El coronel Montano había dicho que se quedaría callado cuando el juez le cediera la última palabra. Ese era el acuerdo al que había llegado con su abogado defensor, Jorge Agüero. Ese era el cierre deseable, lo que quizá cualquier abogado habría recomendado a su cliente después de 10 días de reveladores testimonios en su contra en el juicio por el caso jesuitas. Pero algo picó al coronel Montano a última hora. Cuando el juez José Antonio Mora le brindó la palabra, Montano se inclinó hacia adelante para deslizar su silla de ruedas. En seguida, un custodio terminó de acercarlo a la mesa, donde lo esperaba el micrófono abierto.
—Gracias a mi abogado, aunque no cumplí con lo que le dije que no iba a participar —dijo el coronel Montano, sonriendo levemente, como muy pocas veces lo hacía, para luego volver a su típica mirada seria y a un rictus severo—. Pero me han repugnado tantas mentiras y tantas cosas malas acerca de mi persona, acerca de mi promoción y acerca del Gobierno de El Salvador, acerca también de un país tan pobre como es el nuestro y que ha vivido momentos muy difíciles. Esa muerte de los señores curas es de las cosas más terribles que ha sufrido el país...
Las últimas palabras en el juicio por el caso jesuitas de Inocente Orlando Montano Morales, coronel del Ejército, viceministro de Seguridad Pública de la Presidencia Cristiani fueron un retorno al guion original de la impunidad, una defensa a su grupo, La Tandona. Acorde al guión que se construyó hace más de 30 años, Montano solo señaló a los militares de menor rango que el suyo. “Fue un error de los soldados. Eximo de responsabilidad al Estado Mayor y a cualquier miembro del Alto Mando”, dijo.
Según ese libreto, el único coronel involucrado en el crimen es Guillermo Alfredo Benavides, el exdirector de la Escuela Militar que recibió la orden para realizar el operativo. Hace 29 años, alrededor de Benavides y sus lugartenenientes se construyó un chivo expiatorio. Benavides es hoy el único militar en prisión en El Salvador por el juicio salvadoreño celebrado entre 1991 y 1992. Fue condenado a 30 años de cárcel pero la pena quedó suspendida en marzo de 1993 con la vigencia de la amnistía. Durante 24 años, Benavides gozó de la misma impunidad de la que también se beneficiaron los miembros de la cúpula militar. En 2017, cuando se derogó la ley de amnistía, Benavides volvió a prisión y el sistema judicial avanza tímido para procesar a los autores intelectuales, como para recordar que La Tandona sigue siendo intocable en El Salvador. Ese es el mismo sistema judicial que bloqueó la extradición a España de los compañeros de Montano.
Esa es la radical importancia del juicio en Madrid. Allá los miembros de esa generación no son intocables.
Montano negó su participación en el crimen, negó que hubiese estado presente en la reunión cuando el jefe del Estado Mayor dio la orden de asesinar al padre Ignacio Ellacuría. Negó que haya participado en el encubrimiento del crimen. Negó todo. Distinto a hace tres años, cuando se distanciaba de la cúpula militar y se describía como alguien que no pudo saber de la planificación de la masacre, en sus palabras finales, a la víspera de una sentencia que podría condenarlo a 150 años de cárcel, volvió al viejo libreto en el que ni él ni sus compañeros de La Tandona —a excepción del director de la Escuela Militar, Guillermo Benavides— fueron responsables.
No es para menos el giro en su postura. En el juicio, Montano escuchó el testimonio de una quincena de personas que lo vinculan con los hechos, y, según dijo, también leyó buena parte de los 17 tomos del expediente con abundante prueba en su contra. Su defensor pudo hacer poco para rebatir los argumentos de la acusación y, por si fuera poco, los testigos de descargo, los que él había propuesto con la intención de limpiar su nombre, rechazaron declararar a última hora. Abandonado a su suerte, acorralado, Montano decidió atrincherarse y desde esa barricada, defenderse. Quizás por eso decidió hablar en el último día del juicio.
El coronel aseguró que en el juicio habían existido “errores técnicos y morales”, y que además “se había mentido a destajo”. Que todo aquello era montaje para perjudicarlo a él y a sus compañeros de “La Tandona”, la cuestionada generación de oficiales graduados de la Escuela Militar Capitán General Gerardo Barrios en 1966. Según Montano, La Tandona era un grupo de amigos con una intachable carrera militar.
“Juro ante ustedes y mi dios que no estoy mintiendo. En ningún momento participé en una reunión donde se diera la orden de asesinar a los curas. No pude haberlo hecho”, dijo el coronel.
Según Montano, El Salvador era una República con leyes y La Tandona nunca hizo otra cosa que no fuera cumplir con la Constitución y defenderla del comunismo del FMLN. 'La Tandona no es una organización ni terrorista ni subversiva; somos una organización social con fines sociales; nos reunimos cada diciembre o cada vez que alguien cumpleaños o para celebrar hechos importantes”, dijo el coronel. 'Respetábamos a los derechos humanos. Ustedes pueden ver de que nunca se mencionó que alguien de La Tandona tuviera participación en hechos como en este crimen de los jesuitas', dijo.
