El corazón de Claudia Veracruz Zúniga no resistiría mucho tiempo más el embarazo. Eso dijeron los médicos. A inicios de 2017, cuando tenía 20 semanas de gestación, le diagnosticaron un problema cardíaco que debía atenderse con urgencia. Su corazón era tres veces más grande de lo normal y funcionaba solo a un cuarto de su capacidad, por una condición previa al embarazo que no conocía. Ella, que vivió toda su vida en una colonia popular de los Planes de Renderos, ama de casa a tiempo completo desde los 17 años, estaba poco habituada a médicos y menos aún al lujo de un chequeo preventivo. Los médicos que la atendieron en el Hospital Nacional de la Mujer de San Salvador recomendaron lo que, según su convicción, la ciencia médica sugería en este caso para salvar su vida: interrumpir el embarazo.
“Cuando vimos todos los exámenes que le hizo el cardiólogo pensamos que de milagro estaba viva”, dice el obstetra Ronald López, quien la atendió en el Hospital Nacional de la Mujer, “que no iba a aguantar a llegar ni a las 28 semanas”. Claudia, sin embargo, fue trasladada al Hospital Rosales y otro cardiólogo aseguró que podía esperar hasta que el feto madurara.
Semanas más tarde, el 28 de marzo de 2017, murió sin que a sus médicos se les permitiera frenar la gestación. Tenía 34 años. Dejó a tres hijos huérfanos.
Claudia, quien por años fue una dinámica organizadora de actividades sociales en su comunidad, pasó sus últimos meses de vida esclava de la cama de tres hospitales: el de la Mujer —conocido coloquialmente como hospital de maternidad—, el Rosales y el Médico Quirúrgico. Su familia recuerda que de niña le gustaba hacer largas caminatas y subir a los árboles entre regaños de su mamá. En su últimos 41 días escuchó los regaños de las enfermeras, que le prohibían moverse salvo para ir al baño.
La muerte de Claudia es una más en el registro de muertes maternas prevenibles del Ministerio de Salud. Se entiende por muerte materna el fallecimiento de una mujer debido a complicaciones del embarazo, del parto o del posparto, y las causas se clasifican oficialmente como directas o indirectas. Las directas son las causadas por complicaciones estrictamente obstétricas, producto de intervenciones, omisiones de tratamientos o tratamientos incorrectos. Las indirectas indican la existencia de una enfermedad previa al embarazo o que evoluciona durante el mismo.
En la última década, El Salvador ha reducido progresivamente su tasa: en 2009 se registraron 51 defunciones por cada 100 mil nacidos vivos; según el boletín de indicadores del Sistema Nacional de Salud 2016-2017. Para 2012 la cifra había bajado a 42.3, y descendió a 38 en 2013. En 2014 subió hasta 52 casos por cada 100 mil nacimientos, pero en 2015 bajó de nuevo a 42.3 y en 2016 cayó a 27.4.
Aunque hay avance, las cifras esconden una importante deuda sanitaria en El Salvador: según el propio Ministerio de Salud (Minsal), más del 90 % de las muertes maternas registradas en el país son prevenibles. El Minsal define como muertes prevenibles todas aquellas que “sucedieron debido a un manejo inadecuado, descuido en su atención hospitalaria, diagnóstico incorrecto, falta de recursos materiales o humanos para la atención”. Por eso, para la Organización Mundial de la Salud la mortalidad materna es un indicador de desigualdad en el acceso a información y servicios de salud.
La de Claudia fue, coinciden sus médicos, una muerte prevenible. No parecen ponerse de acuerdo en cambio sobre cómo debió haberse evitado. Unos aseguran que, de haber sabido que tenía un problema de corazón, su mejor opción para no arriesgar la vida hubiera sido no embarazarse por cuarta vez. Otros que, dado que ella no lo sabía y quedó embarazada, la opción preventiva hubiera sido, desde el punto de vista clínico, abortar.
Aunque en esta materia no puede haber certezas sobre el desenlace según distintos escenarios, los primeros médicos que atendieron a Claudia dicen tener la seguridad de que el camino que ofrecía menos probabilidades de muerte para Claudia era la interrupción de la gestación. “Si se le hubiera interrumpido su embarazo probablemente estaría viva”, dice Ronald López. “El problema es que el embarazo agravó su enfermedad cardiovascular”.
Claudia lo supo. Dos de los médicos que la atendieron le explicaron que, si no interrumpía el embarazo, su corazón podía sucumbir ante el esfuerzo y perderían la vida tanto ella como su bebé. Claudia escuchó, lo pensó y consintió que se tramitara el aborto. Pero el sistema público de salud la llevó en sentido contrario.
Dos décadas atrás tal vez hubiera tenido otra suerte. La reforma penal que tipificó como crimen todo tipo de aborto y cualquier ayuda para llevarlo a cabo entró en vigencia el 10 de enero de 1998: “El que provocare un aborto con el consentimiento de la mujer o la mujer que provocare su propio aborto o consintiere que otras personas se lo practicaren, serán sancionados con prisión de dos a ocho años”, dice el artículo 133 del Código Penal. Hasta entonces existían tres excepciones a la prohibición de interrumpir el embarazo: por violación, porque se previera la inviabilidad de la vida extrauterina, o porque la gestación representara una amenaza para la vida de la madre.
