Un día después de que el presidente Nayib Bukele envió a sus cuerpos de seguridad a perseguir a los narcotraficantes del norte de Chalatenango, los militares capturaron al campesino y comerciante Alfredo López. Lo encontraron el miércoles 21 de octubre en el inhóspito, rural y fronterizo pueblo de Arcatao, un municipio gobernado por el FMLN, el expartido de Bukele que, según él, ahora protege a narcos y contrabandistas. Alfredo López fue sorprendido en su casa, ubicada a unos 500 metros del río Sazalapa, frontera con Honduras, mientras cargaba un pickup con el producto que esperaba colocar en la cabecera departamental: unos sacos rellenos con granos de frijol rojo.
Al día siguiente, Alfredo López fue remitido a la capital y encerrado en una celda de la División Antinarcóticos (DAN) de la Policía, un lugar usualmente reservado para los protagonistas estelares de la corrupción y el crimen contemporáneo salvadoreño: entre estos los expresidentes Francisco Flores, Antonio Saca y el considerado líder del Cártel de Texis, José Adán Salazar Umaña, mejor conocido como Chepe Diablo. Pero aunque lo encontraron con las manos sobre su mercancía, él no terminaba de entender por qué lo habían capturado ni qué hacía en aquellas celdas tan especiales. Se lo explicaron sus compañeros de prisión, y lo enfureció saberse un chivo expiatorio en otro ataque de Bukele hacia el FMLN. Cuatro días más tarde, el juez de Paz de Arcatao lo dejó libre porque contra este hombre acusado de narcotraficante ni siquiera hubo pruebas de que los frijoles que le decomisaron provinieron del contrabando.
Antes de salir de la DAN, Alfredo López se enteró que la ofensiva de Bukele contra los municipios gobernados por el FMLN arrancó el martes 20, el día en que la diputada y excandidata a la vicepresidencia del partido, Karina Sosa, denunció junto a un grupo de alcaldes que el Ejército no permitía el libre tránsito de personas entre Honduras y El Salvador. Los afectados, dijeron, eran ocho municipios fronterizos del departamento de Chalatenango, en los que viven unas 32 mil personas, según las proyecciones poblacionales de la Dirección General de Estadísticas (Digestyc). La restricción, dijeron, provocaba “separación de familias, impedimento a recibir tratamientos médicos, y una economía gravemente afectada” para quienes viven en esa orilla del país.
En respuesta, el presidente Bukele tuiteó: “Ahí no hay NINGÚN puesto fronterizo. ¡Son los puntos ciegos! Aquí pueden ver quiénes trabajan para los narcotraficantes y contrabandistas”. Dedicó otros tres tuits más al asunto ese día. Fiel a su estilo, ordenó vía Twitter al ministro de Defensa Merino Monroy: “Duplique la presencia militar en los puntos ciegos de San Fernando, Arcatao, Nueva Trinidad y San Ignacio. Es evidente que intentan pasar droga y/o contrabando y que además cuentan con el apoyo de las autoridades locales”.
Dicho y hecho: la cantidad de soldados aumentó en esos municipios, que desde marzo, cuando el país se fue a cuarentena, ya habían recibido a una parte del despliegue de los 2 mil elementos que el Ejército diseminó en fronteras y puntos ciegos del país. El procurador de Derechos Humanos, Apolonio Tobar dijo que los alcaldes chalatecos denunciaron la “criminalización de la juventud” y acciones arbitrarias como que los soldados “buscan tatuajes, revisan si usan la camisa grande, el pelo largo y obligan a los jóvenes cortarse el pelo de una forma determinada”.
La Procuraduría alista una resolución, tras realizar inspecciones en la zona. Entre el 21 y el 29 de octubre, la organización de derechos humanos Cristosal lanzó una encuesta digital con pobladores de los municipios afectados por el incremento del Ejército desde marzo. Hicieron 36 entrevistas: la mitad respondió que la mayor afectación era no poder cruzar la frontera. Más de la mitad (el 58%) se mostró en desacuerdo con la medida. “Las razones giran en torno a que esto no favorece a la población ni se traduce tampoco en una protección mayor, sino más bien se percibe como una estrategia política del gobierno central y se reconoce que las tropas desplegadas vulneran a los residentes”, concluyó Cristosal.
Un día después del tuit presidencial, un sargento y dos soldados detuvieron a Alfredo en Arcatao.