Al parecer, no se percató de que la historia lo pone en entredicho. Las tropas que estuvieron bajo el comando de Montano, incluyendo las que supervisó antes de ser viceministro, estuvieron implicadas en más de mil violaciones a derechos humanos , según un reporte de datos oficiales elaborado por la perito Terry Karl. Montano también fue el comandante de algunos de los célebres Batallones de Infantería de Reacción Inmediata (BIRI), conocidos por su proclividad hacia el abuso de la fuerza. En 1983, como comandante del Batallón Arce, Montano dijo al periodista Chris Hedges que el objetivo militar más importante en aquel momento eran los civiles que consideraban sospechosos. “Libramos dos guerras: una guerra es contra la guerrilla, y la otra es contra la gente que los apoya. Estamos más preocupados en exterminar el sistema de apoyo que tiene la guerrilla que en proteger a un pueblo por unos días”, decía Montano.
Pero 37 años después de esas declaraciones, Montano insiste en que La Tandona se volvió reconocida solo porque “nos ganamos el prestigio por su honestidad, por el cumplimiento del deber, porque éramos respetuosos de los derechos humanos, que quede bien claro”. Lo cierto es que la Tandona ha sido catalogada como una de las generaciones de militares más corruptas que ha tenido El Salvador, pero también, una de las más poderosas. La generación del 66 llegó a ocupar la mayor parte de puestos de mando militar y político en 1989. Según Montano, eso era algo natural después de 25 años de carrera militar y las reglas de ascenso.
Montano también desafió la historia salvadoreña. Dijo que el informe de la Comisión de la Verdad se había escrito en la UCA: “ahí lo redactaron, porque ahí La Tandona sale retratada como violadores de mujeres, como asesinos vulgares, eso es falso', dijo. En 2017, cuando acababa de ser extraditado a España, también había declarado que Benjamín Cuéllar, exdirector del Instituto de Derechos Humanos de la UCA entre 1992 y 2014, había sido el redactor, algo que Douglas Cassel, asesor jurídico de la comisión, desmintió por completo en el juicio. Pero Montano insiste, que la acusación se ha basado en testimonios de personas “que algún interés tendrán en contra mía o de mi promoción”.
Montano señaló que su hoja de vida era intachable y dijo que ni en El Salvador ni en Estados Unidos se había demostrado que hubiera cometido un delito. Eso es cierto, salvo por el hecho de que Estados Unidos lo extraditó en 2017 a España precisamente por haber cometido no un delito sino dos, perjurio y fraude migratorio.
El exviceministro aseguró que consideraba a Ellacuría un amigo, y que le entregó personas detenidas por tropas bajo su mando en varias ocasiones, cuando el sacerdote se lo pedía. Luego dijo que La Tandona nunca estuvo en contra de las negociaciones de paz porque ellos, como Fuerza Armada, estaban poniendo los muertos y “estábamos cansados de tanta muerte, tantos balaceados y amputados”. Esa idea, sin embargo, también la desafían numerosos reportes periodísticos de la época y documentos a los que tuvo acceso la perita Karl: Montano y La Tandona creían que la paz los obligaría a autodepurarse del Ejército y que eso, por tanto, atentaba “contra la seguridad nacional”.
Al terminar la guerra, Montano tenía 49 años. No salió como un héroe pero tampoco se le defenestró. Salió por una decorosa puerta trasera y fue enviado a cumplir una misión diplomática a México. Años más tarde, en el 2000, se fue para Boston, Estados Unidos, donde vivía apaciblemente con una hermana, amparado bajo el TPS, y con un empleo en una fábrica de dulces. Y fue ahí cuando comenzó su calvario por el crimen, que según quedó establecido en el juicio de Madrid, él no solo ordenó sino que ayudó a encubrir. En 2012 fue detenido en Estados Unidos por fraude migratorio y perjurio, y cinco años más tarde el Departamento de Estado confirmó que lo había capturado y extraditado en obediencia a su política de cero tolerancia hacia personas acusadas de ser violadoras de derechos humanos.
Montano es el único militar salvadoreño enjuiciado en Madrid. Él ha estado preso en los últimos ocho años de su vida, cinco de ellos en Estados Unidos y los últimos tres en España. Cumplió 77 años el pasado 4 de julio encerrado en el Centro Penitenciario Madrid VII, a unos cuarenta minutos de Madrid, en la localidad de Estremera. El tribunal le había ofrecido la oportunidad de seguir el juicio desde su celda, pero este se negó. Quiso estar presente, todos los días, sentado sobre su silla de ruedas, frente a una mesa colocada en el centro de la sala, escuchando todo lo que tuvieran que decir de él los jueces —dos hombres, una mujer—, y las partes. Su defensa pide que se le absuelva, y en el peor de los casos, que se apliquen atenuantes por su avanzada edad y su estado de salud. La sentencia se conocerá dentro de varias semanas, cuando el tribunal haya deliberado lo suficiente.