La reforma, aprobada en la Asamblea Legislativa el 20 de abril de 1997, fue promovida por la presidencia de Armando Calderón Sol y el entonces ministro de Salud, Eduardo Interiano, y se resolvió con mayoría simple. Arena, entonces en el poder, tenía 42 de los 43 votos necesarios. Pero cerrar la puerta al aborto desde una ley secundaria no fue suficiente para los legisladores, que diez días después, el 30 de abril, votaron por un blindaje constitucional para reconocer la vida, según rezaba el nuevo texto, "desde el momento de la concepción". La entrada en vigencia de esta reforma a la Constitución de El Salvador dependía, no obstante, de que se ratificara en el siguiente período legislativo. El 3 de febrero de 1999, 72 de los 84 diputados del periodo 1997-2000 dieron su voto, incluidos algunos del izquierdista FMLN, partido que votó dividido: 15 de sus 27 representantes respaldaron la ratificación de la reforma que terminaba de poner un candado a la legislación sobre aborto .
Los planes de vida de Claudia eran sencillos: envejecer junto a su esposo y ver convertidos en profesionales a sus hijos. Lo cuentan su madre, su hermana: había abandonado sus estudios en noveno grado, a los 17 años, al quedar embarazada por primera vez. Dio a luz a David en el año 2000 y desde entonces dedicó su vida al hogar y la crianza. Luego vinieron Diego, en 2007, y Fabiola, en 2012. Fabiola aún no tenía cinco años cuando su madre ya pensaba en organizarle una fiesta en grande cuando cumpliera quince. Fabiola, que aún pregunta de vez en cuando en qué momento volverá mamá a casa, probablemente entenderá cuando cumpla 15 años que el Estado salvadoreño desoyó el consejo de los médicos; que su madre tal vez estaría viva si la desigualdad en la sociedad salvadoreña no se expresara también en el acceso a interrumpir el embarazo. Porque abortar, en un país con prohibición absoluta del aborto, sí es posible si se está por encima del rasero de la pobreza.
El Salvador es una de las seis naciones en el mundo con la legislación más restrictiva en materia de aborto, junto con Malta, República Dominicana, Nicaragua, Honduras y el Vaticano. Pero aunque la vía legal esté completamente cerrada, en realidad el aborto sí es una opción para personas con algún recurso económico, o para quienes logran acceder a redes que prestan el servicio en la clandestinidad. El Faro recogió testimonios de mujeres que, como Claudia, decidieron interrumpir su embarazo, pero que a diferencia de ella pudieron hacerlo. Ninguna estuvo en peligro de morir o de ir a la cárcel. Para todas significó la oportunidad de continuar con su proyecto de vida.
“Yo ya tenía una vida hecha y el bebé todavía no”
Siete años antes de Claudia, Adela estuvo en circunstancias médicas similares. En la séptima semana de gestación, los médicos le detectaron una anomalía que amenazaba su vida. Después de consultar con tres especialistas e intentar llevar el embarazo lo más lejos posible, decidió ponerle fin. Y lo hizo. Nunca, ni ella ni sus médicos, fueron tratados como criminales porque Adela estaba radicada en el extranjero, en un país donde el aborto no solo es legal, sino parte de los servicios de salud pública.
A diferencia de Claudia, Adela proviene de una familia de clase media y tuvo no solo la posibilidad de acceder a estudios universitarios sino también de estudiar una maestría fuera de El Salvador. Es hija única de una mujer con carrera profesional. Su padre ya falleció. Ella estudió en un colegio privado y católico de San Salvador, y obtuvo una licenciatura en una universidad privada. Nunca se había planteado seriamente ser madre hasta que un día de 2010 una prueba casera de embarazo le dio positivo. “La felicidad que sentí por saber que tenía un bebé dentro de mí fue una auténtica dicha, fue euforia”, recuerda. “Me pareció un milagro”.
Pero su embarazo era de alto riesgo. “Consulté tres médicos”, dice. “El primero me dijo que el bolso amniótico no se había abierto bien y que él no me aseguraba que el bebé pasara de los cinco meses, porque no iba a tener espacio para crecer”.
Los otros dos confirmaron ese diagnóstico y le ofrecieron dos opciones: interrumpir el embarazo o tomar hormonas para intentar abrir el saco. Le explicaron que la segunda opción entrañaba riesgo para ella, porque debido a sus problemas endocrinos el suplemento hormonal podía descompensar su organismo. “Cuando oí tres veces lo mismo sentí que el mundo me caía encima. Era esta decisión: ¿salvo a mi bebé, me salvo yo, nos salvamos los dos o nos morimos los dos?”
Optó por ponerse en riesgo y comenzó el tratamiento hormonal. Casi de inmediato su cuerpo reaccionó con dolores agudos, insomnio, estreñimiento, sangrados, debilidad, pérdida de peso y presión muy baja. Cuando se acercaba a la undécima semana de gestación, la gravedad de su estado hizo que los médicos la hospitalizaran. Para entonces el saco amniótico seguía enrollado y el feto había dejado de crecer.
“Yo oraba y oraba a Dios”, cuenta. “A la gente que viene y juzga a las mujeres (que abortan) les digo que toda decisión tiene consecuencias, y una lo que hace es poner en una balanza con qué consecuencias va a poder vivir y con cuáles definitivamente no”.
Adela decidió terminar con la gestación.
En El Salvador se lo hubieran impedido, o la hubieran perseguido. Le preguntamos si piensa que, como dice la ley salvadoreña, cometió un crimen: “No, para nada. Lo que hice fue una decisión de salud. Hay gente que solo dice ‘mataste al bebé’ y otra que puede decir: ‘¿por qué pensó en usted?’ Yo les respondo: ‘porque yo ya tenía una vida hecha y el bebé todavía no’. Aunque a algunos les parezca que soy un monstruo, estoy segura de que muchos en esas mismas circunstancias habrían hecho lo mismo. A quienes puedan juzgar que caigo en el relativismo moral les digo que Dios es amor y que sé que soy su hija amada, y que también sé que él estuvo conmigo en ese momento. Y esto lo sé porque él me puso en las mejores circunstancias en que eso pudo haberme pasado. Si me hubiera pasado en El Salvador yo estaría muerta o estaría en la cárcel”.
