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Crecimiento en la posguerra
Si usted, como yo, vivía en El Salvador en 1992, –y si tiene cierta edad– seguramente recuerda el día en que celebrábamos la firma de los Acuerdos de Paz.
Acababa de cumplir 16 años y no comprendía bien qué se había negociado, pero sí entendía que había vivido mi infancia en un país en guerra, y que ahora las dos partes habían encontrado una forma de poner a un lado sus diferencias y renunciar al conflicto armado. Eso para mí era suficiente, pues creía que se estaba abriendo un nuevo episodio en la historia, en el que podríamos construir un El Salvador más próspero y justo.
Y durante la primera mitad de los años noventa parecía que, finalmente, El Salvador había encontrado su camino: el país alcanzaba altas tasas de crecimiento económico que temporalmente lo colocarían como un caso exitoso en el orden internacional.
Si bien es cierto que el crecimiento económico no lo es todo, a la hora de evaluar la prosperidad de una sociedad no puede subestimarse su importancia. Con mayor crecimiento se generan más empleos, incrementan los ingresos y aumenta la recaudación tributaria que permite financiar la provisión de bienes públicos y el gasto social. De acuerdo con las estadísticas oficiales, después de 1992 se produjo un avance sustancial en la reducción de la pobreza: mientras en 1992 casi seis de cada diez hogares salvadoreños vivían en pobreza, para 1999 ésta se había reducido a cuatro de cada diez hogares. En el mismo periodo el ingreso promedio mensual de un hogar se duplicó, pasando de 199 a 400 dólares.
Pero luego, en la segunda mitad de los noventa, el crecimiento comenzó a desacelerarse. Y nunca volvimos a crecer con las tasas observadas en los primeros años de la posguerra. De hecho, durante la última década, en promedio, El Salvador apenas creció 2% por año, mientras que Centroamérica lo hizo a una tasa de 4.5%. El crecimiento es bajísimo e, indudablemente, limita la capacidad para lograr avances en la reducción de la pobreza, además de contribuir a la fragilidad fiscal del país. En el siguiente gráfico se presenta la trayectoria del crecimiento y de las tasas de pobreza. Note como, en el siglo XXI, las tasas de pobreza prácticamente se han estancado, lo que también coincide con el bajo crecimiento económico.
¿Por qué no crecemos?
Desde finales de los noventa las bajas tasas de crecimiento comenzaron a generar nerviosismo y preocupación, lo que llevó a realizar estudios para comprender qué estaba pasando. Fue así que, en 2003, un equipo de economistas de la Universidad de Harvard concluyó que, para retomar tasas saludables de crecimiento, el país necesitaba auto descubrir nuevas actividades productivas, pues había un agotamiento de los sectores tradicionales.
Posteriormente, en 2008, economistas de la Universidad de Pennsylvania State argumentaron que El Salvador estaba aún lejos de integrarse efectivamente a los mercados de conocimientos, ideas y tecnología. En 2011, como parte del Asocio para el Crecimiento, los gobiernos de Estados Unidos y El Salvador realizaron un estudio que concluyó identificando a la inseguridad y la baja productividad del sector transable (sector de bienes y servicios exportables) como las más importantes restricciones al crecimiento.
Hay una conclusión que parecen compartir estos estudios: a El Salvador le cuesta crecer porque se le dificulta el surgimiento de nuevos sectores productivos de mayor valor agregado (esto es, sectores en los que se pueda generar mayor valor en el país y, por ende, mayores salarios).
¿Pero por qué ocurre esto? Porque hemos carecido de políticas públicas de mediano plazo que permitan crear las condiciones para un crecimiento robusto. Porque a pesar de ser un pueblo de mujeres y hombres trabajadores, aún hoy un salvadoreño tiene en promedio 6.8 años de educación, y la educación que recibe la mayoría de compatriotas es de baja calidad, prioriza la memorización en lugar de la resolución de problemas o la creatividad; porque persisten la desnutrición infantil y el déficit de inversión en la infancia temprana. Todos esos son factores que coartan las oportunidades de cientos de miles de salvadoreños desde temprana edad y que se traducen en bajos niveles de productividad laboral. Y hay más.
Porque la polarización en la política y la falta de meritocracia en la administración pública vuelven a El Salvador del Siglo XXI en el país del ya –que vive (y sobrevive) el día a día– sin abordar sus problemas estructurales, ni acordar una agenda mínima por el desarrollo, ni implementar iniciativas efectivas de mediano plazo. Y, también, porque carecemos de una cultura para medir la eficacia y el impacto de las políticas públicas, lo cual nos impide saber qué cosas funcionan y qué podemos mejorar.
Porque la migración y la fuerte entrada de divisas asociadas con las remesas, si bien ayudan a cientos de miles de familias, también nos convierten en un país donde es caro producir, contribuyendo parcialmente a que El Salvador tenga escaso atractivo como destino de inversiones.
La polarización también nos impide reconocer las buenas ideas o los proyectos cuando provienen del contrincante político, así como aceptar los errores del campo político propio. Además, la inversión pública es baja, lo cual, a su vez, reprime la inversión privada, por ser ambas complementarias. Y, finalmente, porque la inseguridad es alta y representa costos adicionales que desalientan la inversión.
En resumen, tenemos problemas con el crecimiento porque El Salvador no es el buen alumno que hizo todo bien y no fue recompensado adecuadamente por su esfuerzo. Todo lo contrario, nuestro país tiene múltiples debilidades que explican el bajo crecimiento.
¿Significa esto que El Salvador está condenado a otros 20 años de bajo crecimiento, hasta que no aborde todas estas limitantes? La respuesta es un rotundo no. Un interesante estudio del Banco Mundial –en el que se abordaron los casos de diversos países que tuvieron períodos prolongados de crecimiento– concluyó que el objetivo del crecimiento sostenido “exige un compromiso de largo plazo de los líderes políticos, compromiso que debe ser asumido con paciencia, perseverancia y pragmatismo”.
Los Acuerdos de Paz fueron eminentemente políticos; en ellos los temas sociales y económicos tuvieron un papel menor y el objetivo de crecimiento económico estuvo ausente. El Salvador puede recuperar su brillo, pero eso le demandará una segunda generación de acuerdos, esta vez por un mayor crecimiento inclusivo. Está en los liderazgos políticos y en las fuerzas vivas asumir el reto, lo cual exigirá, indudablemente, evitar caer en la tentación del populismo, que desea hacer creer que se puede crecer sin esfuerzo, el populismo que niega la complejidad inherente en muchos desafíos de las políticas públicas, incluyendo los muchos retos que involucra el crecimiento económico.
La invitación, por lo tanto, es a asumir el reto, y hacerlo con paciencia, perseverancia y pragmatismo.
*Carmen Aída Lazo es Decana de Economía y Negocios de la ESEN. Es Magíster en Macroeconomía Aplicada de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master en Public Administration in International Development por la Universidad de Harvard. Fue asesora del Ministerio de Economía de El Salvador entre 2005 y 2009 y coordinadora adjunta del equipo del Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD en El Salvador.
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