“Aquí a saber cuánto podés llevar de droga”
Seguimos en pandemia, pero en esta estadía Alfredo López ha encontrado en la prudente distancia un refugio inmune al virus. Entonces se asoma un bigote espeso debajo de la mascarilla. Y como viste jeans, es algo regordete y usa camisa roja, su perfil merece una semejanza: tien un aire del famoso plomero italiano de los videojuegos. “Lo mío sirvió cabal para lo que el gobierno dijo”, dice Alfredo, ahora en libertad, desde la comodidad de su casa. Los 45 años que carga encima los ha vivido en el caserío Los Chavarría, del cantón Teosinte. La zona donde lo detuvieron en un procedimiento irregular a las 4:45 de la tarde del 21 de octubre.
“Yo estaba cargando el pickup para llevar 20 quintales (de frijoles) a Chalatenango a vender. Ellos ya estaban directamente ahí parados en el carro. Empezaron a preguntarme. Primero, que les diera todos los documentos del carro, y los míos”, dice Alfredo. “De ahí, vino el maitro (un sargento) y se metió sin permiso hasta adentro, a la casa de mi mamá”.
En El Salvador, ninguna autoridad puede ingresar sin una orden judicial a la casa de un ciudadano, a menos que este se lo autorice. Ni Alfredo ni su madre habían autorizado nada. La casa de Mirtala, de 60 años, está a menos de 100 metros de distancia de la suya, en este caserío rural, al que se llega desde el casco urbano de Arcatao a través de una calle de tierra. Alfredo había guardado los costales con frijoles ahí.
“Él se ha metido de abusivo porque a mí no me ha dicho ‘señora, deme permiso de entrar’”, cuenta Mirtala, con la indignación fresca. “Y todavía ha llegado a decirme: ‘apague esa luz, señora’, ¡como que él me mandaba a mí!'.
Tras el allanamiento, uno de los soldados subió el tono del interrogatorio. “Aquí a saber cuánto podés llevar de droga”, le dijo a Alfredo. En respuesta, él ofreció abrir sus costales. “Si querés te los desvacío uno por uno en la calle. Si me hallás droga, aplicame toda la ley, y si no hallás nada, que te la apliquen a vos”, lo retó. “Después, el mismo soldado, me dijo que todas estas casas las usaban de bodegas para el contrabando. Y yo le dije: ¿por qué no pedís una orden y revisás todas las casas?”.
El sargento luego le preguntó a Alfredo de dónde había sacado los frijoles. Alfredo, además de campesino es comerciante y trató, en vano, de explicarle su negocio a los militares. “Yo vendo abono, venenos y así la gente me da granos en pago. Le dije: yo aquí le compro a Pedro y a Juan, porque me preguntaron que quiénes, que diera nombres y apellidos. ¿Cómo le voy a dar apellidos de tanta gente?”.
Contra Alfredo se montó un gran operativo. Mientras caía la noche, más autoridades llegaron a amenazar. “Bajó el subinspector (de la Policía Nacional Civil) de Arcatao y me obligó a sacar el producto para la calle”. Alfredo tenía otros 24 quintales de frijoles en su casa, además de los 20 que ya había cargado a su pickup, en total un poco más de 2,500 dólares a los precios actuales. “Me dijo: ‘si usted de voluntad saca el frijol para la calle va a ser menos el problema, pero si usted no lo saca, se le va a hacer un gran problema y vamos a traer orden de cateo para registrar toda la casa’”. El policía reconoció que no podía hacer lo que el sargento hizo: ingresar a la casa sin una orden.
Alfredo, temiendo que el problema creciera o que quisieran detener a Mirtala, accedió a sacar los costales que aún tenía en casa. “Hasta los mismos policías de aduana me dijeron que eso era prohibidísimo”, cuenta. Se lo llevaron detenido y pasó la noche en la frontera El Poy, durmiendo con una mano esposada a una banca. Al día siguiente, lo ficharon en en Chalatenango y lo trasladaron a las bartolinas de la DAN.
En la celda que le tocó, le dijeron, habían dormido antes que él Gustavo López Davidson (expresidente del partido Arena acusado por una permuta ilegal de armas), el exministro de Defensa, David Munguía Payés (acusado por la Tregua con pandillas) y Susy Rodríguez, esposa del expresidente de la Asamblea Legislativa, Sigfrido Reyes, acusado de corrupción. Ahí se enteró del decreto presidencial: “un reo me enseñó el diario y yo leí que ahí mentaba a los alcaldes”.
Alfredo asegura que un soldado lo acusó de ser narcotraficante, pero esto no quedó consignado en el expediente judicial. La acusación por contrabando sí. La Fiscalía asegura que a Alfredo “le incautaron el frijol en una bodega de su propiedad y en un camión por lo que no podía acreditarse el origen del frijol; es decir que hubiese ingresado procedente del extranjero evadiendo los controles fronterizos”. La bodega es en realidad una casa protegida con una verja de madrecacao y alambre. El “camión” en realidad es su pickup Nissan.