Tiene argumentos para pensar que podría estar en prisión. Ahora mismo en El Salvador hay 28 mujeres que cumplen penas de hasta 40 años acusadas de haber interrumpido voluntariamente su embarazo. Inicialmente fueron denunciadas por aborto, pero en el proceso la Fiscalía cambió la tipificación del delito a homicidio agravado, debido a que en todos los casos se habían superado las 20 semanas de gestación. Todas ellas tuvieron partos extrahospitalarios. Todas alegan haber tenido problemas obstétricos no atendidos. Todas son de escasos recursos económicos.
Este tipo de casos han cobrado máxima relevancia pública en El Salvador desde 2014, cuando la Colectiva Feminista y la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico lanzaron la campaña Una flor por las 17. Con ella pedían el indulto para diecisiete mujeres encarceladas, que ya habían agotado sus posibilidades de defensa judicial, y la revisión de penas para una decena más que, según las organizaciones, fueron condenadas “sin contar con el apoyo legal adecuado para ser escuchadas y defenderse”.
Como le sucedió a María Teresa Rivera, acusada de haber asfixiado en 2012 a su hijo recién nacido. La diferencia entre su caso y el de las otras 17 es que su pena aún podía ser apelada. De hecho fue anulada el 20 de mayo de 2016, aunque la Fiscalía intentó procesarla nuevamente. Ante el riesgo de volver a la cárcel, donde había pasado ya cuatro años, ella pidió refugio a Suecia con el argumento de que sufría persecución de un Estado que no garantizaba ningún tipo de protección de sus derechos. El 21 de marzo de 2017 le fue otorgado. Desde entonces, María Teresa vive una suerte de exilio en el norte de Europa.
Casos como este han sido cuestionados por organismos nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos, que alegan que el sistema judicial salvadoreño basó las condenas en pruebas cuestionables. En el juicio que en 2012 terminó con su condena a 40 años de cárcel, María Teresa Rivera y su defensa alegaron que ella había sufrido un aborto espontáneo, pero ni la Fiscalía ni el juez del caso lo creyeron. En 2016, el juez que revisó y anuló esa condena determinó que había sido sentenciada sin pruebas suficientes “que determinaran que fuera ella la que le quitara la vida a su hijo”.
La situación salvadoreña trascendió fronteras y ya ha ameritado pronunciamientos, mociones o intervenciones directas de Amnistía Internacional, Naciones Unidas y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En lo doméstico, la exprocuradora adjunta para la defensa de los derechos de la mujer, Rosalía Jovel, ha calificado la ley actual como un retroceso: “Estos casos son producto de la situación de retraso jurídico que se dio en nuestro país al penalizar absolutamente el aborto”, dijo a El Faro en una entrevista televisiva en enero de 2017.
ONU: la prohibición absoluta es una forma de tortura
La atención internacional comenzó a volcarse sobre la legislación salvadoreña en 2013, cuando las autoridades de salud se opusieron a la recomendación médica de interrumpir el embarazo de una joven mujer conocida como Beatriz, quien padecía lupus y gestaba un feto que no había desarrollado cerebro. El pronóstico era rotundo: el feto tenía cero posibilidades de desarrollarse para vivir fuera del útero. Pero el Estado, como ocurriría después con Claudia, decidió, contra la advertencia de sus médicos, que Beatriz debía continuar con su embarazo bajo estricta vigilancia. Desde la apreciación de que las probabilidades de muerte de Beatriz no eran más altas que las de sobrevivir, el Estado lanzó los dados, con la salvaguarda de permitir que, si surgía riesgo de muerte inminente para la madre, se la interviniera de urgencia. La Sala de lo Constitucional también se rehusó a otorgar el amparo que habría permitido a Beatriz abortar. Al alcanzar la semana 27 de embarazo, el 3 de junio de 2013, se le practicó una cesárea, con el subterfugio de considerar esta intervención, por el estado avanzado de la gestación, un parto inducido y no un aborto.
Si la barrera de las 20 semanas supuso para las 17 un agravante y las condenó a penas mayores, la de las 26 semanas, que delimita la viabilidad teórica del parto, sirvió en este caso a los intereses políticos de un Gobierno bajo escrutinio internacional. El bebé, como estaba anticipado, murió a las pocas horas de nacer. Beatriz fue ingresada en cuidados intensivos y más adelante esterilizada.
De alguna manera, las autoridades habían ganado una apuesta: Beatriz no murió. Y perdido otra: la de los Derechos Humanos ante la comunidad internacional. La Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió sobre el caso de Beatriz una serie de medidas provisionales y llegó a ordenar al Estado salvadoreño que garantizara con todos los recursos necesarios la vida de Beatriz y su integridad. La Corte consideró “inadmisible” que a una mujer se le someta a una situación en que se le prohíbe acceder al servicio de salud que puede poner fin a la amenaza sobre su vida, y reconoció por primera vez que en circunstancias como la de Beatriz la mujer tiene derecho no solo a que se proteja su vida sino a que se respete su salud mental.