Hacia el final de su intervención, Montano quizás habló más palabras de las que quería. Cometió un aparente error que puede costarle caro. Negó, como siempre, que hubiera existido una orden expresa para asesinar a Ellacuría, pero llegó a admitir que sí se habló de “controlar” a los líderes de la subversión. En la cosmovisión militar de aquellos días, los jesuitas hacían parte del FMLN, a tal grado que Ellacuría, el rector de la UCA, era el número uno en la lista de personas amenazadas, según explicaron los testigos en el juicio. “En ningún momento se mencionó de que había que asesinar a los curas. Lo que sí hubo fue una una expresión de que había que... no asesinar, sino controlar a los líderes de la subversión que estaba en San Salvador”, dijo Montano. Esa frase puso en aprietos al defensor de Montano que durante el juicio intentó establecer que su cliente no había participado en ninguna reunión conspirativa que tratara sobre los jesuitas.
La ofensiva de Terry Karl
En las últimas jornadas del juicio, el coronel Montano escuchó testificar a un teniente que estuvo con el Atlacatl durante la masacre, testigos oculares, diplomáticos y miembros de la Comisión de la Verdad. Pero uno de los testimonios más fuertes en su contra fue el de la investigadora académica Terry Karl, quien declaró el martes 14, como perita en su calidad de experta en la guerra civil salvadoreña.
Terry Karl no es una experta que haya salido de la nada. Su testimonio ha sido clave en las condenas civiles dictadas en tribunales de Estados Unidos, por ejemplo, contra el capitán Álvaro Saravia por el asesinato del santo Óscar Arnulfo Romero; contra el coronel José Guillermo García y el general Carlos Eugenio Vides Casanova por torturas de salvadoreños. Para el caso de los jesuitas, Karl ha rendido dos amplios informes escritos, uno en 2009 y otro en 2016, y para ello estudió entre 10 mil y 12 mil documentos desclasificados que obtuvo del Gobierno de Estados Unidos. Y la información, según contó, le sigue llegando: “Hace un mes recibí más documentos y tenían el nombre de Montano”, contó Karl en el juicio.
Karl sostiene que el crimen fue planificado y que la ofensiva fue sencillamente la oportunidad que la cúpula militar encontró para asesinar a Ellacuría. Dijo en numerosas ocasiones que quienes dieron la orden son los tres oficiales más importantes del Alto Mando de la época, los coroneles Ponce, Zepeda y Montano, quienes eran conocidos como “Los compadres” por su nivel de cercanía y amistad. Fue el 15 de noviembre, en dos reuniones, que Ponce y el ministro Larios dijeron que tenían que tomar acciones más agresivas y que todos los coroneles presentes debían aprobar por consenso la orden de eliminar a los cabecillas de izquierda. 'Después de una campaña mediática donde decías en cadena nacional que los jesuitas de la UCA son los líderes de la guerrilla, todos los que estaban en esa reunión tenían más o menos claro qué iba a pasar', explicó Karl. El consenso era importante, según dijo, porque la orden de eliminar cabecillas era ilegal.
En el juicio de Madrid, Karl explicó que una de las coartadas de La Tandona fue decirle a la embajada de Estados Unidos que el coronel Benavides había malinterpretado la orden que recibió en el marco de la ofensiva por parte de Ponce, Zepeda y Montano. “Cuando ya era obvio que había que hacer algo contra Benavides porque su nombre ya se sabía como uno de los responsables, comenzaron a decirle a la embajada que había sido un malentendido, que Benavides entendió mal la orden de Montano, Zepeda, Ponce”. Según la experta no podía tratarse de un malentendido debido a que la orden de asesinar a Ellacuría existió y ocurrió después de muchas amenazas en su contra. “Comenzaron a decir que (Benavides) estaba un poco loco porque tenía un hijo enfermo. Son tonterías”, agregó.
“Benavides no tomó la decisión de ordenar el asesinato de Ellacuría debido a que no tenía tanto poder. Es imposible que Benavies haya decidido por su propia cuenta asesinar a un sacerdote con tanto reconocimiento. Además, él no tenía el historial de violaciones de derechos humanos como sus compañeros', zanjó Karl.
Probablemente como ningún otro investigador, Karl ha logrado entrevistar a lo largo de 40 años a distintos personajes claves en el devenir de la sociedad salvadoreña, personajes que cubren todo el espectro político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. “Si escribo algo en mi informe es porque lo he confirmado a veces entrevistando a la persona que aparece mencionada o con otras fuentes”, dijo. Para sus informes también consultó el informe y los documentos originales de Comisión de la Verdad; el informe del Comité de abogados para los derechos humanos de Estados Unidos; el informe de la Comisión Moakley del Congreso de Estados Unidos; el expediente del juicio de 1991 en El Salvador; el trabajo de la Comisión para el grupo conjunto para la erradicación de grupos armados ilegales, de la ONU; los registros de Tutela Legal del Arzobispado; y los documentos de la Comisión Ad hoc para depurar la Fuerza Armada. “Ningún documento puede verse por sí mismo, hay que ver el contexto”, dice.