La Fiscalía ignoró las irregularidades de la captura y no pudo probar que Alfredo era un contrabandista. En la audiencia inicial, la acusación cambió al delito de conducción de mercadería de dudosa procedencia. Alfredo aceptó un procedimiento abreviado para volver a casa: una condena de dos años, reemplazada inmediatamente, si pagaba 1,500 dólares como responsabilidad civil. “Yo no le entendí mucho pero (me dijeron) que si aceptaba pagar esa cantidad me iban a dejar libre”, explica. Junto con los honorarios de su abogada y los trámites para recuperar su vehículo decomisado, la travesía de Alfredo le acumuló una deuda de 3,000 dólares, más los 44 quintales de frijoles que le quitaron.
Mientras Alfredo cuenta su historia, a unos metros, un hombre transporta una caja de tomates de El Salvador a Honduras a través del río Sazalapa. A Alfredo, y a los habitantes de esta frontera, el cruce de productos de un lado al otro del río les resulta una práctica cotidiana. Y lejos de la persecución orquestada por el presidente desde Twitter, y el cargo que terminó aceptando en el juicio, ese intercambio de mercadería ha sido regulado y protegido desde 1992, tras la sentencia que fijó los puntos fronterizos entre Honduras y El Salvador.
La gente de las orillas
La Corte Internacional de Justicia de La Haya decidió en septiembre de 1992, en una disputa limítrofe que databa desde la colonia, que 160 kilómetros cuadrados que eran reclamados por El Salvador pasaban a formar parte de Honduras. Entre estos “bolsones” estaban zonas fronterizas de los municipios de Citalá, San Ignacio y Arcatao en Chalatenango. Lo mismo ocurrió con otras zonas en el oriente del país. Así, miles de campesinos con propiedades y tierras amanecieron en un nuevo país, aunque sus identidades seguían siendo salvadoreñas. Seis años más tarde, en la Convención sobre nacionalidad y derechos adquiridos, los dos países se comprometieron a “garantizar que los propietarios y habitantes de la zona transiten libremente en los territorios que fueron objeto de la sentencia, y comercialización y movilicen sus bienes en dichas zonas”. La convención también les dio el derecho a optar por la doble nacionalidad. Alfredo López comercia con lo que se cultiva en los exbolsones de Arcatao.
En la práctica, los habitantes de los exbolsones, pero también de otros territorios fronterizos, han hecho su vida entre dos países por los últimos 30 años, sin molestarse por trámites migratorios o aduaneros. Quienes viven del lado hondureño compran en las tiendas del lado salvadoreño; miles de salvadoreños tienen tierras del otro lado de la frontera, donde cultivan o mantienen ganado o son migrantes estacionales para la temporada de recolección de café, que empieza en noviembre. En la limosna de la misa, al párroco de San Fernando, en El Salvador, le caen coras y lempiras. Miles de hondureños viajan a El Salvador para recibir atención médica de forma regular, porque les es más cercano viajar a Chalatenango o Morazán que a San Pedro Sula o Tegucigalpa, debido a la centralización de los servicios de salud pública en su país.
Ese ir y venir entre países quedó registrado en la Ley Especial de Migración y Extranjería, publicada en abril de 2019, con el nombre de “tránsito vecinal fronterizo”. La diputada Karina Sosa participó en la aprobación de dicha ley. “Existía la concepción en algunos colegas de que únicamente debía quedar legislado (el paso a través de) la caseta de migración y el control migratorio. Pero la realidad sobrepasa la situación”, explica.
En Chalatenango, solo existe la caseta migratoria de El Poy (Citalá), pero por años los habitantes de lugares como Arcatao (a 93 kilómetros), San Fernando (a 84 kilómetros) o Nueva Trinidad (a 87) han pasado a Honduras sin ir hasta la caseta migratoria. “Ellos transitaban, enseñaban el DUI al Ejército, los dejaban irse y regresaban”, dice la diputada Sosa.
En el artículo 103 de la nueva ley, se estableció que la Dirección General de Migración daría un carnet de identificación a “las personas centroamericanas y residentes extranjeras que habitan en los límites fronterizos del país, que ingresen y salgan de este en forma constante y permanente por vía terrestre, sin que su permanencia exceda de tres días y sin permiso para realizar actividades laborales en el país”. Esos salvoconductos no se han entregado.
En marzo, la pandemia por covid-19 alteró la vida de todo el mundo. El 11, el Gobierno salvadoreño cerró todas sus fronteras como medida de prevención y luego desplegó 2 mil soldados a las zonas fronterizas. El 19 de septiembre las fronteras se reabrieron, pero en estos municipios de Chalatenango, sin casetas migratorias, la reapertura generalizada no se aplicó. La “nueva realidad” no ha empezado en estos pueblos aunque las dificultades de su vieja realidad permanecen.