En los últimos cinco años la comunidad internacional ha hecho llamados urgentes a los gobernantes salvadoreños para que reformen la ley: En 2013, en reacción al caso de Beatriz, la Organización de Naciones Unidas pidió urgentemente que El Salvador revisara la legislación sobre el aborto, ya que considera que la prohibición absoluta es una forma de tortura hacia las mujeres y las niñas. Ante el inmovilismo de las autoridades, y los movimientos de resistencia al cambio en un país sumamente conservador, en 2014 la Organización de Estados Americanos (OEA) llamó la atención sobre la posibilidad de que se vuelvan a permitir interrupciones de embarazo en tres causales específicas: el aborto terapéutico en caso de que la vida de las mujeres corra peligro; el ético en caso de violaciones; y el eugenésico en caso que el feto no tenga posibilidad de vida extrauterina.
De hecho, El Salvador es firmante de convenios y tratados internacionales en materia de derechos humanos que contradicen lo establecido en el artículo 133 del Código Penal, entre ellos el Convenio para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), firmado y ratificado por El Salvador en 1981, y el Consenso de Brasilia, suscrito en 2010. “[...] En la medida de lo posible, debería enmendarse la legislación que castigue el aborto, a fin de abolir las medidas punitivas impuestas a mujeres que se hayan sometido a abortos”, reza una de las recomendaciones del CEDAW.
El 23 de octubre 2017, la instancia inmediatamente inferior a la Corte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), hizo un llamado a los Estados parte de la Convención Americana de Derechos Humanos para que adopten medidas integrales e inmediatas para respetar y garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres “en el entendido de que la denegación de la interrupción voluntaria del embarazo en determinadas circunstancias constituye una vulneración a los derechos fundamentales de las mujeres, niñas y adolescentes”. Por primera vez este organismo dice que el aborto es una vulneración a los derechos de las mujeres. Siete meses antes, Claudia y su hijo habían muerto en el Hospital Médico Quirúrgico.
A 20 años de la reforma de 1998, la ley sigue blindando la posibilidad de que una mujer decida, sin temor a tener consecuencias legales, interrumpir un embarazo. Sin embargo, en la Asamblea Legislativa se están estudiando dos iniciativas para despenalizar el aborto en las tres causales planteadas por la OEA. Una de ellas fue presentada por la diputada Lorena Peña, en noviembre 2016, del partido en el gobierno, el FMLN, y la otra por el diputado Johnny Wright, del partido Arena, en agosto 2017. Desde que se criminalizó todo tipo de aborto, es la primera vez que se hacen propuestas formales para legislar las excepciones a persecución penal cuando se interrumpe un embarazo.
Hasta el último semestre de 2017, en la Asamblea había 41 de los 43 votos necesarios para aprobar la reforma al Código Penal. Sin embargo, también desde el Legislativo se alzaron voces que, en lugar de proponer que se discuta una flexibilización de la ley, demandaron que el aborto se castigue no con un máximo de ocho años de cárcel, sino con hasta 50 años de prisión. El diputado Ricardo Velásquez Parker, de Arena, encabezó esa moción y dijo que era necesario equiparar el castigo por aborto a la pena por homicidio, porque de esa forma el Estado garantizaría el respeto a la vida “de los más vulnerables”.
Una cadena de diagnósticos errados
Claudia llegó al Hospital Nacional de la Mujer el 16 de febrero de 2017. Estaba en la espinosa frontera de la semana 20 de embarazo. “Era una receta para el desastre”, explica el obstetra Ronald López. Con un corazón sin apenas capacidad de bombeo, consideraba un riesgo innecesario intentar llevar a término el embarazo. Consultó a Claudia. Le dijo que, si ella estaba de acuerdo con que se le interrumpiera la gestación, él tramitaría el permiso correspondiente ante un organismo del hospital constituido por las jefaturas de todas las especialidades y que es el responsable de tomar decisiones, dice el doctor, “en casos complicados”.
Esa mañana Claudia se había despedido de sus hijos con la certeza de que los vería por la tarde, pero terminó hospitalizada. Pasaría en una cama de hospital el mes siguiente y solo pudo despedirse de sus hijos por medio de cartas. Había llegado a consulta quejándose de dificultades para respirar, de problemas de movilidad y de una exagerada hinchazón en los pies que hizo que la piel se le abriera, sin saber bien qué le sucedía.
Claudia vivía con su esposo y sus tres hijos apretujados en un cuarto de dos por tres metros en la casa de su mamá, Ana Yolanda Franco. En una habitación amueblada con una cama, un camarote y una mesita de noche. Cuando quedó embarazada por cuarta vez y comenzó a sentir malestar, en casa creyeron que era preeclampsia. Su hermana Ana Argentina Franco veía similitudes entre los síntomas de Claudia y los que ella misma había padecido ocho años antes durante su embarazo.
La presunción de Ana estaba errada. Pero el diagnóstico de los primeros médicos que la atendieron lo estaba aún más: el primer diagnóstico que le dio el sistema público de salud, tanto en la unidad de salud de los Planes de Renderos como en el Hospital Nacional “Dr. José Antonio Saldaña” fue que su malestar se debía al sobrepeso. El tratamiento que le recetaron fue hacer dieta.
Su madre buscó una tercera opinión. “Para nosotros no tenía sentido que solo le dijeran que estaba gorda”, dice ahora. Acudieron a la unidad de salud de San Jacinto, en la periferia de la capital como los dos anteriores. Allí, la médico que la atendió confirmó el diagnóstico, pero tuvo el acierto de proponer que visitaran el Hospital Nacional de la Mujer, un centro de más recursos, para hacer una consulta con nutricionistas.
A eso llegó Claudia al hospital el 16 de febrero. Y a la nutricionista le bastó con observarla para saber que su problema no tenía nada que ver con la alimentación. Pidió que se le hiciera un ecocardiograma. El examen mostró que el corazón apenas bombeaba a un 29 % de su capacidad, cuando lo normal para una persona sana es un 75 %. Claudia tenía las arterias tapadas y su corazón había crecido hasta cubrir buena parte del pecho.
