Paz25
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El Salvador lo hacemos todos
Recuerdo el día que se firmó la paz. Tenía solo cinco años, muy pocos para entender qué pasaba, pero los suficientes para saber que era algo importante. La paz para mí era una paloma blanca con una ramita verde. Era un evento, casi un espectáculo, que reunió a mi familia alrededor de un televisor.
Recuerdo también que tres años más tarde, mi familia se reunió para almorzar después de ir a votar. Eran las primeras elecciones de la posguerra. Parecía un motivo para celebrar, un nuevo comienzo para la democracia en el país.
Aunque yo crecí en tiempos de paz, en más de un sentido es como si la guerra nunca se fue. En mi casa se quedó el recuerdo de un hijo y hermano que desapareció y nunca fue encontrado, sin el consuelo de incluir siquiera su nombre con otros veinticinco mil o más, en el monumento que está en el parque Cuscatlán, porque mi abuela no lo permitió por un miedo absurdo de que alguien lo asociara con uno u otro bando.
En mi educación, la guerra se quedó como un tema recurrente en la clase de Sociales, como las excursiones a Perquín o El Mozote, o como los libros que de adolescente me transportaban a una época que parecía tan distante. O en la figura de Monseñor Romero, que se estudiaba en marzo, se colgaba en afiches y se aprendía en cantos para la misa.
Se quedó también en las historias de personas que vivieron el conflicto de las maneras más crudas, como la niña Chentía, que llegó a trabajar a mi casa a mediados de los 90, pero recordaba sus días en el refugio y la ayuda de “los internacionales”, como si se tratara de ayer.
Los expertos –esos que siempre salen a dar su opinión cuando se les consulta– dirán que sí, que los efectos de la guerra se quedaron en la economía, la migración, las pandillas y un puñado más de fenómenos que tienen su raíz en aquellos años “perdidos”. Tendrían algo o mucho de razón.
A veinticinco años de los Acuerdos es como si El Salvador nunca llegó a ser el país que los contemporáneos de la guerra y la paz imaginaron: el que celebraron frente al televisor, el 16 de enero de 1992, o con un almuerzo, el domingo de las elecciones, en 1994.
El país en que yo vivo es muy diferente al de mi familia, mis vecinos, compañeros de trabajo, amigos y conocidos, aunque coexistamos en tiempo y espacio. Para mí, El Salvador es seis millones de países diferentes, tantas versiones que no cabrían en sus veinte mil kilómetros cuadrados, sin contar el país que recuerdan o idealizan los salvadoreños en el exterior.
Vivo en un país en que aún para una mujer soltera, de 30 años, educada y con buen empleo, estable, consciente de mis privilegios, a veces me siento corta de oportunidades. Vivo donde una casa propia es inalcanzable con un solo ingreso, donde jubilarse y gozar de una pensión comienza a sonar imposible, y decidir traer hijos a este mundo algún día parece una locura.
Sin embargo, nunca me he detenido seriamente a considerar irme. Con excepción de la vez que coqueteé con la idea de emigrar a Canadá, pero desistí en cuestión de horas, porque todo parecía tan improbable, no porque lo fuera –la gente lo hace todos los días–, sino porque en el fondo se siente como si todavía hay algo que puedo hacer aquí. O porque en el fondo tengo miedo de comenzar de cero. Todo es relativo.
Pero si hubiera un solo motivo para desertar, sería para estar en un lugar donde tuviera la libertad de caminar tranquilamente por la calle, sin temores, y simplemente ser. Donde la paz no sea solo algo que se firmó hace años, sino algo vivible.
Para mientras, hago lo mejor que puedo con lo que tengo. ¿Acaso no hacemos eso todos?
*Raquel Bonilla es Máster en Comunicación y ha desempeñado su carrera principalmente en el sector privado. Escribe en el blog Ocurrente Irreverente desde 2009.
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