El testimonio de Karl fue el más largo de todos los que se rindieron en el juicio. Duró cinco horas y media, con un par de recesos de por medio. Pero eso no es nada. En el caso Saravia el interrogatorio en el proceso duró tres días. “Su testimonio es de los más temidos, por eso a ella la ponen al principio o de último en los juicios”, dijo un abogado cercano al caso jesuitas.
El defensor de Montano, Jorge Agüero Lafora intentó desafiar a Karl, pero su intento se quedó a medias. La interrogó sobre las supuestas contradicciones entre los dos informes que ella presentó con siete años de diferencia. Específicamente, le preguntaba por qué, según el primer informe, Montano no aparecía en ciertas reuniones del 15 de noviembre de 1989 que luego, en el segundo informe, mencionaba que sí había estado. Karl respondió rápidamente que en el primer informe de 2009 Montano no aparecía necesariamente porque el documento tenía como misión mostrar la participación general de los 20 militares salvadoreños contra los que se abrió el proceso en 2009. Para el segundo informe, dijo Karl, ya habían transcurrido siete años y el único militar con posibilidades reales de llegar a Madrid era Montano, ya que el resto o había fallecido o había sido blindado contra la extradición a España desde El Salvador.
Después de dos horas y media de testimonio, Karl trataba de ocultar el cansancio mientras respondía al abogado defensor, que insistía en tratar de desacreditarla. Por ejemplo, el defensor pidió que se leyera “el párrafo 5, del punto 3, de la página 138-553, del documento desclasificado 1268, de fecha 18 de marzo de 1991, citado por la perito en la página 72 del primer informe”. La traductora de la sala entonces leyó en inglés el documento y luego lo tradujo. La referencia decía que el director de la Policía de Hacienda, Roberto Pineda Guerra, había entregado al embajador William Graham Walker información según la cual varios miembros de La Tandona, a excepción de Montano, se habían reunido en la Escuela Militar en la mañana del 15 de noviembre “y fue ahí, más que en reuniones posteriores, donde se tomó la decisión de asesinar a los jesuitas”.
—Señora Karl, ¿conoce este documento?
—Sí.
—¿Reconoce que el señor Montano no estaba en esta reunión? -preguntó el defensor Agüero.
—Mira, leí ese documento con mucho cuidado y no puedo confirmar lo que dicen ellos porque la fuente es una fuerza de seguridad (sic) bajo el control de Montano. Cuando una fuente es así, utilizo el documento pero para mí no es una fuente confiable de información que confirme o no la participación del viceministro Montano en ese momento.
—Usted en la página 72 asegura que el señor Montano está en la reunión y cita este documento.
—Pude confirmar que el viceministro Montano sí estaba gracias a entrevistas confidenciales. Si está en el documento es porque obtuve al menos dos fuentes que me dieron esa confirmación.
Y punto cerrado. Agüero intentó dos o tres acometidas de este estilo y muy pronto quedó claro que había perdido el argumento. Karl explicó con toda claridad que, desde el crimen, hasta mediados de 1991, el embajador William Walker (que era el redactor de aquellos documentos que terminaban en oficinas del Gobierno de EUA) estuvo enviando información equivocada. Todos los documentos desclasificados de los que echó mano el defensor eran de 1990 o de principios de 1991, así que Karl explicó que Walker en ese período había ayudado, quizás sin intención, al encubrimiento que le interesaba al Estado Mayor y al Alto Mando salvadoreño.
El embajador Walker, según explicó Karl en el juicio, había sido víctima de su aparente ingenuidad, quién sabe si a propósito, y se había convertido en un vocero aliado de la Fuerza Armada salvadoreña, un mensajero que transmitía al Gobierno de George Bush padre los mensajes que los coroneles de La Tandona consideraban idóneos para que la cooperación estadounidense de 1 millón de dólares diarios se mantuviera. La Tandona quería ocultar la responsabilidad de la cúpula militar, entre ellos, Montano. 4 mil millones de dólares habían sido entregados a El Salvador hasta 1989 en concepto de cooperación.
Walker había llegado a El Salvador como embajador en 1988. Tenía experiencia diplomática en Latinoamérica y entre los periodistas que atendían sus conferencias de prensa, dice un artículo del Washigton Post, la impresión que provocaba era la de alguien demasiado optimista frente a las calamidades de la guerra. A pesar de ser considerado como un liberal, nadie entendía como Walker al parecer perdonaba las violaciones a derechos humanos como la masacre de la UCA.
De vuelta en el juicio, la participación de Montano en los cables de Walker seguían siendo motivo de discusión.
—Señora Karl, ¿por qué afirma usted que Montano va a estar en esa reunión de las 2 p.m. del 15 de noviembre si este cable no cita su nombre? -preguntaba Agüero, citando el documento 322, página 133-116, punto 4.