María Rosa Portillo, de 36 años, Fidencio Cartagena, de 50, y su hijo Josué, de nueve, recogen agua en el río Sazalapa en media docena de plásticos al atardecer de este 29 de octubre. Son salvadoreños pero viven del lado hondureño. María dice que su mamá, Teodora Martínez, de 64 años, con problemas en una rodilla y bordón para caminar, no ha podido asistir a dos citas para una operación programada porque los militares salvadoreños no la dejan cruzar. “Ella tiene una hernia, pero esta gente aquí no le entiende a uno el problema. Dicen que tiene que bajarse, pasar caminando el río y tiene que venir otro carro a recogerla (del lado salvadoreño)”, explica María.
“Estoy esperando tal vez algún día se les ablanda al ver la necesidad de la gente”, agrega.
Fidencio Cartagena, el esposo de María, se encontró con otra pregunta cuando quiso interceder ante los militares ubicados en una casa en este paso del río. El militar le dijo.“¿Cuándo hicieron esta línea no les preguntaron si querían quedar en Honduras o en El Salvador?” Pero a Fidencio nadie le preguntó. “¿Cómo nos vamos a mover si nosotros aquí tenemos la tierrita, la casita, los animalitos? Lo que dijeron fue que los exbolsones iban a ser protegidos, que iban a tener todos los apoyos, pero es mentira. La gente de las orillas no tenemos apoyo de ningún lado”, se queja.
Ecos de una nueva persecución política
Un mes después de la denuncia de la diputada Sosa y de la detención de Alfredo López por contrabando, el presidente Bukele volvió a tuitear sobre la petición de los alcaldes de Chalatenango. “Los controles que el FMLN presiona para que quitemos. El día que lo pidieron, duplicamos los controles”, dijo Bukele en un tuit el 21 de noviembre, aunque la petición del FMLN no fue quitar los controles, sino “garantizar los derechos humanos” y un informe de “las motivaciones de restringir libertad de tránsito a salvadoreños”. El tuit presidencial acompañaba fotos de la captura de un hombre que transportaba 50 kilos de marihuana, y que fue detenido en Santa Ana, a unos 100 kilómetros del más cercano de los pueblos cuyo alcalde acompañó la denuncia. Claramente, el presidente quería mantener el tema en agenda. Pero, ¿por qué?
“El problema que yo veo es que la gente que protestó es del Frente, pareciera que por ahí viene el asunto”, dice monseñor Oswaldo Escobar, el obispo de Chalatenango. La historia de cómo la Iglesia católica se involucró en la defensa de los pobladores de los exbolsones y de las otras orillas de Chalatenango, ahora estigmatizados como contrabandistas o narcotraficantes, evoca a aquella Iglesia que defendió al pueblo de El Salvador autoritario.
El 25 de octubre, cinco días después de la denuncia de la diputada Sosa y los tuits presidenciales, el FMLN organizó una manifestación en Arcatao. Lorena Peña, expresidenta de la Asamblea Legislativa, denunció que la Policía detuvo una caravana de simpatizantes del FMLN, a la entrada de Arcatao, y que los agentes les dijeron que buscaban armas. El párroco de Arcatao, el jesuita Miguel Vásquez, recibió a la concentración después de la misa ese domingo y criticó al presidente Bukele y sus medidas. “En su gobierno también tiene políticos del pasado y también candidatos que lleva. Tenemos la lista de corrupciones que tienen. Ojalá les diga que está prohibido trabajar con droga también, porque tiene gente involucrada en eso”, dijo Vásquez, que recibió una sonora ovación. Al día siguiente, la diócesis de Chalatenango en pleno dio su postura, en una conferencia de prensa.
La Diócesis afirmó que estaba hablando “en nombre de estas comunidades limítrofes para que la Fuerza Armada les conceda un trato digno y humano para que puedan desarrollar sus labores agrícolas, comerciales y de libre tránsito, tal como sucedía antes de la pandemia”. La Iglesia da la cara por ellos: “ellos no son narcotraficantes”, asegura. “Si después de una seria investigación hubiese alguno que esté involucrado en esta aseveración, el gobierno está en su derecho de perseguir el ilícito, pero sin estigmatizarlos a todos”, reza el comunicado.