Aunque el diagnóstico fue de gravedad, Claudia sintió alivio: por fin le decían algo que encajaba con lo que ella sentía. Los médicos descubrieron que, al contrario que ella, el feto estaba sano. Pero tras evaluar su condición y el tiempo de gestación, obstetra e intensivista le ofrecieron un salvavidas: interrumpir el embarazo. Aún estaban a tiempo.
Las 20 semanas de gestación marcan el límite procedimental y teórico para practicar un aborto, aunque según la teoría médica lo ideal es hacerlo dentro de las primeras 12 semanas. Entre otras razones, porque el cuerpo de las mujeres ha experimentado pocos cambios significativos y el sangrado a la hora de intervenir es menor. El peso del feto también incide en que se prolongue el límite hasta la semana 20: si en ese lapso aún no ha superado los 500 gramos se considera seguro hacerlo. Consideraciones técnicas que para los médicos en países con legislación más abierta se relacionan con un procedimiento más. Cálculos cuyo valor se vuelve relativo en El Salvador, donde la ley ata de manos a los profesionales.
Mientras las manos de los médicos de Claudia estaban sujetas por el sistema, hay cada día otras que sortean la prohibición absoluta. La historia de Adela, la salvadoreña que abortó en el extranjero, en un hospital público y sin riesgo de cárcel, tiene su paralelo en El Salvador lejos de la mirada de las leyes. En 2012, cuando la Justicia condenó a 40 años de cárcel a María Teresa, la prohibición absoluta del aborto tenía 14 años de vigencia en el país. Ese mismo año, Rebeca supo que estaba embarazada. Y, más adelante en el embarazo, supo que tenía un feto inviable con la vida extrauterina.
“Sentía que mi bebé no era feliz, que estaba sufriendo”
El mundo de Rebeca es diametralmente opuesto al de Claudia: nunca necesitó poner un pie en un centro de salud público, puesto que tenía dinero suficiente para costearse el tratamiento en un hospital privado. Y fue desde el principio consciente de que esos recursos también le garantizarían, de facto, inmunidad ante una normativa penal que se aplica con especial diligencia en el sistema público.
Se lo dijo con claridad la ginecóloga que la atendió en un hospital privado de la capital: no solo le ofrecía la posibilidad de interrumpir su embarazo sino también total seguridad, a ella y su pareja, de una operación sin riesgos y de que ni médicos ni paciente se expondrían a una persecución legal. Y así lo hicieron. “Fue bien duro, pero fue lo mejor”, dice Rebeca de su decisión de abortar. “Y si volviera a pasar por ese proceso, lo hiciera exactamente igual. Por mí, por el bebé, por mi pareja y por mi hija”
Rebeca tiene hoy casi 40 años. Es una profesional que se mueve en el sector empresarial, independiente económicamente y es ahora soltera. Estudió en un colegio católico privado regentado por monjas, se casó a los 20, tuvo una hija y un par de años después se divorció. En 2009 conoció a R y dos años después la pareja decidió que quería tener un hijo. Se ilusionaron. Lo intentaron.
“Rápido quedé embarazada”, dice Rebeca. “Estábamos bien felices. Me acuerdo hasta del día en que quedé embarazada, porque después de tener relaciones nos pusimos a bromear con que yo pusiera las piernas hacia arriba y los dos pusimos los pies en la pared. ¡Y quedé embarazada!”
La alegría duró poco. En la primera ultrasonografía, a las nueve semanas de embarazo, su doctora identificó algo extraño en el feto. En el quinto mes de embarazo, en la semana 20, por fin les precisó la mala noticia: el bebé tenía malformaciones.
“Durante todo ese tiempo fue un gran sufrimiento para los dos… la incertidumbre. Yo tenía mucho miedo y él se puso súper triste”, recuerda. “El bebé tenía un montón de enfermedades y malformaciones, y las posibilidades de vida al nacer eran como del 0.01 %. Tenía una manita en forma de garra, un piecito doblado, tenía un tumor gigante...”
Después hacerse exámenes en Estados Unidos para confirmar las anomalías, Rebeca y R decidieron, juntos, interrumpir el embarazo. “Los dos lo teníamos súper claro y fue una decisión muy dura para mí. Pero ya no tenía sentido seguir, porque no había ninguna esperanza de que viviera”, dice ella. Comenzó entonces la carrera para encontrar un lugar en el que terminar la gestación. Buscaron y buscaron, pero no encontraron. Fue su ginecóloga la que finalmente les ofreció una solución. “Ella era bien religiosa y creyente en Dios, pero igual nos ayudó. Se la jugó fuerte, fuerte, fuerte”, cuenta Rebeca. Le indujeron el parto. “Fue durísimo, porque me hicieron parirlo. Recuerdo el sonido de la fuente reventándose, ese sonido, el agua cayendo... El recuerdo de ese sonido todavía me atormenta. Luego me durmieron para hacerme un legrado”.
R y Rebeca enfrentaron la pérdida del bebé cada uno por su lado. Él se deprimió y ella se dedicó de lleno a un nuevo trabajo y a su hija. La relación se fue deteriorando hasta que finalmente decidieron seguir caminos separados. “A veces pienso qué hubiera sido de nuestras vidas si hubiéramos tenido al bebé”, refrexiona Rebeca, “pero es que yo sentía que el bebé estaba sufriendo, que no era feliz. Era como nacer enfermo, ¿para qué? Era demasiado fuerte tener un bebé así, que no iba a vivir. Y no, no siento ninguna culpa. Creo que hicimos lo correcto”.