—¿Cuál es la fecha de ese cable? ¿Y quién lo escribió? —pedía Karl.
—27 de julio de 1990. Está firmado por el embajador Walker.
Entonces Terry Karl sonreía y explicaba un nuevo aspecto del caso, el encubrimiento del que también participó Estados Unidos.
—Ese cable formó una parte del encubrimiento de lo que hicieron todos. El embajador creía que Ponce, Montano y Zepeda no estaban inovolucrados en el asesinato de los jesuitas y de Elba y Celina, y él [también] quería que eso fuera así. Yo sé que todas esas cosas del embajador no [vienen] de una información bien hecha porque hubo un intento increíble de encubrimiento. Estaban mandando personas a la embajada, tratando de crear una confusión completa, para esconder realmente quién dio la orden.
Hasta julio de 1991, el embajador Walker fue instrumentalizado por el Alto Mando para encubrirse a sí mismo, dice Karl. “Esos documentos [con esa fecha] son esfuerzos para proteger a Ponce, Montano, Zepeda, Parker, Larios y Cristiani, estuvieron juntos en el encubrimiento. Es posible que la opinión en el Departamento de Defensa cambió antes de esa fecha, pero no tengo todos los documentos”, dijo la experta, para hacer énfasis en que sus conclusiones siempre tenían una base.
Algunas oficinas de Estados Unidos como la CIA tenían fuertes nociones de la responsabilidad de los soldados desde las primeras horas y días después del crimen. Karl mostró un mapa elaborado por la CIA y enviado el 17 de noviembre desde su sede en El Salvador hacia Estados Unidos. El mapa mostraba que el campus estaba completamente custodiado por fuerzas de seguridad que respondían directamente a Montano, como viceministro de Seguridad. Karl dijo que había sido un tanto difícil para ella investigar a Montano a partir de la información desclasificada porque Montano casi no tenía relación directa con Estados Unidos. Aun así, lo que sus compañeros llegaban a decir a la embajada, ahora es suficiente para vincularlo al crimen.
Poco a poco, desde finales del 89, se comenzaron a poner piezas que ayudaron a esclarecer las cosas. Una de esas piezas fue el informe de una comisión de congresistas de Estados Unidos que visitaron el país en la primera mitad del 90. El revelador informe de la llamada Comisión Moakley estuvo listo en junio de 1990 y propició acalorados debates sobre la cooperación de Estados Unidos hacia El Salvador. Otra pieza que hizo presión fue la postura de la comunidad jesuita en El Salvador. Terry Karl contó en el juicio, por ejemplo, que el 17 de agosto de 1990 los jesuitas sostuvieron una reunión con el Estado Mayor y le dijeron que tenían pruebas de que el coronel Benavides actuó por órdenes superiores y que pensaban hacer pública la información si no lo divulgaba antes el Alto Mando. El entonces provincial de los jesuitas José María Tojeira dijo en el juicio que nueve horas después de la masacre informó a Ponce y al viceministro de Defensa Orlando Zepeda que el crimen había sido cometido por el Ejército. Ponce solo respondió que eso no había sido así.
El teniente que señaló a un general de la Tandona
El entonces teniente Luis Parada rindió testimonio en el juicio cuatro días antes de las últimas palabras de Montano. En su testimonio, contó que entre el 15 y el 16 de noviembre de 1989, Parada estuvo en dos reuniones en la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), contiguo al Estado Mayor, y ahí supo que el Ejército había asesinado a “ocho curas”. Antes de decirlo en el juicio, Parada ya había contado esta versión a El Faro en 2016. Según Parada, el jefe de un equipo de la CIA en El Salvador, Amado Gayol, supo de la responsabilidad de los soldados desde las primeras horas de la mañana del 16 de noviembre. Un día más tarde, el 17 de noviembre, Gayol y su equipo enviaron una copia del mapa de la UCA del que habló Terry Karl en su testimonio y, según el cual, las fuerzas de seguridad que custodiaban la UCA tendrían que haber reaccionado a la presencia de guerrilleros en el campus (como decía la versión oficial) o bien tendrían que haberse enterado de la irrupción del Atlacatl. 'Tenían que saber del crimen', dijo Parada.
30 años después, Parada repasó ese episodio en el juicio. A través de una videollamada, se enlazó desde Washington, y desde ahí habló de la responsabilidad de Montano, quien lo observaba desde su silla de ruedas en la sala de audiencias. Parada renunció a su grado de capitán en febrero del 2020 porque dijo que se sentía avergonzado del papel del Ejército en la toma de la Asamblea Legislativa protagonizada por el presidente Nayib Bukele. En 1989 era un miembro de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI). Parada contó que para su primera declaración ante la CIHD, en 1991, ya se sabía que había una operación de encubrimiento en marcha y que, incluso, algunos de sus compañeros de DNI habían muerto en circunstancias extrañas. Por eso cuando la CIHD lo mandó a llamar para declarar, Parada tomó todas las precauciones posibles. Escribió un testimonio antes de viajar y entregó una copia a su jefe de aquel entonces, el embajador salvadoreño en Washington Miguel Ángel Salaverría. Al reverso escribió algo que aun le provoca mucho impacto. “ESTA INFORMACIÓN PARA SER REVELADA SOLAMENTE EN CASO DE QUE MI MUERTE O DESAPARECIMIENTO IMPIDAN MI TESTIMONIO PERSONAL”, escribió. No era para menos el temor: la CIHD dependía de Montano, como viceministro de Seguridad Pública.