Algunas acciones de Bukele, y sus consecuencias, son anacrónicas. Cuerpos de seguridad persiguiendo a campesinos y comerciantes a la ligera, registros policiales a opositores políticos, sacerdotes católicos denunciando corrupción y un párroco cuestionando al Estado eran escenas comunes en los 70 y 80, cuando la Iglesia, liderada por sacerdotes como Rutilio Grande u Óscar Romero, denunciaban las violaciones a derechos humanos del régimen militar. Las escenas de Arcatao se suman a un mosaico que incluye la militarización de la Asamblea Legislativa, en febrero pasado, la desobediencia del presidente a las sentencias de la Sala de lo Constitucional, de su ejército a órdenes judiciales, de la Policía a la Fiscalía, del director de la Policía a la Asamblea Legislativa, de los ataques sistemáticos a periodistas y defensores de derechos humanos… Más reciente, la Policía capturó a integrantes de los organismos electorales que preparan la elección de 2021, y que están ligados al partido Arena, en un contexto en el que Bukele y su partido acusan, sin presentar pruebas, de un supuesto fraude. El Salvador de ahora se parece cada vez más al que creíamos superado con la firma de La Paz.
El obispo Oswaldo Escobar, un sacerdote de la orden carmelita, preside la diócesis de Chalatenango desde 2016. Es alto, blanco, de cara redonda y de suaves maneras. Opositor político de Bukele no es la categoría que viene a la mente al verlo, pero él y otros sacerdotes recibieron ese trato después de que se posicionaron en contra de la militarización ordenada por Twitter. “El punto siempre ha sido que los campesinos transiten libremente. El presidente toma esta decisión muy radical y sin consulta”, dice Escobar a El Faro.
El párroco Vásquez, de Arcatao, fue uno de los impulsores del pronunciamiento de la Diócesis pero emitió su propio comunicado. “De la noche a la mañana, el presidente sale con afirmaciones irresponsables, curiosamente él se ha enfocado en los municipios donde gobierna el FMLN”, se lee en el documento.
En eso, Vásquez también coincide con la diputada Karina Sosa, quien dijo que anticipaba una fuerte reacción de su excompañero de partido, Nayib Bukele. “Sí esperaba ataque, pero no en la dimensión que él le dio. Y le aplaudo porque él le dio potencia al tema y visibilizó su incumplimiento. Se hizo el harakiri”, dice Sosa. Bukele ha hecho de esta diputada, como de otros diputados de oposición, un blanco de sus arremetidas en Twitter. Tres semanas antes de denunciar a los narcotraficantes y contrabandistas anónimos ‘protegidos’ por el FMLN, Bukele dedicó siete tuits para ridiculizar un mensaje de la diputada Sosa que contenía errores de redacción. Ese viernes, cerca de la medianoche, Bukele insinuó que la diputada estaba ebria y que por eso se había equivocado. “Es el estilo que ha adoptado y que tendrá de cara a las elecciones, de personalizar y desgastar al candidato que va por determinado partido”, dice Sosa.
Pero antes de ser un argumento en la contienda electoral, el problema de los chalatecos de la frontera ya existía. El 7 de agosto, Carlos Álvarez, el alcalde de San Fernando, le envió una carta al coronel César Wilfredo Villalta Ángel, el comandante del Destacamento Militar 1. “Le solicitamos su apoyo de autorizarnos para que con frecuencia crucemos la frontera (...) la intención nuestra es únicamente llevar a cabo los trabajos que demanda una finca o trabajos de ganadería”, dice la carta. A diferencia de Arcatao, el caso de San Fernando es particular. Sus fronteras tienen años de estar en la mira de las autoridades por ser considerada un punto clave del tráfico de droga.
Los dos San Fernando
Hay dos San Fernando. A uno se llega sobre la calle que parte de Dulce Nombre de María. No es para conductores novatos. Es de tierra, con minúsculos parches de cemento y balastre, y serpentea hasta el mareo como el resto de caminos en las cimas de Chalatenango. Su angostura desafía el paso de dos vehículos —uno en cada sentido— y en algunos tramos, hay barranco a los costados. Los separadores metálicos a las orillas no ofrecen muchas garantías. Solo hay 30 kilómetros entre Dulce Nombre de María y San Fernando, la misma distancia que entre San Salvador y el Puerto de La Libertad. Pero aunque uno puede llegar de la capital a la playa en poco más de media hora, para llegar a San Fernando el tiempo se triplica debido a las condiciones del camino.
La última vez que se hizo una medición multidimensional de indicadores socioeconómicos por municipios, en 2007, San Fernando quedó en el lugar 250 de 262 en el índice de Desarrollo Humano, es decir, como uno de los 15 peores municipios para vivir y desarrollarse en El Salvador. Además se coloreó rojo en el mapa como uno de los 10 municipios con la tasa más alta de pobreza extrema severa. San Fernando son dos barrios urbanos mínimos —el viejo y el nuevo— donde vive apenas el 15 % de su población de unos tres mil habitantes. El resto es rural: cerros y cimas atravesadas por quebradas y divididos de Honduras por el río Sumpul.
