Donald Trump no asistirá hoy a la toma de posesión de Joe Biden. Pero su fantasma, su amenaza, planeará sobre el nuevo presidente durante la ceremonia y en los meses y tal vez años venideros.
Si algo hizo el ataque al Capitolio el 6 de enero, que causó cinco muertes pero no impidió que se certificara la victoria del demócrata como pretendían los asaltantes y deseaba Trump, fue sellar esa certeza: el inicio de la administración Biden no pone fin al anhelo de poder de un hombre que los últimos cuatro años convirtió la Presidencia de Estados Unidos en un reality show, llevó la manipulación del mensaje y el uso estratégico de la mentira a nuevas cotas, secuestró el todopoderoso Partido Republicano y, en el ocaso de su mandato, tras varios intentos fallidos de revertir mediante presiones directas y maniobras legales el resultado electoral, recurrió a la violencia política.
Es probablemente el legado más claro de Donald Trump, por encima de sus políticas de exención fiscal a la gran empresa y su caprichosa política internacional: la relegitimación del discurso racista, la normalización de la confrontación extrema y la promesa de que su forma de disrumpir la política vino para quedarse. El martes, en un discurso grabado con el que se despidió oficialmente de la Casa Blanca, Trump evitó una vez más reconocer su derrota y lanzó al futuro un anuncio clarificador, simple: “Nuestro movimiento apenas comienza”.
“La actual corriente ultraderechista en Estados Unidos puede disminuir en la gestión Biden, pero no va a desaparecer por años”, dice Geoff Thale, presidente de WOLA, sobre el movimiento encabezado por Trump, con el que ha consolidado su peso en las bases republicanas. “Históricamente, el partido estaba dominado por un sector pro-empresarial y liberal, pero ahora han ganado terreno voces antielitistas, ultraderechistas y racistas antiinmigrantes”, explica. “Con su salida del poder va a haber un conflicto entre esos dos sectores, y Trump ya ha amenazado con influir en las primarias del partido de cara a las elecciones de mitad de mandato, en 2022.”
Michael Shifter, director de Diálogo Interamericano, tanque de pensamiento dedicado a la relación entre Estados Unidos y Latinoamérica, coincide en el vaticinio: “Estos tipos”, dice de los trumpistas más radicales, “no van a desaparecer, porque sienten que el 6 de enero tuvieron éxito.”
Tuvieron éxito porque sin coordinación excesiva y con una cantidad limitada de armas, hicieron tambalear al sistema. Y porque recibieron en un primer momento el aplauso de Trump, que los llamó “patriotas”.
Adriana Beltrán, directora del programa de Seguridad Ciudadana en WOLA, considera que lo sucedido el día 6 fue “un reality check” para la democracia estadounidense. “Demuestra que a todos los procesos democráticos hay que darles mantenimiento”, dice. “Y me preocuparía que no haya rendición de cuentas, porque Trump va a seguir alentando a esos grupos desde fuera de la Casa Blanca y puede ser sumamente peligroso. Creo que este fue el primero de muchos ataques.”
Es precisamente el temor a que los ataques se repitan no en un futuro lejano, sino hoy mismo, lo que ha hecho que 25,000 soldados se hayan desplegado en Washington D.C. para blindar la juramentación de Biden. Aunque el acto oficial se celebrará frente al Capitolio, como es tradicional, será sin público y con todas las calles de acceso cerradas con barricadas, vehículos de policía y tanquetas militares en varias cuadras a la redonda.
En las últimas semanas, el FBI informa cada día de más detenciones de personas que participaron en el asalto al Congreso, y también da a diario nuevas alertas por comunicaciones interceptadas que hacen temer ataques armados en alguno o todos los 50 estados de la Unión.
Un estudio reciente realizado por Zignal Labs y difundido por el Washington Post asegura que la circulación de desinformación en Estados Unidos descendió un 73 % desde que Twitter y Facebook clausuraron las cuentas de Trump horas después del motín, y Amazon y Google deshabilitaron las plataformas de mensajes Parler y Gab, habituales entre extremistas de derecha. Aun así, están encontrando otros canales para comunicarse y organizarse; a través de páginas web cristianas u otras aplicaciones con sede fuera de Estados Unidos, como Telegram.
Es otra victoria de los asaltantes: Washington tiene miedo y no sabe en qué dirección vigilar.