Violeta Menjívar, ministra de Salud y exdiputada del FMLN, admite los inconvenientes de la penalización absoluta. “Esta discusión debe sacarse del debate politiquero y enfocarse en resolver un problema de salud pública, cuya connotación negativa más importante es lo que sufren las mujeres”, dice. “Pero la penalización absoluta también la sufren los operadores de salud, para quienes implica una serie de dificultades porque ellos tienen aprehensiones de aplicar maniobras quirúrgicas para salvar la vida de la mujer”.
Algo similar expresa Adelaida de Estrada, directora del Hospital Nacional de la Mujer, que subraya que la legislación entorpece los procedimientos estrictamente técnicos que deben ser aplicados ante una paciente con alto riesgo de muerte, o con un producto de la concepción incompatible con la vida extrauterina: “Esto es un problema de salud pública y así debe verse y darle una solución”.
En el sistema público salvadoreño, el protocolo indica que ante una situación de alto riesgo se debe estabilizar a la paciente y vigilarla para que la gestación avance lo más posible o llegue a término. “Tenemos una condición legal y respondemos a ella”, dice De Estrada. “Nosotros no hacemos interrupciones del embarazo. Nosotros mejoramos las condiciones de la madre y del bebé para sacarlos a ambos”.
El Faro buscó a las voceras de la Fundación Sí a la vida para cotejar sus argumentos en contra del aborto aun en los casos en los que la vida de la madre está en riesgo de muerte, como el caso de Claudia. Hasta el cierre de este texto, no dieron respuesta.
En el caso de Claudia esta fue la decisión institucional, aunque la versión de la directora del Hospital de la Mujer no coincide del todo con la de los médicos que la atendieron y le hicieron ver el 17 de febrero sus opciones.
Al saber que se arriesgaba a morir, Claudia consultó con su madre, Ana Yolanda Franco, y esta le recomendó seguir el consejo de los médicos: “Tenés que pensar en tus hijos: ellos te necesitan viva”, cuenta que le dijo. Claudia asintió y se lo comunicó a los médicos. La dirección del hospital asegura ahora que solo supo de la recomendación de interrumpir el embarazo cuando Claudia ya estaba en situación crítica, pero el obstetra Ronald López sostiene que él de inmediato comunicó su recomendación. “Yo hablé con la jefa del departamento obstétrico y le dije: ‘mire, tenemos esta situación. Le hemos planteado la interrupción del embarazo a la paciente’”. Recuerda que ella le respondió lo ya sabido: que eso era ilegal. Él le dijo que estaba consciente de la restricción legal y que por eso pedía que ella, como jefa del departamento, elevara el caso al comité constituido por todas las jefaturas.
Claudia pertenecía a una familia de gran tradición religiosa católica. Por eso, aunque estaban convencidos de que interrumpir el embarazo era la solución, también ellos creyeron que era su responsabilidad moral consultarlo con una instancia superior: su iglesia. La hermana de Claudia llamó al líder de su grupo y le planteó la situación. Su interlocutor se limitó a responder: “No decidan ustedes, que se haga la voluntad del Señor”.
“Es pecado, pero daré mis cuentas a Dios”
Sara también es una ferviente creyente. Nació y creció en una familia católica practicante, estudió en un colegio privado de monjas y con los años su fe solo se ha fortalecido. Es de las personas que invocan a Dios constantemente y le dan gracias cada vez que pueden. Sara cree que todo lo que le ha pasado y todo lo bueno recibido en su vida se debe a que Dios así lo ha querido.
Vive fuera de El Salvador. Tiene un buen trabajo, un esposo, una hija y, desde hace poco, una espaciosa casa nueva y propia. La compró en el país al que migró hace casi dos décadas, en 1999, con el plan de construir una nueva vida, de comenzar de nuevo. Pero unos meses antes de aquel viaje, estando todavía en El Salvador, supo que estaba embarazada y decidió abortar.
“Yo no podía tenerlo. Yo no podía mantener un hijo”, dice. En aquel momento era soltera. El padre era casado y ella no aspiraba a ningún tipo de relación formal con él. Además, su viaje para emigrar estaba ya planeado y pagado. “Yo pensé en mí sola, que yo sola no podía, que quedarme allá no podía”, explica desde el extranjero. “¿Irme con una panza? Lo pensé, ¿pero qué iba ir a hacer aquí con una panza?”
A través de una amiga, Sara consiguió el nombre de unas pastillas con las que podía abortar. Su pareja las compró en una farmacia de Santa Tecla. Ella tomó un par y se puso en la vagina otras dos. Unos meses después, hizo su viaje.
El farmacológico es uno de los métodos clandestinos más utilizados en El Salvador para practicarse un aborto. La demanda es tal que se ha creado un pequeño mercado negro de pastillas. El misoprostol, que generalmente se usa para prevenir úlceras gástricas, se comercializa a diario en dosis de seis tabletas por las que se puede llegar a pagar hasta 200 dólares. Al igual que los clientes, quienes satisfacen la demanda temen ir a la cárcel. Un comerciante ilegal de esta pastillas da pistas del pacto de silencio en que descansa esta práctica: “Después de entregar las pastillas se hace un acuerdo, nadie se conoce. Para no tener problemas a futuro. En la misma paranoia yo las entrego en bolsas plásticas y las agarro con guantes, para que no detecten mis huellas”, dice.
Sara cuenta que jamás pensó en contarle a su familia y criar a ese hijo con ayuda de ellos. “Jamás. Nunca. No me hubiera venido para este país”, dice. “Allá estuviera, no sé si casada o no, si con la universidad terminada o no... ¡Hubieran ido a madrear al hombre! Ni he pensado en eso. ¿Que si me afectó? Pues quizá fue todo tan rápido que no tuve ni tiempo de pensarlo. Como te digo, yo ya tenía el plan, hasta ya tenía la visa. Fue como si Dios me dijera ‘apartate de aquí, vámonos’”.