El otro San Fernando carga con una tara y sobre ella muy pocos se atreven a pronunciar palabra. Por esa misma tara, algunas curiosidades incluso levantan sospechas. Sobre la pedregosa calle que surca barrancos de San Fernando hay un terreno que anuncia un helipuerto, aunque en realidad esas tierras entran en jurisdicción de Dulce Nombre de María, el municipio vecino. El Registro de la Propiedad no tiene información sobre el 'helipuerto', porque está en “zona no catastrada”, es decir, que no se han hecho mediciones sobre esa área del país. La alcaldía de Dulce Nombre de María respondió a El Faro, sin dar más referencias, que el propietario del inmueble es un hombre llamado Ángel Abrego y que en realidad, el helipuerto es solo un mirador. “A saber por qué le pusieron helipuerto pero ahí nunca ha aterrizado ningún avión ni ningún helicóptero. Ese es un plantón, nada más” dice la secretaria municipal.
Ese otro San Fernando que colinda con un helipuerto es un punto clave que informes de inteligencia han descrito desde hace más de una década como El Caminito. “San Fernando es el inicio de la ruta salvadoreña por la que transita parte de la cocaína proveniente de Suramérica en camino hacia Estados Unidos”, reportó El Faro en 2011, cuando se reveló la existencia del Cartel de Texis.
Cuando el presidente dijo que por estos lugares pasaba droga, en realidad no estaba revelando ninguna primicia. Tres distintos informes de inteligencia que sirvieron de base para la publicación de El Cartel de Texis marcaban a San Fernando como el inicio de los territorios de José Adán Salazar Umaña, “Chepe Diablo”, el señor de la droga de occidente, señalado incluso por Estados Unidos como capo de la droga. Los habitantes del otro San Fernando lo sabían antes de que el presidente dijera una palabra.
“No deja de hacernos sentir mal cuando el presidente dice que es zona de traficantes, aunque no se le puede decir que es totalmente mentira”, concede Carlos Hernández, un hombre moreno y de palabra fácil, con 50 años, y pastor evangélico desde los 19. El pastor rechaza la generalización. “¿Alguien hace eso? Quién sabe. Esos son fuegos secretos. Pero casi al 100 % de las personas los conocemos y no los conocemos de esa manera”.
“A veces se oye que rumban carros o camionetillas a la una de la mañana, a las doce de la noche. A saber qué hacen, pero uno está durmiendo”, dice Ana Ortega, presidenta de la Adesco de San Juan de la Cruz, un cantón de San Fernando. “Eso puede ser desde qué siglos va. Pero uno no. La gente de aquí más que todo es campesina y vive de la agricultura. La gente fuera rica aquí, pero no es así”.
Este municipio con dos caras es el que gobierna el alcalde Carlos Álvarez.
Álvarez rompió el monopolio que tenía Arena en esta alcaldía desde 1994. Ganó en 2015, 15 años después de los primeros informes que dieron cuenta de la existencia del Cártel de Texis, en una coalición sui generis del FMLN con Gana, el partido de derechas que llevó a Bukele al poder en 2019. Repitieron la alianza en 2018. Ahora, así como Gana se ha olvidado de la alianza legislativa que forjó con el FMLN en sus 10 años de Gobierno, Bukele también se hace el desentendido del ligue en San Fernando entre el FMLN y Gana, el único partido con el que Nuevas Ideas compite en coaliciones para 2021.
En esta zona de bastiones electorales del Frente, donde los galones de la guerrilla influyen en la votación, Álvarez también contrasta por su juventud (35 años) y sus maneras. Mientras otros municipios son gobernados por excombatientes, Álvarez es licenciado en relaciones públicas y tiene un técnico en recursos naturales que estudió en Estados Unidos. Viste una camisa manga larga, ajustada y arremangada hasta los codos, jeans ajustados, y zapatos mocasines, sin calcetines. En su despacho aireacondicionado hay dos sofás de cuero, una mesita de vidrio frente a un televisor pantalla plana, al lado de un pequeño refrigerador. En una repisa, junto a su escritorio, mantiene algunos abarrotes: leche deslactosada, pan integral, jalea y miel. Para desplazarse en el territorio, maneja una camioneta Jeep todoterreno.
Fue Álvarez quien llamó a la diputada Sosa para iniciar la protesta que desembocó en debate nacional y en la que Alfredo López terminó pagando los platos rotos. Pero llamar a la diputada no fue su primera opción. “En este teléfono están todas las llamadas que yo hice al gerente de Flujos Migratorios de la Dirección General de Migración”, dice. “No es que hayamos querido confrontar con el gobierno en acudir a la Asamblea. Yo he actuado con mucha diplomacia, haciendo uso de las instituciones del Estado”, añade.