Joe Biden, que fue elegido senador con solo 29 años, soñó siempre con ocupar la Casa Blanca -fue tres veces candidato- y ha navegado por casi cinco décadas con fama de prudente en las aguas de la política convencional estadounidense, llega a la máxima posición de poder con 78 años y en medio de una crispación de niveles no recordados. Según una encuesta reciente del Washington Post, solo un 19 % de los votantes republicanos cree que es un presidente ilegítimo. Las denuncias infundadas de fraude hechas por Trump y repetidas por los principales líderes republicanos los últimos tres meses, dejan sembrada esa semilla envenenada.
Una promesa de normalidad
“El gran desafío de Biden será descarrilar el rumbo de un Estados Unidos que camina hacia un régimen fascista y nacionalista”, dice Óscar Chacón, director de la federación de asociaciones migrantes Alianza Américas, “y orientarlo a un país basado en un sólido bienestar económico, social, y comprometido con una diversidad étnico racial no basada en el conflicto”.
Es una meta ambiciosa pero, de momento, junto a Biden asumirá el cargo la primera mujer en llegar a la Vicepresidencia del país, Kamala Harris, y en los próximos días se conformará el gobierno más diverso de la historia de Estados Unidos. El nuevo presidente pretende escenificar el regreso a la institucionalidad en sus primeras horas en el poder, mediante una decena de órdenes ejecutivas destinadas a revertir de inmediato decisiones tomadas en los últimos años por Trump. Entre ellas, el regreso al Acuerdo de París sobre cambio climático, la reincorporación a la Organización Mundial de la Salud, anular la prohibición de que personas transgénero sean parte del Ejército, derogar el veto migratorio a varios países de mayoría musulmana, o la propuesta de reforma migratoria más ambiciosa de las últimas tres décadas, que de ser aprobada por las dos cámaras permitiría optar a la ciudadanía a once millones de personas en situación irregular.
Esta última promesa, la de un giro radical en la política migratoria, ha generado una corriente de optimismo entre las organizaciones latinas en Estados Unidos y podría tener un fuerte impacto en Centroamérica. Durante sus ocho años como vicepresidente de Barack Obama, Biden estuvo a cargo de las relaciones con Latinoamérica y el Caribe, y una parte del que será su gabinete le acompañó en la gestión de respuestas políticas y financieras a la crisis de los niños migrantes en 2014. A diferencia del saliente, el nuevo gobierno conoce al detalle el presente y pasado reciente de Centroamérica, y tanto la migración como el fortalecimiento de las instituciones en el istmo fueron temas recurrentes en la campaña de Biden o en sus anuncios ya como presidente electo.
Al menos en lo discursivo, la ruptura con el gobierno Trump es absoluta: Biden y Harris han prometido garantizar la inclusión de personas indocumentadas en los paquetes federales de ayuda económica postpandemia, de los que estaban marginadas; detener durante tres meses las deportaciones; renovar los TPS cancelados por la administración Trump, y restaurar las políticas de asilo y refugio. Biden anunció también la creación de una estrategia de cuatro años y 4,000 millones de dólares para impulsar el desarrollo en la región, y planea una iniciativa anticorrupción específica para el Triángulo Norte.
En estos frentes, Chacón es escéptico: “Hay que modular las expectativas y demandas, y saber colocarlas en el calendario político del país en los próximos dos años”, dice. “Una administración Biden que pretenda arrancar con una fuerte agenda pro-migrante no va a llegar muy lejos, porque daría elementos a la agenda blanca extremista”.
Aunque cree que puede haber medidas inmediatas en temas de relativo consenso, como la apertura de un camino a la ciudadanía para los Dreamers, confía en que la nueva administración tomará un sendero más estratégico y antes de negociar grandes reformas e impulsará medidas específicas “para generar confianza del sistema económico y capas sensibles de la sociedad”, como la condonación de los préstamos estudiantiles, o el impulso de grandes programas de infraestructura generadores de empleo.
Jeannette Noltenius, directora de la Casa de la Cultura Salvadoreña en Washington, coincide con Chacón y cree que lograr una reforma integral, aun con voluntad política y con mayoría demócrata en la Cámara de Representantes y el Senado, “va a ser difícil”. “Para lograr una reforma migratoria, Biden tiene que dar antes resultados en la lucha contra la covid-19 y en la recuperación económica”, dice.
“La migración es un tema político delicado para los demócratas, porque este es un país racista en el que desde hace años uno de cada dos niños que nacen es de color. Los blancos están asustados porque ha cambiado su concepción de país, y eso también se vive en muchas comunidades de voto demócrata”, asegura. Y recuerda que en la elección de noviembre, en la que Biden aventajó a Trump en siete millones de votos, el partido demócrata perdió 13 escaños en la Cámara de Representantes.