“Al leer esas palabras que escribí al reverso, a mí me da hasta escalofríos pensar los riesgos que uno tomaba, pero había que hacerlo”, dijo Parada en el juicio.
Parada era el jefe de una sección de análisis criptográfico de la DNI y contó en el juicio que alertó a sus superiores de la amenaza de la ofensiva guerrillera desde un mes antes, y que el 5 de noviembre obtuvieron la confirmación de que el FMLN se tomaría grandes extensiones de las urbes más cercanas a la capital. Recomendó ocupar militarmente esas zonas, pero nadie lo tomó en serio. “La ofensiva llegó como si no sabíamos nada. Fue negligencia del Estado Mayor”, se quejó Parada en el juicio. La DNI dependía del Viceministerio de Defensa, donde el titular era Orlando Zepeda, coronel y “compadre” de La Tandona y uno de los amigos y compañeros más cercanos de Montano.
En el juicio, Parada hizo un repaso de lo que vivió entre 1990 y 1991 cuando la CIHD lo mandó a llamar para recibir su testimonio estando él en Washington. Narró por ejemplo un encuentro que tuvo, en agosto de 1990 durante un viaje a San Salvador, con el capitán Carlos Fernando Hernández Carranza, jefe de operaciones de la DNI. En ese encuentro, Herrera le pidió que si lo llamaban a testificar ante la CIHD que no dijera la verdad. Herrera había sido quien, en la mañana del crimen, informó a todos en la DNI que había escuchado a través de unas radios de onda corta del Ejército que Ellacuría y otras personas habían sido asesinados “al resistirse al arresto”. Parada testificó en el juicio de Madrid que lo que Herrera le pidió era decir que había escuchado del asesinato en una radio comercial, no en onda corta. Parada también mencionó que Herrera Carranza fue asesinado en circunstancias extrañas en Morazán a finales de 1990, en el primer día que había sido destacado en esa zona.
En marzo de 1991 Parada viajó a San Salvador para rendir su declaración ante la CIHD. Casi 30 años más tarde, en el juicio en Madrid, relató detalles de las circunstancias alrededor de aquella declaración:
—Recibí la instrucción que tenía que presentarme donde el coronel Zepeda. Nos reunimos en su despacho y nos dijo que debíamos presentarnos ante la CIHD para responder las preguntas que nos hicieran. Pero antes de salir de su oficina, nos dijo que pasáramos por el departamento jurídico del Ministerio de Defensa para que los abogados defensores nos dijeran lo que teníamos que decir. Me pareció inapropiado, incorrecto que los abogados me dijeran lo que tenía que decir. Para evitar confrontar con los abogados, opté por no ir. Desobedecí y al día siguiente fui a la comisión.
—¿Qué le preguntaron?
—Había un investigador que solo me hizo preguntas inocuas, rutinarias, y quizás lo más importante fue que que si era cierto que los oficiales la DNI habíamos aplaudido cuando nos dimos cuenta de la muerte de Ellacuría. Cuando le respondí que no, dijo que eso era todo, que iba a terminar de mecanografiar mi declaración para que yo la firmara. Entonces tomé una decisión bastante natural, le empecé a sugerir al investigador qué preguntas hacer para que yo revelara lo que yo sabía. El investigador no tuvo más remedio que hacerme las preguntas.
Parada contó en el juicio que, en 1991, dos meses después de su primera declaración, tuvo que declarar por segunda vez ante la CIHD. Esa segunda vez estuvo presente el juez Cuarto de lo Penal Ricardo Zamora. “Donde el juez declaré desde las 9:30 hasta las 6 sin almorzar”, dijo Parada. Su declaración la brindó en la biblioteca de la Corte Suprema mientras, afuera del salón, los exfiscales devenidos en acusadores particulares Sidney Blanco y Henry Campos brindaban una conferencia de prensa para mencionar que lo dicho por el teniente Parada arrojaba luz sobre lo que verdaderamente había ocurrido en noviembre del 89 y que por fin había un relato que desafiaba el encubrimiento de Ponce y otros miembros de La Tandona.
Parada contó en el juicio que después de esa segunda declaración, compañeros suyos de la DNI le dijeron que estaban preocupados por su seguridad, por lo que había testificado y que había sido noticia en los medios. Parada regresó a Washington y ahí estando ahí personas cercanas a su familia le hicieron ver que su vida corría peligro si regresaba a El Salvador. “El encubrimiento no hubiera podido ocurrir sin el conocimiento del Alto Mando porque el mismo director de la DNI, Carlos Guzmán Aguilar, era compañero de promoción de Ponce, Zepeda y Montano, además Guzmán le respondía directamente a Zepeda”, dijo Parada, en el juicio. Otro indicio del encubrimiento fue que el FMLN comenzó a ser responsabilizado desde las filas del Ejército sin que hubiera ocurrido ninguna investigación.