Al hablar de narcotráfico, Álvarez, como todos en San Fernando, es cauteloso. “Es cierto que estas zonas han sido catalogadas por ese tema, pero en las incautaciones que han habido no figuran estas zonas”, dice. Cuando se le pregunta por el helipuerto, responde: “creo que el helipuerto nunca ha funcionado”. Álvarez cuestiona la acusación de Bukele: “Llama la atención que ante una demanda nuestra se nos dice que las autoridades locales favorecen al narcotráfico y al contrabando”. El gobierno decomisó unos 100 kilogramos de droga (0.1 toneladas) en 2019, y este año se han incautado más de dos toneladas de droga, la mayoría en dos operativos ocurridos el 12 de octubre, ambos lejos de Chalatenango: uno en la frontera El Amatillo (La Unión) y otro en Zacatecoluca (La Paz).
El uso de la diplomacia también distancia a Álvarez de sus colegas señalados. El día que el presidente Bukele acusó a los alcaldes de defender narcotraficantes, José Avelar, edil de Arcatao, publicó fotos de su cena de frijoles y tortilla. “Esta es la gran mansión en la que vive el alcalde de Arcatao, supongo que se notan todos los millones que consigo para dar paso libre al narcotráfico”, escribió. Desde su despacho, Avelar no se mide para hablar del paso de drogas en Chalatenango.
“Aquí todo el mundo sabe que el candidato del PCN, Reynaldo Cardoza, ¡Ese señor es narcotraficante desde hace tiempos!”, dice Avelar. El diputado Reynaldo Cardoza tiene antecedentes por tráfico de personas y es ubicado en informes policiales como aliado del Cartel de Texis. Cardoza fue el primer procesado por enriquecimiento ilícito y la justicia resolvió de manera dispar: lo absolvió pero condenó a su esposa. “Él jala esa mierda desde hace ratos”, insiste Avelar. El Faro buscó una respuesta del diputado Cardoza pero su equipo de prensa en la Asamblea Legislativa informó que Cardoza no daría declaraciones a este medio.
En la campaña contra el narcotráfico ‘protegido’ por el FMLN, son curiosas las omisiones de Bukele. La zona del Cartel de Texis, en la que se incluye a San Fernando, vincula a políticos de varios partidos, pero el presidente solo señala a alcaldes sin antecedentes del FMLN, ignorando a otros políticos que laboran en su Gobierno y han estado vinculados a líderes del Cartel de Texis.
En la misma semana en que el presidente atacó a Álvarez y Avelar y los otros alcaldes del FMLN, Juan Umaña, exalcalde de Metapán por el PCN y ligado al Cartel de Texis, salió de prisión preventiva para enfrentar en libertad un cargo de lavado de dinero: más de 100 millones de dólares. En 2015, Francisco Merino Reyes, el actual jefe de protocolo del presidente Bukele, fue candidato a diputado por el PARLACEN. En su campaña, Merino Reyes apareció en eventos públicos con Umaña, como también solía hacerlo su padre, el diputado por Santa Ana Francisco Merino del PCN. Ese mismo año, el diputado Cardoza hizo campaña en un helicóptero que tenía su nombre. Cardoza dijo entonces a El Faro que Merino Reyes le facilitó esa aeronave. “Es un helicóptero que no es mío, ni es de Chico (Merino, hijo). Si es una compañía que lo renta, bueno: es un helicóptero que se lo rentó, se lo prestó, creo que se lo donó por 600 dólares, 600 dólares que le dio nada más (una empresa)”, dijo Cardoza entonces.
Bukele omitió comentarios sobre la liberación de Umaña. Tampoco ha comentado los contratos irregulares que su ministra de Turismo otorgó a los hoteles de Chepe Diablo en el marco de la pandemia y por los cuales enfrente un juicio de cuentas. De hecho, el presidente hasta dejó pasar la oportunidad de apuntar a uno de sus blancos, el FMLN, cuyo actual secretario, Óscar Ortiz, fue socio de Chepe Diablo en una empresa que la Fiscalía investigó por lavado de dinero. Pero, de eso, tampoco nada.
El punto ciego de Las Pilas
En la mañana del 31 de octubre, una decena de hombres transportan cajas de tomates de Honduras a El Salvador a través de un puente hamaca sobre el río Sumpul. A unos metros, un soldado salvadoreño observa tranquilamente la escena desde un puesto de vigilancia. En el Chalatenango militarizado de fronteras cerradas, en los pueblos en los que el presidente sospecha que hay narcos y contrabandistas aupados por el FMLN, trabajadores cargan un camión a la vista de cualquiera. Las Pilas, San Ignacio, es una excepción.