Golpe de realidad
También Michael Shifter cuestiona la velocidad y facilidad con la que Biden pueda impulsar su agenda para Centroamérica, especialmente en el campo de la lucha contra la corrupción: “No dudo de las intenciones de la administración Biden y del compromiso del nuevo presidente con la región”, dice, “pero para que algo suceda tiene que haber cambios internos en los países. Y hay una desconexión entre la retórica de Biden y la realidad actual centroamericana”.
Se refiere a los retrocesos democráticos y la dificultad que puede tener la administración Biden para encontrar socios firmes en la lucha contra la corrupción, habida cuenta del régimen dictatorial de Daniel Ortega en Nicaragua, el incipiente inicio de un juicio por narcotráfico contra el presidente hondureño Juan Orlando Hernández en Nueva York, la crisis institucional que vive la Guatemala de Alejandro Giammattei, o la escalada autoritaria de Nayib Bukele en El Salvador, denunciada públicamente en los últimos meses por destacados legisladores demócratas y republicanos.
Una fuente del Congreso se refiere precisamente a eso cuando se le pregunta por la labor de lobby que gobiernos como el salvadoreño están haciendo en Washington desde la victoria de Joe Biden: “Pueden gastar su plata como quieran, pero lo importante para los demócratas es ver un compromiso con la institucionalidad democrática, y esas no son las señales que vemos en la administración Bukele”, dice. “Ningún lobista va a engañar al Congreso de Estados Unidos”.
Shifter dice que además, en sus primeros meses de gestión, “Biden va a tener un problema de ancho de banda”. Se refiere a los múltiples frentes abiertos que hereda de Trump en el plano internacional, pero sobre todo a las crisis simultáneas en la que el trumpismo ha sumido a Estados Unidos.
Biden tendrá que priorizar la agenda doméstica. Recibe un país ahogado en 400,000 muertes por covid-19 y absolutamente incapaz de frenar los contagios o administrar de forma eficiente las vacunas, deberá amortiguar la debacle económica que la pandemia ha provocado, y convivirá sus primeras semanas con la tensión partidista del proceso de impeachment contra Trump por instigar la toma del Capitolio, que puede definir el futuro del Partido Republicano y las posibilidades de Biden de lograr, como desea, un relativo regreso a la distensión y los acuerdos bipartidistas.
“El Partido Republicano enfrenta una crisis existencial con este impeachment”, asegura Shifter. “La base del partido aún sigue a Trump. En este momento, es el único líder de una serie de grupos con una larga historia, pero que nunca tuvieron un líder carismático que uniera todas sus fuerzas”. Una heterogénea amalgama de ultraliberales, supremacistas blancos, extremistas religiosos y conspiracionistas, a la que el Partido Republicano no quiere perder, sigue con fervor casi religioso a Trump. Algunos líderes republicanos han empezado a tomar relativa distancia del presidente saliente y fantasean con la posibilidad de aprovechar el impeachment impulsado por los demócratas para inhabilitar a Trump y, sin él, devolver al partido a anteriores rumbos, pero se preguntan si pueden hacerlo y conservar sus bases.
Este martes, el líder de la todavía mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, envió un mensaje esperanzador para los demócratas y, en cierto modo, para esa vertiente de su partido: “La turba fue alimentada con mentiras. La provocaron el presidente y otras personas poderosas”, dijo sobre los asaltantes al Capitolio, en la primera sesión de la Cámara Alta desde el ataque.
McConnell fue durante los últimos cuatro años un fiel escudero del presidente en el Senado pero, tras el motín, ha empezado a tomar distancia, sin aclarar todavía si votará por condenarlo. También el vicepresidente Mike Pence, cómplice de las políticas y la retórica trumpista durante todo su mandato, rompió el 6 de enero con él. Hoy no acudirá a la despedida oficial de Trump en la Base Andrews pero sí participará en la ceremonia de toma de posesión de Biden.
Diversos analistas coinciden en que, pese a las evidentes diferencias internas que hay en el Partido Demócrata en materia económica o de política social, más con el ímpetu que el ala progresista ha cobrado los últimos dos años, Trump ha sido y sigue siendo el gran factor de unidad entre los demócratas.
En las próximas semanas veremos si se convierte también en el punto de encuentro entre la administración Biden y el sector más moderado del partido republicano.