción. Según la fiscalía, ofrecía contratos estatales a cambio de dinero. En plena “licencia”, el presidente Bukele dijo en X que su comisionado no era el primero ni el último que caería por corrupción. Tratándose de su propio comisionado, medios de todo el mundo informaron de la captura y de las palabras del presidente, entre ellos el L.A. Times, Deutsche Welle y France 24. El truco funcionó.
El periódico El Mundo, de España, fue más generoso incluso, asegurando en su nota que la guerra contra la corrupción anunciada por Bukele “se saldó” con la captura de Flores.
La captura es una buena noticia para el país, asumiendo que la fiscalía puede probar los actos de corrupción por los que acusa al ahora excomisionado. Si operaba un esquema de corrupción, es un paso muy positivo que haya sido detenido y que deba enfrentar a la justicia por su abuso de poder. La corrupción es y ha sido uno de nuestros mayores problemas.
Una verdadera lucha contra la corrupción parte de elementos fundamentales como un robusto estado de derecho, independencia judicial y transparencia, justo lo que Bukele y sus operadores llevan cinco años aniquilando. Lo que estamos viendo no es una lucha contra la corrupción.
Si Bukele, su fiscal y su policía tuvieran en su agenda combatir la corrupción, el gobierno se vaciaría hasta la cabeza. Por el contrario: la función de este fiscal, bajo órdenes del Ejecutivo, es proteger la corrupción y a los corruptos de casa. Al Comisionado Cristian Flores Sandoval no lo detuvieron por corrupto.
Vamos por partes.
Durante su campaña presidencial en 2018, Nayib Bukele prometió la creación de una Comisión Contra la Impunidad espejo de la CICIG de Guatemala, pero en su lugar acordó con la OEA la creación de una tímida CICIES para cumplir con las formalidades. Durante la pandemia, investigadores de esa Comisión lograron armar doce casos de corrupción en el gobierno de Bukele y los compartieron con la Fiscalía, que comenzó a investigar esos casos.
Hasta ahí llegó la CICIES. Bukele terminó el contrato con la Comisión alegando desconfianza, pero en realidad los expulsó por haberse atrevido a investigar a su gobierno. Poco después vino el golpe a la Fiscalía y la imposición del actual fiscal, Rodolfo Delgado, cuya primera acción fue desmantelar al equipo de fiscales anticorrupción y enterrar las investigaciones contra Bukele y su grupo.
Paralelamente, Bukele desactivó el Instituto de Acceso a la Información Pública, cerró los accesos a compras y contratos del estado y dictó primero un decreto de emergencia por pandemia y después un régimen de excepción, lo que le ha permitido otorgar contratos públicos sin licitaciones y además ocultar todas las cuentas del Estado. Hay miles de millones de dólares de la hacienda pública cuyos destinos son desconocidos.
Ni siquiera en los éxitos que presume el presidente, la lucha contra la pandemia y la seguridad pública, existe información sobre el origen y destino de los fondos públicos; sobre compras y contrataciones. Bukele es incapaz siquiera de presumir algún éxito con transparencia.
A pesar de ello, hay suficiente evidencia pública sobre la corrupción y los abusos de poder de su equipo de trabajo y sobre el mismo presidente, cuyos hermanos, según las investigaciones de la Unidad Antimafia de aquella fiscalía, estaban a la cabeza de una organización criminal enquistada en el gobierno.
Durante la pandemia, esta organización habría orquestado la adjudicación irregular de contratos estatales y el robo y venta de sacos de alimentos.
Sobre las compras en pandemia, la fiscalía investigaba particularmente a los ministros de Salud, Francisco Alabí y de Agricultura, Pablo Anliker por la asignación de millones de dólares en contratos a allegados. Según la fiscalía, dos de cada tres compras gubernamentales en la pandemia eran sospechosas de irregularidades, lo que no pudo confirmarse porque el actual fiscal cerró todos los expedientes y allanó las oficinas de los fiscales investigadores.
Después de destituir al fiscal y a la Sala de lo Constitucional, la Asamblea controlada por el oficialismo aprobó, en mayo de 2021, una ley que libera de responsabilidad administrativa, civil y penal a todos los funcionarios que participaron en compras y contrataciones durante la pandemia. Esta ley se conoce popularmente como como ley Alabí, por la impunidad que garantizó al ministro de Salud.
Otros ejemplos de corrupción contra los que no ha luchado este gobierno: El viceministro de Seguridad, Osiris Luna, vendió 42 mil paquetes alimenticios del gobierno destinados a gente necesitada durante la pandemia y desapareció cientos de miles de dólares en contratos a supervisores fantasmas. Operó el pacto de Bukele con las tres pandillas y, a pesar de las evidencias de corrupción en su contra, se mantiene en su cargo protegido por el clan Bukele.
La jefa de Gabinete, Carolina Recinos, “ha participado en significativos actos de corrupción durante su tiempo en el cargo”, según el Departamento de Estado de Estados Unidos, que la sancionó junto a otros funcionarios del gobierno. Entre ellos el exministro de Seguridad, Rogelio Rivas, que otorgó contratos de construcción a sus propios familiares. Rivas fue destituido por Bukele pero no por sus actos de corrupción, sino por organizar en secreto un equipo para evaluar sus posibilidades de aspirar a la presidencia de la República.
La lista de cercanos a Bukele, familiares o empleados beneficiados por fondos públicos es amplia: El jefe de bancada de Nuevas Ideas, Cristian Guevara; el presidente de la Asamblea, Ernesto Castro (Castro ya se había beneficiado con AlbaPetróleos y recibido fondos de la partida secreta del presidente Mauricio Funes); y hasta el hijo de Carolina Recinos, Germán Bernal, conveniente socio de los hermanos Bukele, ha incrementado su patrimonio de manera injustificada.
Los “investigados” o detenidos durante esta administración, en cambio, lo son por otros motivos. Por ejemplo, el asesor presidencial de seguridad, Alejandro Muyshondt, fue detenido después de acusar públicamente a funcionarios, diputados y militantes de Nuevas Ideas de actos de corrupción; y falleció bajo detención en circunstancias sospechosas. El exalcalde de San Salvador, Ernesto Muyshondt, ha sido trasladado a un hospital siquiátrico como consecuencia de su continuado encarcelamiento, a pesar de que su libertad fue decretada por un juez. También fueron detenidos cinco ambientalistas en Cabañas, acusados de crímenes de guerra, que venían denunciando actividades de este gobierno para reactivar la minería. A pesar de las denuncias internacionales, continúan bajo arresto domiciliar y esperan juicio.
El fiscal Delgado, impuesto por el presidente, no combate la corrupción, sino lo contrario. Es una tapadera de corruptos y un instrumento de castigo a críticos del gobierno y a quienes pretenden operar fuera del radar del presidente y sus hermanos. Solo la corrupción avalada por el clan Bukele será permitida.
Al Comisionado Cristian Flores, pues, no lo detuvieron por los actos de corrupción que pudo haber cometido, sino por operar por cuenta propia, fuera del esquema de corrupción autorizado. Por salirse del huacal. Su captura sirve además de ejemplo para quien pretenda seguir sus pasos.
Es una operación elemental de toda dictadura: el presidente decide a quién, cómo y cuándo castigar. Esto garantiza la lealtad y el control sobre todos los subalternos, temerosos de ser los siguientes. Para eso sirve el show del corrupto.
*Fe de erratas: En una versión anterior de este editorial, se atribuyó erróneamente una publicación al periódico El Mundo de El Salvador. Se trata de El Mundo de España.