Se arrepintió, dice. Pero también repite que, si pudiera retroceder en el tiempo no cree que tomara una decisión distinta. “Sé que como católica, como creyente que soy, es pecado. Yo sé que es contradecirse, ¿pero yo qué podía hacer? Y sé que es algo de lo que yo voy a dar cuenta el día que esté frente a Dios”, reflexiona mientras piensa en algún castigo divino. “Aquí viene quizá lo contradictorio: cada quien es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera, y yo, lo vuelvo a repetir, daré mis cuentas a Dios. Debería ser lo mismo para cualquier persona que ha abortado”.
El Estado exigió demasiado al cuerpo de Claudia
El tiempo voló en el Hospital Nacional de la Mujer. Un día los médicos recomendaron a Claudia abortar, al siguiente ella y su familia habían aceptado la recomendación médica. A las 7 de la mañana del 18 de febrero de 2017 su esposo se presentó para firmar el consentimiento de interrumpir el embarazo. Su sorpresa fue descubrir que Claudia ya no estaba allí: había sido trasladada de hospital sin previo aviso.
“La orden bajó de la dirección para que ella fuera trasladada al Hospital Rosales. Ya se había presentado su caso al jefe de cardiología de ese hospital sobre la base de que ella tenía un problema cardiovascular”, resume Ronald López.
La directora del Hospital de la Mujer justifica el traslado de Claudia explicando que el hospital de maternidad carece de cardiólogos a tiempo completo y de un quirófano equipado para una operación como la que podía necesitar si Claudia entraba en paro cardiaco. Rina Arauz, coordinadora del comité de morbimortalidad materna del Hospital Nacional de la Mujer, sostiene que, eventualmente, Claudia debía recibir un nuevo corazón: “Su único tratamiento, con o sin embarazo, era un trasplante”.
La orden de traslado suponía que Ronald López debía hacer un resumen del caso para uso de los médicos que atenderían a Claudia en el Rosales. En su informe recomendaba, de nuevo, que se presentara el caso al comité médico del Hospital Nacional de la Mujer. “Ellos iban a cuidar de su condición cardiovascular, pero en el Rosales no tienen ningún obstetra”, reclama.
El comité nunca fue convocado. Claudia fue trasladada la noche del viernes 17, el mismo día en que López había aconsejado el aborto. El sistema de salud había decidido privilegiar la atención al problema cardiaco de Claudia, con el propósito de cumplir el protocolo de prolongar lo máximo posible el embarazo.
La familia de Claudia pidió explicaciones a los nuevos médicos. Salomón Flores, el cardiólogo que la atendió en el Rosales, pidió calma y les aseguró que bastaba con tenerla en observación. Agregó que Claudia podía llevar el embarazo al menos hasta la semana 26 y que, por tanto, creía factible salvar la vida de madre e hijo.
En las semanas siguientes, los médicos corrieron con Claudia de un hospital a otro. El Rosales monitoreaba su corazón y la sacaba en ambulancia y de emergencia hacia el de la Mujer cada vez que se descompensaba. La última vez que Claudia volvió al hospital de maternidad fue el 25 de marzo, ya en trabajo de parto. Estaba por entrar a la semana 26. El pronóstico del cardiólogo del Rosales estuvo cerca de cumplirse.
Pero el organismo de Claudia no soportó más y sus pulmones colapsaron. Los médicos la intubaron. En aquellos días de ir y venir de un hospital a otro, su esposo había logrado incluirla como beneficiaria de su Seguro Social y pidió el traslado urgente a uno de los hospitales del ISSS. En el desigual El Salvador, el sistema público de salud también tiene sus desigualdades internas y los hospitales del Seguro Social suelen estar mejor preparados que los del resto de la red.
Claudia llegó al Médico Quirúrgico desahuciada, según palabras de sus propios médicos. El bebé nació por medio de cesárea y solo vivió 24 horas. Sus pulmones no se habían desarrollado por completo. Claudia murió dos días después.
El dilema de los médicos de El Salvador
Desafíos para el servicio médico como el de la joven Beatriz en 2013 y el de Claudia en 2017 no son aislados. Ronald López y otros médicos consultados por El Faro aseguran que a diario tienen que lidiar con situaciones en las que, aun sabiendo los riesgos que implica continuar con un embarazo, la atadura legal los obliga a ejercer para salvar emergencias, no para prevenirlas. “Nos hicimos expertos en rescatar mujeres de las crisis”, asegura Guillermo Ortiz, exjefe del departamento de perinatología del Hospital Nacional de la Mujer y perinatólogo que atendió a Beatriz en 2013.
Cuando a Beatriz le practicaron la cesárea después de que la Corte Interamericana ordenara garantizar su integridad, la joven había llegado a 27 semanas de embarazo y a esas alturas el riesgo de rompimiento del útero era muy grande, dice Ortiz.
Ese año Ortiz ganó fama porque encabezó el comité que puso sobre la mesa en El Salvador el debate sobre el aborto eugenésico, es decir, el motivado por inviabilidad de la vida extrauterina. Ortiz se aferró a la idea de que tenía que hacer lo posible por salvar a Beatriz, que al conocer su diagnóstico le había pedido que no la dejara morir.
“Teníamos miedo. Nadie quería ir a la cárcel”, admite el médico, que confiesa además que parte de su preparación para la operación de Beatriz fue elaborar un poder notariado para que sus bienes quedaran a nombre de su esposa e hijos. “No sabíamos si al salir del quirófano nos iba a estar esperando la Policía”, dice.