“No tenemos un acuerdo legal, sino un acuerdo verbal de las autoridades”, explica Israel Cardoza, miembro de una directiva comunal en Las Pilas que asegura haber negociado con las autoridades para poder seguir trabajando e introduciendo sus cultivos al país. “Todo el terreno que ve a la orilla de acá es de nosotros, gente salvadoreña”, dice. San Ignacio es otro exbolsón: hasta 1992, estas tierras que ahora son Honduras eran El Salvador.
Las Pilas, a unos 2000 metros sobre el nivel del mar, goza de un clima privilegiado. Esta mañana refrescaron 17 grados centígrados. Las condiciones son propicias para el cultivo de flores y hortalizas: repollo, chile verde, zanahoria, kale, cilantro. Grandes negocios como Walmart o Pollo Campero se abastecen de proveedores de Las Pilas.
Israel dice que, antes de 2008, no había ningún tipo de control y simplemente transitaban entre los dos países. En 2008, el gobierno salvadoreño puso controles y la directiva de Cardoza negoció. “Hace 12 años, vino un coronel a reunirnos acá y nos dio la oportunidad de trabajar”, explica. En Las Pilas no hay caseta fronteriza. La instrucción que recibieron es que reportaran a la Policía y a los soldados cuántas cajas de verduras llevaban en cada camión. “Hacemos lo mismo desde hace 12 años y no hemos tenido problema. Los señores de Finanzas de la frontera El Poy también conocen esto, que son productos que salen de nuestras tierras, aunque es de Honduras”, dice Israel.
El cierre generalizado de fronteras afectó a la gente de Las Pilas como en todo el país. “Cuando fue la cuarentena se perdió todo porque estuvimos encerrados solo con la familia. Yo perdí 20 camionadas de repollo”, dice Israel, quien calcula el precio de cada una de esas camionadas en 1,600 dólares. La Asociación Agropecuaria Productores de Hortalizas de la Zona Alta de Chalatenango calculó que durante la cuarentena sufrieron pérdidas del 90 % de su producción, según reportó la revista El Economista.
En la versión de Israel, su acuerdo con las autoridades locales, tanto de Honduras como de El Salvador, les ha permitido volver a trabajar desde agosto. “Estamos rogando a la autoridad competente si nos pueden permitir el paso de los pickup (en la zona), porque a veces vienen dos cargando cajas a la par, se chocan, se puede sumir una tabla o puede volar uno para allá y sufrir algún golpe”, dice Israel.
¿Pero por qué en Las Pilas sí puede entrar mercancía sin temor a ser decomisada, o a que los comerciantes sean detenidos como Alfredo López? Israel Cardoza cree que es por tamaño del negocio que representa la agricultura en Las Pilas. “Aquí tenemos toda clase de verduras. Eso nos ha favorecido, y la otra es que a la gente se le da trabajo”. Su claridad sobre la importancia del trabajo suena hasta de academia, sino fuera porque en su descripción afloran escenas de desigualdad. “Los niños de cinco años van a cortar tomate en la mañana y en la tarde van para la escuela, ya llevan sus cinco dólares en la bolsa para gastos. Cuando eso se hace, no hay delincuencia porque la gente pasa ocupada desde niño hasta adulto. La delincuencia crece donde no hay trabajo”, opina.
Lo cierto es que en Las Pilas se reanudó el comercio y esto debería abrir caminos a una solución para los otros agricultores de las orillas que no han recibido estas mismas concesiones, pero que son perseguidos y estigmatizados por el Gobierno. Y es lo que pide Israel: Que el gobierno cumpla con los acuerdos migratorios.
Sin embargo, el Ejecutivo no reconoce los acuerdos de los que habla Israel. El Ministerio de Agricultura dijo a El Faro a través de su oficina de prensa que ni “el ministro Pablo Anliker ni personal autorizado de este ministerio han dado algún permiso” en Las Pilas. El ministerio dijo que está investigando el caso. Cancillería y Migración respondieron que el tema de ingreso de mercaderías no entra en sus competencias. El Ejército no respondió las preguntas enviadas por este periódico.
Las respuestas oficiales o los silencios contrastan con la realidad. Sobre el puente colgante de las pilas, los trabajadores continúan cargando sobre sus espaldas cajas llenas con tomates de un lado al otro. En un puesto de vigilancia, un soldado observa la escena despreocupado, mientras uno de sus compañeros, en un billar ubicado a pocos metros, prefiere jugar con una máquina tragamonedas.