Durante el juicio, Parada agregó detalles sobre el encubrimiento del crimen. Contó, por ejemplo, que en Washington, el general Adolfo Blandón, quien era el jefe de la agregaduría, le habló al respecto. Blandón había viajado a San Salvador y se había reunido con el coronel Ponce. Este le había admitido que supo de la responsabilidad de la Fuerza Armada el mismo día (16 de noviembre) “pero Ponce le aseguró que él no tenía nada que ver con haber dado la orden”, según Parada. Ponce también contó a Blandón —según el relato que hizo Parada en el juicio— que supo quiénes habían sido los responsables cuando el subdirector de la Escuela Militar, el coronel Camilo Hernández, había llegado a su oficina a entregar una ofrenda: un maletín en el que Ellacuría había guardado los 5 mil dólares del Premio Internacional Alfonso Comín, recibido 10 días antes de su muerte. Ponce, según el relato de Parada, ordenó destruir esa evidencia.
La derecha deja solo a Montano
Inocente Orlando Montano está más solo que nunca. O al menos eso ha evidenciado el juicio en su contra en Madrid. De los testigos propuestos por Montano, ninguno declaró y lo dejaron a su suerte. El coronel había propuesto como testigo de descargo al teniente José Ricardo Espinoza Guerra, el comandante de la unidad del Batallón Atlacatl que asaltó la UCA, pero no llegó a declarar debido a que es también uno de los 20 militares salvadoreños para quienes España pidió captura, en abril de 2011. Igual que Espinoza, el resto de militares señalados no puede salir de El Salvador debido a que la orden de detención sigue vigente. En El Salvador, resultaron protegidos por la Corte Suprema que denegó la extradición.
Un año antes del arranque del juicio, el abogado Antonio Alberca, que se presentó en Madrid para defender los intereses de los militares salvadoreños, justo cuando la causa se había abierto en 2009, dejó de representar al coronel Montano, según confirmó el letrado a El Faro en mayo de 2019. Su nuevo defensor, Jorge Agüero Lafora, trabaja para el bufete Scornik-Gerstein que se promociona como una firma que “tiene amplia experiencia en la representación de casos de extranjeros acusados de delitos en España”. Durante los interrogatorios, fue evidente que Agüero había tenido que correr para ponerse al día de una causa penal que lleva acumulando pruebas desde hace más de una década. El juez Mora lo reprendió verbalmente en una docena de ocasiones por cuestiones de forma en sus preguntas y lo llamó al orden una vez durante el interrogatorio de Karl porque hacía preguntas propias para una testigo y no para una perito.
Los otros testigos no pudieron declarar supuestamente por motivos de fuerza mayor. El obispo castrense Fabio Colindres, que para el proceso de extradición había enviado una carta al Gobierno de Estados Unidos para describir de las virtudes cristianas de Montano, se comunicó con la Audiencia Nacional para excusarse debido a que estaba en un congreso de religiosos y no podría atender el interrogatorio; el exfiscal general Mauricio Colorado que en los años 90 había boicoteado su propia investigación del caso jesuitas, reportó por escrito que había sufrido un “ictus repentino” y que tenía dificultades para hablar; y el excoordinador del plan de seguridad par la agricultura Luis Felipe Trigueros se reportó enfermo con covid19.
Los únicos que accedieron a rendir testimonio a favor del coronel, en calidad de peritos, fueron dos antiguos conocidos y amigos de Montano. Uno fue su compañero de armas, el general Mauricio Ernesto Vargas, miembro de La Tandona y negociador de los Acuerdos de Paz. El otro, un excompañero de gabinete, el ministro de Justicia durante la Presidencia Cristiani, Óscar Santamaría. En Madrid, ambos se convirtieron en los solitarios rostros de la derecha político-militar que en los años 90 habría salido a defender a Montano con los mejores abogados, con lobby diplomático y con una campaña mediática a su favor. 1989 fue el primer año en el que el todopoderoso partido Arena comenzó a gobernar. Pero 30 años después, en Madrid, de aquella derecha política solo ha quedado el silencio.
Tanto a Vargas, actual diputado de Arena; como a Santamaría, exdirigente de Arena, la acusación particular los puso en aprietos durante el juicio. Su idoneidad como peritos fue puesta en duda.