Frente a los casos en que la vida de la madre está en riesgo los médicos salvadoreños tienen muchas veces que escoger entre su criterio profesional y su seguridad legal. Se enfrentan al dilema de arriesgarse a ir a prisión por intentar salvar la vida a una madre. A veces no les queda más que cruzar los dedos para que las mujeres sobrevivan.
Ximena vivió ese dilema de una forma especial. Es ginecóloga, y a raíz de su propia experiencia de aborto terminó, sin proponérselo, siendo una aliada para varias mujeres que buscaron en los últimos años poner punto final a embarazos no deseados. Lo hizo con plena conciencia de los riesgos que corría. Pero con la convicción personal, dice, de que hacía lo correcto.
“La primera vez que supimos sobre derechos humanos en la carrera, y un poquito de aborto, fue el año del servicio social, ya para terminar”, dice. “Lo triste fue cuando entré a la residencia de ginecología en Maternidad: llegaban niñas a las que habían violado los mareros y yo no podía hacer nada”, relata.
Se sentía, dice, frustrada al ver a menores de edad condenadas a gestar hijos producto de violaciones. “Algunas ya llegaba bien tarde, ya ni siquiera se podía prevenir el VIH, nada. Y llegaban niñas que habían intentado hacerse un aborto, que se habían colocado pastillas y se habían quemado la vagina... y aún así el embarazo seguía en curso. Me daba cólera, impotencia, porque el embarazo nunca había sido una decisión para esas mujeres”, dice.
En el transcurso de sus estudios de medicina en la Universidad de El Salvador conoció a un estudiante que terminó siendo su novio y durante esa relación quedó embarazada dos veces. Le fallaron tanto el método del ritmo como el preservativo. En ambas ocasiones, Ximena abortó con pastillas.
“Me había fallado mi método anticonceptivo y obviamente no estaba en mis planes tener un hijo. Tenía un novio que me apoyaba en la decisión y la posibilidad económica, así que la primera vez lo hice con información casi nula, con lo que veía en mi libro de ginecología”, cuenta. Dos años después, descubrió que estaba embarazada de nuevo. Ya con más información sobre el método y la dosis de pastillas, esa vez el proceso fue más sencillo para ella.
Cuenta que después del aborto le sobraron varias tabletas del frasco que había comprado en una farmacia capitalina, y decidió ofrecérselas en los meses siguientes a algunas de las mujeres que atendió en la residencia de ginecología en el Hospital Nacional de la Mujer, que aún se llamaba oficialmente Hospital de Maternidad.
“Cuando veía a una mujer que lo necesitaba le decía ‘llame a este número’. Copiaba el teléfono en un papel y lo ponía en la mano de las pacientes sin que nadie más se diera cuenta”, relata. Era, en realidad, su propio número. “Lo que hice fue conseguir otro chip, otro teléfono y ahí era donde podían contactarme. Entonces era como una proveedora insegura y claro que me daba miedo. Estaba en residencia, el hospital no me iba a respaldar, nada, nada”.
La primera mujer a la que ayudó a abortar simplemente no deseaba ese embarazo. “Me acuerdo que la vi en el centro comercial San Luis. Ya estaba bien avanzado ese embarazo, pero me decía ‘por favor, ayúdeme’. Yo le di el medicamento y le dije: ‘cuando empecés a sangrar te tenés que ir al hospital. No podés quedarte en la casa porque el embarazo está bien avanzado’”. Y así siguió, hasta que se acabaron las tabletas. “Fui aventurada y te lo juro que menos mal que nunca nadie se dio cuenta”, dice aliviada.
Al contrario que Ximena, Claudia no puede contar su historia. La reconstruyen, con un poco de recelo, su mamá y su hermana, quienes acceden a compartirla con la ilusión de encontrar alguna respuesta a sus dudas. Están convencidas de que el Estado les falló, pero no buscan, dicen, que se procese a nadie.
Las consuela de alguna manera el reconocimiento póstumo de la comunidad donde viven hacia la labor de Claudia como organizadora de eventos. Dos días después de que familia, amigos y vecinos la despidieran, quedó inmortalizada en un mural en una de las paredes de su pasaje. A Ana Yolanda, su mamá, ese mural la reconforta. “Me hace falta, pero de alguna manera siempre la estoy viendo”, dice. A Manuel, su esposo, el entorno lo atormenta. Apenas quiere hablar hoy de lo sucedido, y meses después de que ella muriera decidió mudarse con sus dos hijos menores.
Ha pasado casi un año, y la titular del Hospital de la Mujer insiste en que por la salud de Claudia había poco por hacer. Repite que su problema era cardiaco y que como institución pública han de ceñirse a la ley. Una ley que homogeneiza los casos, incluyendo aquellos en los que la medicina considera necesario practicar un aborto. La doctora Adelaida de Estrada deja ver, sin embargo, su opinión médica: “Estoy totalmente clara en cuanto a que la interrupción del embarazo es un problema de salud pública y que debe ser resuelto por expertos, no por partidos políticos”.
Claudia Veracruz Zúniga murió como consecuencia de una patología cardiaca que se le complicó durante su cuarto embarazo. Una condición de la que nunca, en 34 años de vida, había presentado síntomas. Una enfermedad por la que nunca debió de haberse embarazado, pero que nadie le diagnosticó. Su familia aún intenta entender, “A nosotros no nos interesa andar en pleitos con el hospital", dice su hermana. "Solo queremos tener claro por qué habiéndole ofrecido la opción (de interrumpir el embarazo) la dejaron morir".