Vargas había enviado un reporte a la justicia estadounidense con el que intentaba neutralizar un informe de Terry Karl sobre las violaciones a derechos humanos cometidas por Montano. Vargas intentó explicar las leyes y reglamentos que regían a las Fuerzas Armadas e intentaba explicar que el crimen lo cometió una unidad fuera del control del Alto Mando. Eva Gimbernat, abogada querellante, interrogó a Vargas sobre las credenciales con las que había escrito el reporte en defensa de Montano. Una nota de El Faro reveló en 2013 que Vargas no era lo que decía ser. Vargas fue presentado como profesor del Colegio de Altos Estudios Estratégicos (CAEE), de la Fuerza Armada, cuando lo cierto es que esa institución no tiene ninguna relación con Vargas. Vargas reconoció que él colabora en una organización sin personería jurídica cuyo nombre es parecido. Visiblemente molesto, Vargas también reconoció que ese informe no lo había redactado él integramente y señaló que no había consultado fuentes documentales para elaborarlo.
Santamaría, un hombre de entera confianza de Cristiani, declaró al día siguiente, el martes 14, para intentar reforzar las ideas de Vargas. En términos generales, Santamaría volvió a cumplir el rol que Cristiani le endilgó desde aquellos primeros años después de la masacre: intentar justificar lo injustificable. Santamaría, que en 1993 informaba directamente a Naciones Unidas sobre los supuestos avances en la depuración de la Fuerza Armada, nunca negó el rol del Ejército pero tampoco lo señalaba abiertamente. “Yo siempre dije que fue una acción desafortunada (...) A mí que me tocaba manejar el tema… era una situación embarazosa y muy complicada de poder estar haciendo una justificación o una defensa de eso”, decía Santamaría en 2007.
En el juicio de Madrid, Santamaría dijo que el Ejército nunca se había opuesto al proceso de paz, y en esas estaba cuando llegó la ofensiva de la acusación. Manuel Ollé, otro de los querellantes, lo interrogó sobre un viaje que hizo a Madrid en diciembre de 2008 con la intención de que el expresidente Cristiani no fuera procesado en la Audiencia Nacional. El Faro reveló en 2011 la información relacionada al viaje y en aquel momento Santamaría había confirmado que las reuniones en Madrid las hizo a petición de Cristiani junto con el exdirigente de las FPL Salvador Samayoa para “visitar a unos amigos allá”. En el juicio, Santamaría intentó mantener esa versión simplificada, pero el abogado Ollé lo inundó con repreguntas. Santamaría entonces cambió la respuesta y dijo que sí se había reunido con miembros del gobierno español, jueces y miembros del Ministerio Fiscal español. Es primera vez que acepta haberse reunido con dichos funcionarios. Santamaría aclaró que él no dijo ni una palabra en esas reuniones y que solo acompañó al embajador salvadoreño Enrique Borgo Bustamante. Ollé, al final de su intervención, dijo que pedía al tribunal que se dedujera falso testimonio de las declaraciones de Santamaría porque había dudas razonables de la veracidad de lo dicho, sobre todo, a la luz de lo establecido en los cables diplomáticos filtrados por Wikileaks y revelados por El Faro.
Ahora queda en manos de la Audiencia valorar la idoneidad de los peritos propuestos por Montano.
Hacia el final del juicio, cuando el rumor de que Montano iba a hacer uso de la última palabra era ya casi una confirmación, el representante de los hermanos del jesuita asesinado Ignacio Martín-Baró, el abogado Antonio Martín-Pallín, se dirigió directamente al coronel. “Aquella madrugada, en la UCA, había un jardín de rosas. Ustedes quisieron cortar ocho rosas pero no han podido acabar con la primavera. La primavera persiste, el prestigio de Ellacuría sigue intacto. Como tiene usted el derecho a la última palabra, y usted ha dicho ser creyente, yo solo me atrevería decirle: cuando haga uso de la última palabra, usted piense en una frase de San Pablo: solo la verdad os hará libres. Utilice la última palabra con arreglo a su conciencia y lo comprenderemos porque lo único que buscamos es la verdad, la justicia, y le anticipo que tiene usted el perdón de los hermanos del padre Martín-Baró', dijo Martín-Pallín.
En su intervención, Montano se mantuvo firme en la versión de los hechos que durante tres décadas le ha garantizado impunidad a este caso: 'Juro ante ustedes y ante mi dios que no estoy mintiendo', dijo.
Si se suma el tiempo que duró cada una de las 10 sesiones, el juicio duró alrededor de 25 horas continuas. La intervención final de Montano fue solo de 20 minutos. Dijo que el juicio había sido desgastante y que estaba cansado, que no quería alargar mucho más la audiencia. Mientras miraba a los acusadores, les dijo que no guardaba ningún rencor contra ellos. “La interpretación errónea que ha tenido la señora fiscal, y el señor fiscal contratado por la familia de los jesuitas pienso que la hacen porque están haciendo su trabajo; otros, porque es su función y no tengo ningún resentimiento ni ningún pensamiento negativo para con ellos ni para ustedes como tribunal”.
El coronel entonces hizo algo que, según él, nunca había podido hacer. Se despidió con un pésame a la familia de los jesuitas. “A la familia de los padres mis respetos y mis muestras de pésame, por favor, transmítales mi mensaje. Gracias, señoría', dijo, y el juicio se dio por cerrado, visto para sentencia.